FRENTE al avión, el tren jamás ha perdido su encanto. Estuvo a punto de hacerlo, entre los años sesenta del pasado siglo y fechas muy recientes, pero ha logrado sobrevivir y unirnos con lo mejor del pasado. La experiencia de viajar en avión se ha convertido, por el contrario, en una de las más desagradables, desquiciantes y aterradoras que podamos sufrir: desprecio y maltrato indiscriminado en todos los puntos del trayecto, aeropuertos y aeronaves, aturdimiento y tedio en las esperas, incertidumbre en las salidas, extenuación en las llegadas y, en fin, las angosturas y claustrofobias propias de un espacio exiguo y cerrado que no ayuda a disipar el temor de que en cualquier momento del vuelo nuestros cuerpos quedarán diseminados en un secarral humeante o flotando en medio del océano entre maletas y trozos de fuselaje.
Al contrario que sucede en el avión, en el tren no hay esperas ni por lo general demoras, puede uno estirar las piernas, pensar, leer, contemplar los infinitos paisajes de la ventanilla, soñar, dormir, conversar con los viajeros... Cuántas confidencias no habremos oído y cuántas no le habremos hecho a un desconocido en un tren...
Todo este armónico sistema de viaje quedó seriamente dañado con el auge del automóvil. Empezó a creerse que viajar en tren era de pobres. Para negar tal cosa llenaron los trenes de “lujos”, hilo musical, cafeterías, vídeos. La monotonía ferroviaria empezó a quebrarse, y quedó definitivamente rota con la irrupción de los teléfonos móviles. Hace años y tras un viaje de pesadilla al lado de alguien que había convertido el vagón en su oficina, pidió uno en esta misma página algo que ya existía en otras partes civilizadas de Europa: sólo tren y salmódico traqueteo, sin ruido, chácharas ni móviles... El Ave acaba de incluir en todos sus trenes uno de estos vagones. Incluso con alguna extralimitación: prohíben en ellos la entrada a menores de 14 años. No sé. A esa edad es cuando más se necesita un poco de silencio. En todo caso, gracias. Cierto que resulta inquietante el anuncio de que el precio del billete de estos vagones será el mismo que el de los otros, porque eso suele querer decir que más pronto que tarde lo subirán, para hacer bueno el principio según el cual lo mejor ha de ser más caro, aunque, como el silencio, salga gratis. Sea lo que sea, este es un gran día en nuestra vida. ¡Silencio!, se rueda, podríamos decir.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 3 de agosto de 2014]
Me gusta el artículo, de verdad. Pero añadiría algo: cómo comparar todo lo que era la comida del tren: pasajeros, cantinas, vagón-restaurante con esas cosas que sirven en los aviones y aeropuertos: insípidas, cuando no grasientas, plásticas, cuando no abstracción de la verdadera comida. Pero no. El tren es muy superior en un plano estético y moral: ya se saber el paisaje y la contaminación, contra ese artificio pueril que es volar sobre las nubes: tal que un decorado Disney. Etc. La vida en rosa, tal vez, tal vez mañana.
RépondreSupprimerSiempre será mejor aquel transcantábrico que iba de Bilbao a León en 1890 , donde daban de desayuno : huevos fritos. , chorizo , orujo y vino . Escribió Antonio Machado , apócrifo : Las cañas de Sanlúcar / me gustan a mí / porque me quitan las penas / échame ferrocarril .
RépondreSupprimerUno de los baremos que miden el grado de civismo de un país es la capacidad de sus ciudadanos para respetar el silencio. En España (perdón) el culto al ruido es una tradición que de ningún modo estamos dispuestos a perder, de ahí la gran calidad de vida de que presumimos y la felicidad que disfrutamos vociferando y carcajeando en lugares públicos.
RépondreSupprimerSobre el griterío inmisericorde de los españoles, escribía yo en otro blog la semana pasada:
RépondreSupprimerRegreso de un viaje a la Galicia portuguesa -así la perciben los gallegos de cielo encapotado: será la envidia- y he hecho incursiones a la otra orilla del padre Miño. Y degustando un excelente bacalhau à brás en Mané, de Valença, he tenido ocasión de que se reforzaran mis presunciones respecto de la idiosincrasia lusa: que nos sacan una cabeza -por lo menos- en templanza, trato respetuoso, amabilidad y cortesía. En el privilegiado mirador de la terraza de un restaurante -era un día caluroso y se estaba bien a la sombra de los toldos- comentaba con mi acompañante la discreción de los comensales, a primera vista casi todos portugueses: ni una voz más alta que otra, ni una carcajada estruendosa, ni el tintineo de un cubierto... Y en esto que invaden aquel oasis media docena de señoras españolas, en la octava década de su biografía las más de ellas, atildadas de atuendo, con un desparpajo, una mímica y una voz impostada que mejor acomodo hallaran en el tablado de Mérida... Llegar estas amazonas y acabarse el sosiego comensal fue todo uno. Requirieron a voces al camarero -un mozo cetrino con esa mirada africana característica de tantos portugueses-; se abanicaron con las cartas, parecía que disputaban sobre la elección del menú; requirieron la presencia del mozo varias veces antes de decidir, devolvieron unas latas (vinho verde no bebieron, no) de coca-cola porque, al parecer, no era light como habían pedido.... Y aquella mesa fue una especie de incómodo altavoz el resto de la comida, similar a ese televisor que incordia en muchos restaurantes españoles y no necesariamente de escasos tenedores.
A la hora de pagar fue otro espectáculo; era de ver los asimientos de antebrazos y aún los agarrones de las mangas. Indescriptible.
Cuento esto porque, ahora que parece que quieren abandonarnos nuestros amigos catalanes, no estaría nada mal cubrir el flanco desnudo con la incorporación de los hermanos (ya es sabido que los hermanos se suelen llevar mal, pero son de la familia) portugueses a una Federación Ibérica de nuevo cuño. Yo creo que íbamos a ganar mucho con ella, sobre todo en temple, sosiego y buenas formas... Pero a juzgar por las miradas que lanzaba a las aguerridas españolas el camarero de mirada africana, creo que la cosa está dura de pelar.
Silencio, luz y ni una sola imagen. Fondo del alma (según MIGUEL DE MOLINOS).
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