30 septembre 2019

El principio de Arquímedes

EL gran logro de Arquímedes consistió no sólo en formular una ley física de carácter universal y muy común en la naturaleza, sino en la belleza que se deriva de ella al poder aplicarse de un modo sencillo a los ámbitos del espíritu: “todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical y hacia arriba igual al peso de fluido desalojado”.  El amor nuevo desplaza al anterior; cada vez que una obra irrumpe en un museo, desaloja otra de igual tamaño,  arrumbando en ocasiones una tendencia estética que dominó la escena largos años, etc.

En Alsasua se celebró el Ospa Eguna o Día de la Expulsión que persigue los pogromos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional y sus familias de ese pueblo navarro, de Navarra y del País Vasco, todo ello promovido por colectivos abertxales y en cierto modo alentado desde la fiscalía de Navarra que no vio razones para suspenderlo. La eurodiputada Pagazaurtundúa habló de “humillación y odio a las víctimas”. Podría haber citado a don Quijote, que tan sutilmente distinguió afrenta de ofensa, y habló de quien además de ofender, afrenta. La misma Pagaza conoció no un día sino años de expulsión a raíz del asesinato de su hermano a manos de Eta: tuvo que salir del Euzkadi y fijar su residencia, y la de los suyos, en un rincón incógnito de la provincia de Burgos.

Una de las cosas que más sorprenden al viajero que atraviesa hoy ciertas localidades del País Vasco y Navarra es la profusión de pintadas, visibles, de brocha gorda, violentas, jactanciosas, ocupando no sólo los espacios públicos, sino, a menudo, institucionales, o sea, de todos, de ellos, los victimarios, pero también de sus víctimas, que han de verlas cada día. En la mayor parte de esos grafitis se pide, en vascuence, en castellano y a veces en inglés: “Presos a la calle”. Una pintada es siempre una anomalía, y lo saben: se quiere dar a entender con ellas que en el País Vasco no hay libertad de expresión, y por eso han de recurrir a las paredes. En Alsasua creen también que aplicando el principio de Arquímedes (el desalojo de los guardias civiles), podrán ocupar su lugar los asesinos que cumplen condena en las cárceles, y ello, sin recordar ni expiar ninguno de los crímenes que les llevaron a ellas, o sea, la letra pequeña, esa que no sirve para hacer pintadas.

    [Publicado en el Magzine de La Vanguardia el 29 de septiembre de 2019]

23 septembre 2019

Rafael Juárez

HA muerto Rafael Juárez. Era un ser angélico, en la poesía que escribió y en su vida. Siempre discreto, inteligente, finísimo de humor y hondura. Como sólo sucede con los mejores, la levedad y la gracia en él era una parte de la firmeza. Gracias a él existe La Veleta, donde aparecieron dos de sus libros. Ha muerto y todo alrededor, campos y pájaros que aún no han vuelto al Sur, al conocer la noticia ha empezado a plegarse sobre sí mismo dos, tres, infinitas veces, como una carta... Y la carta no cabe en ningún sobre ni hay franqueo suficiente para ella. Dondequiera estés, amigo Rafa, irá contigo lo mejor de este tiempo, de todo tiempo.

Unamuno: agonía y contradicción

La única virtud que no tuvo don Miguel de Unamuno fue el humor, carecía de él por completo. En un hombre que escribió uno de los ensayos más originales sobre la vida de don Quijote y Sancho puede resultar extraño, pero no: el humor fue cosa de Cervantes más que de don Quijote, y Unamuno creyó siempre más en don Quijote que en Cervantes, al que se pasó la vida (genio y figura) enmendándole la plana. ¿Tenía razón Unamuno? En esto yo creo que no, porque ni don Quijote ni Sancho son concebibles sin la mirada, humanidad y humor de Cervantes. Don Quijote podía no tenerlo, pero Cervantes lo dotó de esa vis cómica muy parecida a la de Buster Keaton, que resulta hilarante apenas asoma su faz equina en la pantalla. Así sucedió con don Quijote y su traza estrambótica: no había rincón del orbe en el que su sola mención o su triste figura no moviera al regocijo de las gentes. 

Quitando esta pequeña tacha, uno sólo ve en Unamuno virtudes literarias y humanas colosales. Nadie en España se le pudo comparar en su época, y eso tratándose del segundo siglo de oro de la literatura española es portentoso. Y en Europa lo mismo, codeándose de igual a igual con los pensadores más influyentes, de Bergson a Croce, de Russell a Husserl. Una novela como Niebla puede que no sea superior a las de Valle-Inclán o Baroja, pero no es inferior a la mejor de cada uno de ellos, y lo mismo diríamos de los poemas de Unamuno en relación a los de Darío, Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus libros de viajes están a la altura de los de Azorín y leemos sus ensayos con tanto o mayor provecho que los de Ortega, al que aventajó en la concepción misma de la filosofía como la alianza nietzscheana de pensamiento y poesía (a Ortega diríamos que le estorbaba la poesía cuando filosofaba, o para ser más exactos, que al verse incapaz de alcanzarla, trataba de disimular tal carencia echando mano de esa cursilería suya de altísimo vuelo, «dizque poética», tan característica de su prosa y sin menoscabo de su valor). De sus artículos de periódico, miles y escritos a lo largo de cincuenta años, sólo cabe decir que muchos de ellos fueron el pulmón de España, a través de los cuales lo mejor de este país pudo respirar y mantenerse vivo en épocas negras de su historia, cuando no dormía profundamente en medio de prolongadísimas y peligrosas apneas. Los lectores españoles, y muchos hispanoamericanos, pues los artículos de Unamuno se buscaban en una y otra parte del océano, sabían que el artículo suyo que se encontraban esa mañana en el periódico (y no sólo en un periódico, sino a menudo en varios, pues de todos ellos necesitaba para pensar y pagar la factura del carbón) iba a poner en movimiento dentro en su cabeza lo mejor de sí y a hacerlo a toda máquina: tanto para discutir (casi siempre: con Unamuno lo normal es discutir, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, no estar de acuerdo con él, sino completarlo, del mismo modo que creía él que sus observaciones sobre don Quijote o sus disensiones con Cervantes los completaban a uno y otro), tanto para discutir, decía, como para sacar del «hondón de nuestra alma» (expresión suya) lo mejor de nosotros mismos. Sí, no hay nadie a quien la lectura de Unamuno deje indiferente. 

Claro que para ello hay que leerlo. 

Por lo que uno ha ido viendo a lo largo de estos años, con Unamuno se produce un hecho del todo extravagante: gentes que en absoluto lo han leído, o lo han leído en el pasado o muy someramente, tienen de él una idea firme y acorazada. A mí sin embargo me sucede lo contrario. Excepto sus obras de teatro, que no he leído ni visto representar nunca, se precia uno de conocer bastante bien sus poemas, novelas, ensayos y artículos, de estos unos más ligeros y otros menos, así como centenares de cartas y entrevistas, y cada vez que releo algo de él reconozco: «Es mejor, mucho mejor de lo que recordaba». Incluso cuando halla uno en tal o cual pasaje algo en lo que el tiempo le haya quitado la razón o vuelto viejo, siempre me parece que el arranque, el núcleo, el origen de tal o cual idea es de una originalidad y fuerza formidables. Leer a Unamuno es asistir al nacimiento de un hecho y a su desarrollo. 

Dicho de otro modo, a Unamuno o se le coge o de le deja, o gusta en general o produce rechazo, casi siempre de una forma emocional. 

Probablemente no haya en toda la historia de la literatura en español alguien de tal complejidad y a la vez de tal naturalidad. La complejidad la expresó en forma de paradojas. Ya en su tiempo le acusaron de ello, de ser un ser demasiado contradictorio y extravagante y de no saber nunca por dónde iba a salir. Él se justificaba y decía, muy cervantino en eso y luchando contra su temperamento conceptista, que si un pensador no pierde por carta de más, jamás ganará nada. Y eso es lo que hacen las paradojas, forzar la jugada. Se exponía con ello, claro, a ser malinterpretado (como cuando escribió aquel “que inventen ellos”, en el que cifraron algunos el energumenismo o cerrilismo español), o a que lo fusilaran (como el día que profirió otra de sus frases más recordadas, “Venceréis pero no convenceréis”, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, frente Millán Astray, en octubre del año 36, en un gesto de valor que habría merecido tres laureadas de san Fernando). 

Ese amor por los juegos de palabras (él habría dicho por los «jugos» del idioma, aprovechando su apellido materno, Jugo) es de corte barroco y conceptista, pero se daba en él aquello que decía Juan Ramón de que la naturalidad en un temperamento barroco es el barroquismo. Lo vemos en su manera de escribir y pensar, siguiendo el hilo, sin detenerse, dejándose llevar, como aquel que atraviesa un riachuelo saltando de piedra en piedra sobre la corriente. Advertimos, de vez en cuando, que Unamuno apoya mal un argumento o una idea, y mete el pie (no me atrevería a decir la pata) en el agua, pero ese traspiés no le detiene y sigue decidido el camino trazado, hasta llegar a la otra orilla. Porque Unamuno se pasó la vida cruzando ríos, y metiéndose en charcos. Un gran charco fue, por ejemplo, el quedarse prácticamente solo en su lucha contra el dictador Primo de Rivera, que lo desterró a la isla de Fuerteventura, de la que acabó fugándose para iniciar un exilio en Francia que puso fin el advenimiento de la República. Y charcos fueron los sucesivos desencuentros con las autoridades republicanas, primero, y con las franquista luego, durante la guerra. 

La gracia de Unamuno no es que pensara de mil asuntos, pequeños y grandes (ya digo, tenía que escribir mucho porque tenía muchas bocas que alimentar, pero no sólo por esto), sino el que lo hiciera desde lugares siempre insólitos, únicos, presentándonos la realidad como nunca antes hubiéramos imaginado que podría mirarse. 

Todo ello le originó infinitos inconvenientes y disgustos, y se pasó la vida de pendencia en pendencia. Unamuno teorizó mucho lo de la lucha, la agonía, y habló de ella como del motor del ser humano, en particular, y de los pueblos en general, y algunos años antes de la guerra civil pedía una para España, convencido de que sacudiría un poco la modorra nacional y purificaría el ambiente. Luego llegó la de verdad, y quedó tan espantado como todos (empezando por su propia familia y dos hijos luchando cada uno en bandos enfrentados). 

A mí me admira cada vez más el modo en que llevó a cabo su obra monumental, trabajando no sólo de catedrático de griego (no pudo sacar la cátedra de filosofía, que era la que pretendió), sino de rector, escribiendo, como he dicho, a destajo en los periódicos, atendiendo su correspondencia (unas cincuenta mil son las cartas que escribió, algunas extensas como un artículo), atendiendo a su activismo político (que pasó por asistencia a mítines, conferencias, manifiestos, sesiones en al ayuntamiento o en las cortes constituyentes), y llevando adelante toda su ingente obra literaria. 

Y la manifiesta y suprema paradoja: en medio de esa vida atropellada, ruidosa, épica, trágica en algunos tramos de ella, logró llevar dentro de sí un rincón silencioso, a resguardo de todo, donde lograba aislarse y escribir su poesía, eminentemente lírica, y a la que él daba la mayor importancia. Cuando repasamos su Diario poético, escrito en los últimos diez años de su vida, más de mil setecientas composiciones fechadas, nos maravilla comprobar la portentosa fuerza de ese caudal. No sé, como estar asomado a la boca de un volcán que mana sin destruirnos una lava benéfica. 

A esa facilidad y a su capacidad de trabajo, incluso a la naturalidad con la que se mostraba su enorme talento, se las tuvo, como no podía ser menos en España, por un inconveniente o una limitación y no una virtud fuera de lo común. Si a Baroja se le comparaba con Valle Inclán, o a Machado con Juan Ramón, por ejemplo, para mostrar nuestra preferencia por uno o por otro, a Unamuno no suele comparársele con nadie, sólo con él mismo y en detrimento de sí, como si de todos estos Unamuno (el poeta, el novelista, el articulista, el ensayista, el político, el profesor) sólo pudiéramos quedarnos con uno en detrimento de otro. Eso explica el consenso general al que se ha llegado, que tienen en cuenta al Unamuno pensador sobre todos los demás, como si no hubiera pensamiento en sus poemas o novelas, y, desde luego, perdonándole un poco la vida. Es verdad que Unamuno, «metiéndose» con todo lo humano y lo divino, y sobre todo con tantos humanos que van de divinos, dio pie a que se metieran con él y con su obra, tomando del personaje lo único que está al alcance de los más tontos, que es la impertinencia. Y todo en vez de admitir de una vez por todas que tenemos en Unamuno a cinco o seis escritores de primer orden, capaz él de constituir por sí solo todo un siglo de oro. Contra lo que se ha creído, Unamuno no era un hombre que tuviera de sí más alto concepto del que le correspondía. También él, como don Quijote, pudo haber dicho: «Yo sé quien soy». «El genio es el que llega a ser voz de un pueblo: el genio es un pueblo individualizado», escribió, y desde luego que no pensaba en él, porque no le hacía falta. Pero yo sí, y para mí Unamuno es lo mejor de ese pueblo, sea pueblo lo que cada cual quiera entender. 

* * * 
AFORISMOS 

EL mundo entero es un Bilbao más grande. 

¿QUÉ me importan “mis ideas”. No hay ideas “mías” ni “tuyas”, ni de “aquél”; son de todos y de nadie. La originalidad de cada cual estriba en vaciar su alma; en el soplo que anima su obra. Nadie se apropia de nadie y todo lo sabemos entre todos. 

OBRA de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir (…), y si [como decía Sénancour en aquella inmensa monodia de su Obermann] es la nada lo que nos está reservado, hagamos que morir sea una injusticia. 

HAY que ser rígido y antipático hasta los sesenta años; después lo contrario. 

LA libertad es un bien común, y cuando no participen todos de ella, no serán libres los que se crean tales. 

DENTRO de la carne está el hueso y dentro del hueso, el tuétano, pero la novela humana no tiene tuétano, carece de argumento. Todo son las cajitas, los ensueños. Y lo verdaderamente novelesco es cómo se hace una novela. 

HASTA cuando la mujer tiene menos inteligencia, tiene más sentido común que el hombre. 

LOS seres empiezan a vivir de veras cuando quieren ser otros de los que son, y seguir, al mismo tiempo, siendo los mismos. 

LA última y definitiva justicia es el perdón. 

ES evidente que los placeres más exquisitos son los más baratos. 

PERO ¿para qué viajan la mayoría de los que viajan? ¿Hay algo más azarante, más molesto, más prosaico que el turista? El enemigo de quien viaja por pasión, por alegría o por tristeza, para recordar o para olvidar, es el que viaja por vanidad o por moda: es ese horrible e insoportable turista que se fija en el empedrado de las calles, en las mayores o menores comodidades del hotel y en la comida de este. Porque hay quien viaja, horroriza el tener que decirlo, para gustar distintas cocinas. Y otros para correr teatros, cafés, casinos, salas de espectáculos, que son en todas partes lo mismo, y en todas igualmente infectos y horrendos. Y hay quien viaja por topofobia, para huir de cada lugar, no buscando aquel a que va, sino escapándose de aquel de donde parte. 

LA falta de sencillez lo estropea todo. 

LA verdad antes que la paz! 

VIVIR es solamente, vida mía, 
saber que se ha vivido. 
(De un poema) 

HAN vuelto los vencejos 
(las cosas naturales vuelven siempre); 
las hojas a los árboles, 
a las cumbres las nieves… 
(De un poema) 

[Publicado en El Mundo el 22 de septiembre de 2017] 

16 septembre 2019

Lapidaciones de salón

A estas alturas casi ni nos maravilla saber que llevamos en el bolsillo la Enciclopedia Británica y el Cuarto Poder al completo, decenas, cientos de doctos libros y miles de periódicos recién actualizados, todo ello junto a las llaves de casa o unas monedas. Ha llegado a parecernos tan natural nuestro teléfono móvil como que la humilde bombilla nos dé su rúbrica incandescente, prodigio equiparable, en cuanto el sol se pone.

Los veranos son propicios a estos dos hechos: las noticias de verano y las especulaciones.  Las noticias de verano están en proporción inversa a la plantilla de los periódicos, a menor número de redactores en ellos más noticias de verano y a mayor tiempo sin hacer nada, más curiosidad ociosa o morbosa entre los lectores. Las especulaciones, incluso las de maduración rápida, precisan de esta enzima: el creernos superiores y mejores a los demás y, por tanto, con derecho a juzgarles. Cuando hace dos veranos se habló de la madre que retuvo a sus hijos contra la decisión de un juez, hasta el presidente de gobierno, tan poltrón para todo lo demás,  se apresuró a sumarse al «clamor popular»: «Juana somos todos». Apenas se supo que una mujer había denunciado a un célebre tenor por algo ocurrido hace cuarenta años, faltaron minutos para que se oyeran silbar en el aire las primeras piedras lanzadas contra él, y dos teatros de Estados Unidos, de donde partió la denuncia, fulminaron de su programación al acusado. ¿Pasado el verano habrá juicio, la denunciante retirará la demanda en cuanto cobre por «daños y perjuicios» y reflote su hibernado honor?

Por los mismos días, se publicó la entrevista de quien fue “carismático alcalde de Jerez”. Acaba de salir de la cárcel, cuatro años, asegura, por un “un contrato irregular por el que podrían ir a prisión cuatrocientos alcaldes, sin hablar de todos esos políticos que habiendo robado millones están en libertad». El tenor llegó incluso a balbucir: Hace cuarenta años estas cosas se juzgaban de otro modo. No se refería, claro, sólo a él,  sino también a ellas, a ese «hombres que ofrecen poder a cambio de sexo, mujeres que ofrecen sexo a cambio de poder». Esta ha sido una de las noticias del verano en la misma medida que ha sido también la excusa para todos los amantes de las lapidaciones, en disfrute de su ocio veraniego. Lapidaciones de salón, por supuesto, tan letales como las otras, claro.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 15 de septiembre de 2019] 

9 septembre 2019

El mal

EL estar escribiendo un libro sobre Madrid le ha llevado a uno a leer otros muchos sobre esta ciudad que consideramos propia todos aquellos que vivimos en ella. De Madrid no es nadie y lo es cualquiera, todo el que pretenda serlo, nada ni nadie se lo va a impedir, y esto es acaso lo mejor que puede decirse de cualquier lugar. Alguien se preguntaba hace poco cómo se llamaba a los que habían ido al país Vasco a trabajar desde otras provincias españolas: maquetos. ¿Y en Cataluña? Charnegos. ¿Y en Madrid?... Madrileños.

Y bien, lo que he visto en esos libros es que aquellos en los que se dicen cosas agradables, nos caen mejor que los que se dedican a descubrir bubas y lacras. Pero lo cierto es que no hay uno solo que no cite la frase de las memorias íntimas de Alcalá Galiano, por lo demás fascinantes: «Era Madrid un pueblo feísimo [a comienzos del XIX], con pocos monumentos de arquitectura, con horrible caserío». O sea, Larra mejor que Galdós. La sátira, sin embargo, está bien para un rato, pero caduca antes que la empatía. No es  extraño que la modernidad se iniciara con un libro que se tituló Las flores del mal. La pregunta es: ¿El mal da flores? Si creyéramos a José María Pemán, sí: no se le ocurrió otro modo de refutar a Baudelaire que un largo poema de título sonrojante: Las flores del bien

La mayor parte de la gente se relaciona, o procuramos hacerlo, con buenas personas. Y sin embargo, en la ficción (novelas, películas, seriales) no hace uno otra cosa que seguir las peripecias de mafiosos, criminales, estafadores, gentes que engañan a sus semejantes, que maltratan a los más débiles y que no tienen escrúpulos. Más aún que la frase de Alcalá Galiano se ha citado la de Tolstoi, uno de los escritores con más fe en la redención: “Todas las familias felices se parecen, sólo las desdichadas lo son cada una a su manera”. No sé. Todas las familias felices son al mismo tiempo desdichadas, y al revés, y no hay nadie a poco cabal que sea, que no trabaje para que la suya sea de las aburridas, quiero decir de las felices. Puede que a la modernidad sólo le interese el mal como tema, intriga y ajetreo, y es evidente que los barrios sórdidos y la noche dan mejor en el cine, pero todos queremos que por la mañana se hayan llevado la basura, dejando al arte lo que no deseamos para la vida.
  
     [Publicado en el Magazine de La Vanguardia 8 de septienbre de 2019]

1 septembre 2019

Doscientos cincuenta

HA dicho Arnaldo Otegui: «Hay doscientos cincuenta presos de Eta y habrá doscientos cincuenta recibimientos». Se refería a los homenajes a los presos que van saliendo de la cárcel, a veces tras largas condenas por crímenes horribles. Muchos de esos recibimientos los acompañan de antorchas al más puro estilo Leni Riefenstahl. El dirigente justificó estas algazaras   pirotécnicas: «No estamos dispuestos a que nos digan a quién podemos recibir ni a quién podemos abrazar». 

El debate del siglo XIX sobre las penas carcelarias  no ha cesado. Su cumplimiento persigue no tanto el arrepentimiento del reo (al fin y al cabo quién puede saber lo que lleva en su cabeza un asesino, y más aún descerebrado), sino su reinserción social, esta mucho más fácil de comprobar conforme a las leyes que nos rigen a todos. Es sabido que la mayor parte de los presos de Eta no se han arrepentido de ninguno de los asesinatos que cometieron, al contrario, y que tampoco necesitan reinsertarse porque no vuelven al mundo de la ley, sino a la misma comunidad de doscientas mil personas que los alentaron para que los cometieran. Por eso regresan como héroes y no como villanos. El propio Otegui lo expuso con su proverbial  jovialidad: «Lo siento si hemos generado más dolor a las víctimas del que teníamos derecho a hacer». O sea, volverán a causarlo, si está en su mano y se dan las circunstancias. 

Al acceder al gobierno de Navarra, la socialista María Chivite, estokolmizada al fin por el mundo abertxale, susurró: «Eta ha dejado de matar ya hace ocho años». No es exactamente así. Cada vez que un preso es recibido con honores, resuena de nuevo el tiro o el estallido de la bomba y el dolor que causó se recrudece.  Pero tienen derecho a causarlo, nos dicen. El 83% de los militantes socialistas navarros han dado la razón a Chivite, doscientos mil aborígenes en el País Vasco se la dan a Otegui y quedan trescientos asesinatos sin esclarecer, o sea, sin “celebrar”. Eso es todo. ¿Qué hacer?  Acaso sólo recordar a JRJ. Le pidió su mujer que fuera a saludar a Serrano Poncela, a la sazón su jefe en la universidad de Puerto Rico y relacionado con las matanzas de Paracuellos en la guerra civil. El poeta fue tajante: «No he llegado hasta aquí para acabar dándole la mano a un asesino». Y era sólo la mano. De ir a cenar, ni siquiera hablamos.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 1 de septiembre de 2019]