FUE el amigo José Blas Vega acaso el primer librero de viejo con el que sintonizamos de verdad, allá a mediados de los años setenta en su librería de la calle Espíritu Santo. Flamencólogo y erudito, resultó además uno de los libreros más considerados con nuestra pobretería y locura. Pepe Blas no ha podido ver publicado el libro en el que su hija, María José Blas Ruiz, ha venido trabajando desde hace siete años: Aguilar. Historia de una editorial. Las dos noticias, la tristísima de la muerte de su padre, y la venturosa de la publicación de este libro se han trenzado, como a menudo quiere la vida que suceda con penas y alegrías. De Pepe Blas y de su trayectoria como librero ha hablado uno otras veces con la mayor admiración, y con no menor admiración hemos de referirnos ahora al trabajo con el que María José Blas sigue los pasos de su padre en el no siempre agradecido terreno de la erudición.
Digámoslo ya: el libro, que edita su Librería del Prado y que se vende exclusivamente en ella, es tal vez el trabajo más cuidadoso, riguroso y exhaustivo que se haya publicado en España sobre una editorial de la importancia de Aguilar, aquella a la que caracterizaron el "papel fumadero" de sus más célebres colecciones (el adjetivo fumadero es de JRJ, a quien disgustaba esa clase de papel biblia que también se emplearía en sus primeras obras completas, editadas por el propio Aguilar), el aspecto clerical de algunas de sus encuadernaciones en piel y aquellos cortes estampados con anilinas folclóricas y decorativas, con aire de balalaika. Si nos referimos a sus contenidos, Aguilar fue una editorial ejemplar. No hay duda, desde el memorable Shakespeare de Astrana hasta las encantadoras Celias de Elena Fortún, pasando por las completas de Galdós, Dickens o Stendhal, Aguilar cimentó la pasión lectora de varias generaciones de españoles e hispanoamericanos.
Así lo recoge María José Blas en su estudio. Profusamente ilustrado y editado con el mayor esmero, se nos brinda en él la historia de don Manuel Aguilar, que es en parte la de la literatura española del siglo XX, tal y como nos dice su prologuista, el también erudito, bibliófilo y poeta Luis Alberto de Cuenca. Tolle, lege, el lema que puso don Manuel Aguilar en el sello de su editorial, fueron las misteriosas palabras que oyó en su interior San Agustín ante las cartas de San Pablo que precipitaron su conversión. Y Toma y lee le diríamos ahora de este a todo el que ame los libros. Aquí encontrará la historia de una ambiciosa editorial con la que la literatura y cultura españolas no podrá saldar nunca su deuda.
Así lo recoge María José Blas en su estudio. Profusamente ilustrado y editado con el mayor esmero, se nos brinda en él la historia de don Manuel Aguilar, que es en parte la de la literatura española del siglo XX, tal y como nos dice su prologuista, el también erudito, bibliófilo y poeta Luis Alberto de Cuenca. Tolle, lege, el lema que puso don Manuel Aguilar en el sello de su editorial, fueron las misteriosas palabras que oyó en su interior San Agustín ante las cartas de San Pablo que precipitaron su conversión. Y Toma y lee le diríamos ahora de este a todo el que ame los libros. Aquí encontrará la historia de una ambiciosa editorial con la que la literatura y cultura españolas no podrá saldar nunca su deuda.
De venta exclusiva en Librería del Prado, Madrid. |
TOLLE, LEGE... ¿Hay acaso otra brújula?
RépondreSupprimerLEAR.- Vamos, más te valiera estar en la tumba que tener que afrontar este rigor de los cielos con el cuerpo desnudo.¿No es más que esto el hombre? Considerémoslo bien. Tú no le debes seda al gusano, ni a la bestia la piel, ni a la oveja la lana, ni al almizcle su perfume.¡Ah! Aquí hay tres de nosotros que están mixtificados. Tú eres el ser humano mismo. El hombre, sin las comodidades de la civilización, no es más que un pobre animal desnudo y ahorcado, como tú. (Quitándose a jirones las vestiduras.)¡Fuera, fuera prestados! Vamos, desabotonémonos aquí.
BUFÓN.- Tío, por favor, sosíégate. Es una noche de perros para nadar. Ahora un poco de fuego en este campo desierto sería semejante al corazón de un viejo libertino: una pequeña chispa, y todo lo demás del cuerpo, helado. ¡Mirad! He aquí venir un fuego errante.
WILLIAM SHAKESPEARE, "El rey Lear". Fragmento de la escena IV del acto III. Obras Completas. Aguilar. Madrid, 1961.
"He aquí venir un fuego errante". Aquel Latín: Oraciones de infinitivo con acusativo. "Fuego" acusativo, aunque no se note en castellano: 'He aquí que un fuego errante viene'.
Supprimer"Mira, tío, el fuego fatuo que llega" (traductor moderno apoyándose en que habla un bufón).
Mejor la arcaizante primera traducción. Traductor: si no traidor, bien creador. Hermoso y duro oficio.
Tomad y leed todos de él, claro que sí.
RépondreSupprimersaludos
Me han contado que el librero Riudavets está gravemente enfermo.
RépondreSupprimerEspero que no sea así. Almorzamos con él Manolo Guiller y yo la semana pasada, y se le veía estupendamente y animado. Tenía que hacerse unas pruebas, cierto, pero según él, de trámite.
RépondreSupprimerESTE ES EL PRÓLOGO
RépondreSupprimerDejaría en este libro
toda mi alma.
Este libro que ha visto
conmigo los paisajes
y vivido horas santas.
¡Qué pena de los libros
que nos llenan las manos
de rosas y de estrellas
y lentamente pasan!
¡Qué tristeza tan honda
es mirar los retablos
de dolores y penas
que un corazón levanta!
Ver pasar los espectros
de vidas que se borran,
ver al hombre desnudo
en Pegaso sin alas,
ver la vida y la muerte,
la síntesis del mundo,
que en espacios profundos
se miran y se abrazan.
Un libro de poesías
es el otoño muerto:
los versos son las hojas
negras en tierras blancas,
y la voz que los lee
es el soplo del viento
que les hunde en los pechos
-entrañables distancias-.
El poeta es un árbol
con frutos de tristeza
y con hojas marchitas
de llorar lo que ama.
El poeta es el médium
de la Naturaleza
que explica su grandeza
por medio de palabras.
El poeta comprende
todo lo incomprensible,
y a cosas que se odian,
él, amigas las llama.
Sabe que los senderos
son todos imposibles,
y por eso de noche
va por ellos en calma.
En los libros de versos,
entre rosas de sangre,
van pasando las tristes
y eternas caravanas
que hicieron al poeta
cuando llora en las tardes,
rodeado y ceñido
por los propios fantasmas.
Poesía es amargura,
miel celeste que mana
de un panal invisible
que fabrican las almas.
Poesía es lo imposible
hecho posible. Arpa
que tiene en vez de cuerdas
corazones y llamas.
Poesía es la vida
que cruzamos con ansia
esperando al que lleva
sin rumbo nuestra barca.
Libros dulces de versos
son los astros que pasan
por el silencio mudo
al reino de la Nada,
escribiendo en el cielo
sus estrofas de plata.
¡Oh, qué penas tan hondas
y nunca remediadas,
las voces dolorosas
que los poetas cantan!
Dejaría en el libro
este toda mi alma...
7 de agosto de 1918
FEDERICO GARCÍA LORCA. “Obras completas”. Poemas sueltos. Prólogo de Jorge Guillén. Epílogo de Vicente Alexandre.
Aguilar, S.A. de Ediciones; Madrid, 1966.
Es de justicia reconocer que J. Marías con su lamentable columna de hoy se ha ganado el jornal. Debería cambiar el nombre de "Zona fantasma" por el de "RCA Victor-La Voz de su amo".
RépondreSupprimerSoy muy pesado, no consigo resignarme a la idea de que un muy buen escritor acepte los domingos el papel de monaguillo a cambio de unos eurillos, sobre todo tras su reciente y dignísima renuncia a un premio más suculento. La verdad es que cuando nos ofrecen un cóctel con demagogia, retórica y unas gotas de mala leche la hemos jodido.
Esta mañana el puesto de Riudavets estaba cerrado, al igual que el domingo anterior. Es extraño.
RépondreSupprimerParece una perdida muy grande , según leí se trataba de la mayor autoridad de flamenco aunque queda el magisterio de sus obras . Por otro lado realizó un trabajo hercúleo por recuperar y generar afición ( el flamenco pasa uno de los peores momentos de su historia , no se si por razones racistas o ignorancia pura y dura ) .
RépondreSupprimerSaludos
También en Aguilar Biblia (1964), los tres tomos de Dostoyevski en “traducción directa del ruso por Cansinos Assens”.
RépondreSupprimerReciclaje. Herencia de un pasado docente en la antigua enseñanza (o tierra) media, unas páginas benefactoras y dañinas, de Fiodor, hijo de Miguel.
Tomo II (1866-1876). “Crimen y castigo” en solo dos entregas. Del loco pasaje (don Rafael pondría “paso”) de la visita del asesino a la prostituta. El sufrimiento. El hacha del hombre y el hacha de Dios. Lizaveta (‘Isabelita’), su hermana y la Biblia. La lectura terrible de la resurrección de Lázaro…
« (…) –¡No, no! ¡A ella Dios la protegerá, sí, Dios...! –repitió Sonia fuera de sí.
–Sí; pero es posible hasta que no haya Dios –replicó Raskólnikov con una suerte de maligna alegría; se echó a reír y quedóse mirándola.
La cara de Sonia cambió de repente de un modo terrible: corriéronle por ella convulsiones. Con inexpresable reproche, fijó en él la vista; quiso decir algo, pero no acertó a decir nada, y lo único que hizo fué romper en sollozos, cubriéndose la cara con las manos.
–Dice usted que Katerina Ivánovna está perdiendo el juicio; pues a usted le está pasando otro tanto –dijo, después de algún silencio.
Transcurrieron cinco minutos. Él seguía dando valsones arriba y abajo, en silencio y sin mirarla a ella. Finalmente, se le acercó. Centelleábanle las pupilas. Púsole ambas manos en los hombros y miróla rectamente a sus ojos asustados. Era la suya una mirada seca, sanguinolenta, aguda, y los labios le temblequeaban con fuerza... De pronto, agachóse rápido, y arrodillándose en el suelo, le besó los pies. Sonia, asustada, se apartó de él como de un demente. Y, con efecto [en efecto], todo el aspecto de un demente tenía.
–¿Qué hace usted, que hace usted delante de mí? –balbució ella, después de palidecer, y de pronto se le encogió dolorosamente el corazón.
Él inmediatamente levantóse.
–Yo no me he prosternado ante ti, sino ante todo el dolor humano –dijo él con tono extraño, y retiróse junto a la ventana–. Escucha –añadió volviendo a su lado al cabo de un minuto: –yo hace poco le dije a un malhablado que no valía lo que tu dedo meñique... y que yo a mi hermana le había hecho un honor al sentarla a tu lado.
–¡Ah! Pero ¿eso le dijo usted? ¿Y delante de ella? –exclamó, asustada, Sonia–. ¿Sentarse a mi lado? ¡Un honor! Pero si yo..., mire usted..., estoy deshonrada... ¡Ah, eso le dijo usted!
–No por deshonra ni pecado dije yo eso de ti, sino por tu gran sufrimiento.
(...) –¿Le rezas tú mucho a Dios, Sonia? –preguntóle.
Sonia guardaba silencio; él estaba en pie a su lado y esperaba la respuesta.
–¿Qué sería de mí sin Dios? –balbució ella; fijó en él un instante sus centelleantes ojos y, cogiéndole la mano, estrechósela fuerte entre las suyas.
“¡Vaya, eso es!”, pensó él.
–Pero ¿qué es lo que hace Dios por ti? –inquirió, llevando más adelante su experiencia.
Sonia guardó largo rato silencio, cual si no pudiera contestar. Su débil pechito temblaba de emoción.
–¡Calle usted! ¡No me pregunte! ¡Usted no es digno!... –gritó, de pronto, lanzándole una mirada adusta y colérica.
–“¡Eso es! ¡Eso es!”, repetía él, contumaz, para sus adentros.
–¡Lo hace todo! –murmuró ella rápidamente, tornando a bajar la cabeza.
Él tenía cada vez más crispados los nervios. Empezó a darle vueltas la cabeza. »
« Él tenía cada vez más crispados los nervios. Empezó a darle vueltas la cabeza.
RépondreSupprimer–¿Eras tú amiga de Lizaveta?
–Sí... Era muy buena... Venía a verme... de cuando en cuando... No podía… Las dos leíamos y... hablábamos. Ella verá a Dios.
Extrañas sonaban en los oídos de él aquellas palabras librescas; y otra vez la novedad: aquella misteriosa entrevista con Lizaveta y las dos... chifladas. “También yo acabaré así. ¡Es contagioso!”, pensó.
–¡Lee! –exclamó, de pronto, imperativo y excitado.
Sonia seguía indecisa. El corazón le daba vuelcos. No se atrevía a leerle. Casi con pena contemplaba él a aquella pobre loca.
–¿Para qué voy a leerle a usted nada? ¡Si usted no cree! –balbució en voz queda y anhelante.
–¡Lee! ¡Así lo quiero! –insistió él–. ¿No le leías a Lizaveta?
Sonia abrió el libro y buscó el paso. Sus manos le temblaban, no le salía la voz. Por dos veces empezó la lectura, y no llegó a articular claramente ni la primera palabra.
– “Estaba entonces enfermo uno llamado Lázaro, de Betania...” –profirió finalmente haciendo un esfuerzo; pero súbitamente, a las tres palabras, su voz vibró aguda y se cortó, como una cuerda demasiado tensa. Faltábale la respiración y se le encogía el pecho.
–“... Jesús le dice: ‘¿No te dije yo que si creyeras verás la gloria de Dios?’
(…) Con voz recia y solemne leía ella, temblando y transida de frío, cual si todo aquello lo hubiera visto con sus propios ojos.
–“Atadas las manos y los pies con vendas, y su rostro estaba envuelto en un sudario”. Díceles Jesús: ‘Desatadle y dejadle ir’”.
No pasó de allí su lectura, que no podía seguir, y cerrando el libro levantóse rápidamente de la silla.
–Esto es todo lo que dice de la resurrección de Lázaro –murmuró con voz cortante y dura y se quedó inmóvil, medio vuelta de espaldas, sin atreverse a alzar hasta él sus ojos, como abochornada. Aún seguía agitándola un temblor febril. La lucecilla que hacía rato empezara a consumirse en el candelero alumbraba vagamente en aquella mísera habitación a un asesino y a una prostituta, extrañamente reunidos para leer el libro eterno. Transcurrieron cinco o más minutos.
Vine a decirte una cosa –declaró, de pronto Raskólnikov con voz bronca y frunciendo el ceño; se levantó y se llegó a Sonia. Ésta, en silencio, alzó hasta él la mirada. La de él era especialmente adusta y delataba algo así como una resolución salvaje.
–Yo dejé hoy a mi familia –dijo–, a mi madre y a mi hermana. No volveré yo a su lado. He roto con ellas.
–¿Por qué? –inquirió toda asombrada Sonia. Su reciente encuentro con su madre y su hermana habíale dejado extraordinaria impresión, aunque confusa para ella misma. La noticia de la ruptura escuchóla casi con espanto.
–Yo ahora no tengo a nadie más que a ti –añadió él–. Vivamos juntos... Yo he venido a buscarte. ¡Los dos estamos malditos, pues unámonos!
Los ojos le centelleaban: “¡Parece un loco!”, pensó Sonia a su vez.
–¿Adónde ir? –preguntó ella asustada, e involuntariamente retrocedió.
–¿Lo sé yo? Sólo sé que hemos de seguir un mismo camino, eso es lo que sí sé... ¡Nada más que eso! ¡Un mismo fin!
Ella le miraba y no le comprendía. Comprendía únicamente que él era terrible, infinitamente desgraciado.
–Ninguno de ellos te comprenderá nunca si les hablas –continuó–, pero yo te comprendo. Tú me eres necesaria, por eso vine a buscarte.
–No comprendo... –balbució Sonia.
–Luego me comprenderás. ¿Acaso no has hecho tú lo mismo que yo? Tú también has infringido la norma... Has podido infringirla. Tú has levantado la mano contra ti misma, has perdido para siempre la vida... La tuya (¡es igual!). Tú pudiste haber vivido por el espíritu y la razón y has venido a parar al Mercado del Heno... Pero tú no puedes sostenerte, y si te quedas sola, acabarás perdiendo el juicio, como yo. Ya estás loca; nosotros debemos marchar juntos por el mismo camino. ¿Vamos! (...) »