23 avril 2018

Una ciudad sin argumento

Prólogo a La catedral y el niño, de Eduardo Blanco-Amor. Libros del Asteroide, Barcelona, 2018))

Hace unos años, en uno de los puestos más cochambrosos del Rastro (atendido por un viejo expresidiario que respondía entre nosotros al nombre de El Pederasta), aparecieron unas cuantas postales y cartas dirigidas al escritor y editor Fernando Baeza, hijo de Ricardo Baeza. Entre ellas una de Eduardo Blanco-Amor, que compró Juan Manuel Bonet. Es una postal de los años sesenta y en ella el escritor gallego se queja del ambiente que ha encontrado en España, adonde había regresado de Buenos Aires en 1966. Todo se le hace pequeño aquí, le cuenta a su amigo, y le anuncia que, tras arreglar unos asuntos, se sacudirá el polvo de las sandalias y saldrá de España, harto de la vida mezquina que se tropieza a todas horas. Se refiere sin duda, entre otros que desconozco, a los sinsabores que le trajo su novela Los miedos, presentada a un premio Nadal que le dejó de finalista. El escritor José María Castroviejo, carlista, también gallego, colaborador de Cunqueiro y autor él mismo de un libro precioso, El pálido visitante, la denunció ante las autoridades por pornográfica, y eso le ocasionó a Blanco-Amor problemas con la censura (y el azar, un tanto sarcástico, quiso que los libros de uno y otro, antes de conocer esta historia, estuvieran juntos en mi biblioteca). Estos problemas a los que me refiero, los había tenido antes otras veces Blanco-Amor, pero para entonces, cerca ya de sus setenta años, se ve que estaba cansado. Tenía razones para estarlo, si repasamos su vida.
Había nacido en Orense, en el año 1897 (se quitaba dos; le hacía ilusión decir que él había “nacido con el siglo”). Su padre, barbero, les abandonó por otra mujer a él, a sus dos hermanos y a su madre, florista en el mercado, cuando Eduardo tenía siete años. Al protagonista de La catedral y el niño también le abandona el suyo ( y lo saca como un tarambana). Esta novela, como otras de las llamadas novelas de formaciónnco-Amor﷽﷽iguas. Todas con su m de La Barraca, y de conocer esta historia, estal que asisten casiisas, antiguas. Todas con su m , es la historia de un abandono y el relato de la supervivencia. “Mi niñez fue triste, muy triste, en un pueblo triste: Orense”.
Como tantos gallegos (y para no entrar en quintas), muy joven aún, en 1916, emigró a Buenos Aires, donde se fue abriendo camino poco a poco hasta desembocar en el mundo del periodismo, que ya conocía de antes.
Regresó a España en 1929, hasta el 31, como corresponsal de La Nación, que lo volvió a enviar a Madrid en 1933, esta vez para dos años, hasta pocos meses antes del estallido de la guerra civil, en 1936. Si el primer viaje le permitió conocer y colaborar con los próceres galleguistas, empezando por su paisano Vicente Risco, y siguiendo por Otero Pedrayo y Castelao, del que llegará a escribir un ensayo y en cuya revista Nos empezó a colaborar entonces, la segunda estancia le permitió trabar amistades fundamentales en su vida, como la que mantuvo con García Lorca, a quien animó a escribir los seis poemas gallegos, dedicados a un muchacho gallego de La Barraca, que prologó, y de cuya edición se ocupó el propio Blanco-Amor.
La guerra le sorprendió en Buenos Aires, y se puso de inmediato a las órdenes de las autoridades consulares republicanas, que lo emplearon en diversos trabajos de agitación y propaganda. Pese a ello, y a diferencia de otros gallegos que llegarían al poco tiempo, Blanco-Amor, o su amigo el pintor Luis Seoane, emigrante y tan netamente republicano como él, siguieron teniendo siempre más la consideración de emigrantes que la de exilados.  En cierta ocasia nativitateue los gallegos son barrocos "as te no es autobiogrmonias, Blanco-Amor rememora escenas y pinturas de su niñez provión se definió como un “emigrante de tercera y autodidacta”. Pero no había duda: “Yo me siento rojo hasta las cachas”, dirá en 1977.
En el tiempo del exilio Blanco-Amor se sumó al grupo de exiliados gallegos de Carlos Maside y Rafael Dieste. La labor editorial que hicieron allí fue extraordinaria, las colecciones poéticas (Dorna, A Terra) y las revistas que trataban de mantener unida a la emigración (dirigió Céltica y Galicia, esta con cubiertas espectaculares de Seoane) son un hito en el trabajo misionero que ejercieron entre el elemento emigrado (Buenos Aires: 400.000 gallegos, más que ninguna ciudad gallega), al modo del que Dieste había realizado con las Misiones Pedagógicas. Todas estas publicaciones tienen un aire secreto, de otro mundo, tranquilo y silencioso, como suele ser habitual en los gallegos.
Cuando Blanco-Amor regresó a España en 1966 tenía casi setenta años. Ya había tenido lugar el episodio de Los miedos. No sé de dónde se ha sacado la gente (en internet lo repiten muchos) que le dieron el Premio Nacional de Literatura por esa novela. No. La postal del Rastro no es la que escribe un hombre al que agasajan y respetan, sino la de alguien que ha llegado a la vejez y se encuentra solo, sin tener dónde ir.
Blanco-Amor sobrevivió esos años del tardofranquismo como pudo, modestamente, llevando una vida descolorida, viviendo de sus colaboraciones periodísticas y una pensión mísera que se había traído de Argentina que lo tuvo al borde de la desnutrición (lo remedió la Fundación Barrié de la Maza en 1976 con otra vitalicia y decorosa), aunque algunas de sus obras, como La parranda, habían tenido un gran éxito (Gonzalo Suárez la llevaría al cine en 1977). El propio Blanco-Amor, y muchos estudiosos, hicieron responsables de aquella vida difícil al Régimen, lo que seguramente era cierto, pero también lo es que el Régimen no hizo mucho más por escritores “suyos” como Cunqueiro, Torrente Ballester, Otero Pedrayo, Eugenio Montes o el gran Vicente Risco. Las vidas de todos ellos eran poco más o menos igual de grises y de arrastradas y el número de libros vendidos allá se andaban los de unos y otros, los ganadores y los perdedores de la guerra. Ha dicho uno otras veces que los escritores que ganaron la guerra perdieron los manuales de literatura. Eso rige para el resto de España. En Galicia en esos años en asuntos literarios no ganó nadie.
La muerte de Franco prendió en Blanco-Amor la ilusión de la regeneración civil y aún se le pudo ver en algún mitin, acompañado de Rafael Alberti (otro de los amigos bonaerenses), denunciando el caciquismo. Empezó a publicar artículos en El País. Los recuerdo. Tenían todos unas gotas de humor galaico, pero eran también los de un hombre, como los de Cunqueiro, que va de retirada. Murieron casi a la vez, con un año de diferencia. En el primero de aquellos artículos de Blanco-Amor denunciaba precisamente el caciquismo gallego de siempre, encastado con el falangismo que había sufrido España aquellos últimos cuarenta años.
Murió de un ataque cardiaco en 1979, a la edad de ochentaidós años, y la necrológica de su propio periódico está llena de errores biográficos y bibliográficos y confusiones de bulto, lo que nos indica que era un hombre del que incluso en vida suya se sabía poco (y del que acaso se tenía también poco interés en saber más). Las necrológicas de otros periódicos, buscadas ahora en internet, no son más fiables. En ninguna de esas notas biográficas, como tampoco en Wikipedia, aparece su condición homosexual (“sexos intermedios”, dijo alguna vez, con su sentido del humor), pero ese dato acaso ayude a comprender la hipersestesia y orfandad del protagonista de La catedral del niño, criado y educado entre mujeres, cercana a Proust o, entre nosotros, a Juan Gil-Albert. Digamos, por último, que Blanco-Amor escribió en gallego y en castellano, dependiendo no sé de qué (él tampoco lo aclaró mucho). Algunas de sus obras las tradujo él mismo del gallego al castellano, como A esmorga (La parranda).
Vayamos ya a la novela. En un artículo que rememoraba unas largas vacaciones en Montevideo, “mis días más entrañables  y «logrados»”, añadía: “escribí allí casi toda mi poesía, cinco libros, en las dos lenguas que maltrato. Y allí también fue mi estreno en la novela: La catedral y el niño, ahora aquí reeditada, con sus casi cuatrocientas páginas para que la cantidad supliese a la calidad”.
Era el tono de su autor. Años antes, en el prólogo a la tercera edición, primera española, 1977 (la primera fue, en Buenos Aires, en 1948; hoy una rareza bibliográfica), escribió: “Lo que voy a poner aquí no es para que se me perdone el haber escrito semejante mamotreto”.
Cualquiera podrá descubrir en ese “las lenguas que maltrato” y en eso de que “la cantidad supliese a la calidad”  y en lo de “mamotreto” un par de rasgos de la personalidad de Blanco-Amor como persona y como escritor. Desde luego el humor, o si se quiere decir en gallego, la retranca. Pero también la orfandad de alguien que no está seguro de nada, de alguien que se ve a sí mismo de paso incluso en las lenguas que habla y en las novelas que escribe. Alguien que sale a escena pidiendo la benevolencia de los lectores.
En el prólogo aludido cuenta la génesis de esta novela. Le ofrecen a su autor en Buenos Aires un banquete a finales de los años cuarenta. Asisten a él casi mil personas, entre ellas muchos de la emigración y otros del exilio, entre estos los Alberti, los Casona, el doctor del Río Hortega, Margarita Xirgu, Seoane y Dieste, y acaso “el querido gran poeta y amigo Juan Gil-Albert”. No lo recuerda bien. Al responder en su discurso a Alejandro Casona, maestro de ceremonias, Blanco-Amor rememora escenas y recuerdos de su niñez provinciana en la siempre soñada y añorada Orense (“siempre tuve la maleta debajo de la cama, para el regreso”). Encandila a los oyentes.
Al día siguiente del banquete Casona le anima a que pase a novela todo aquello.
Blanco-Amor no había escrito nunca una novela, tenía cincuenta años y no sabía cómo hacerla. Sabía contar historias ((Blanco-Amor, como tantos gallegos, Cunqueiro, Torrente, Carlos Casares, tuvo el don de saber contar de viva voz), pero jamás las había escrito. Casona le anima: “Ayer lo dijiste: una catedral como juguete indestructible y enigmático”.
Empezó a escribirla y lo hizo durante tres años, en Uruguay. Se fueron sucediendo las estampas, amontonándose los recuerdos. Habla Blanco-Amor de “documento”. La novela tiene mucho de ello. Y para evitar falsas atribuciones, asegura que no es autobiográfica exactamente, que él narrando es el niño, el padre, la madre, las tías. Ya. Cambió, desde luego, el ambiente: la familia de la novela, aunque venida a menos, es linajuda, al contrario que la suya. Es una de las cosas que le deben muchos a Proust (a Gil-Albert, por ejemplo), los ha redimido de su pasado por otro hecho a medida de sus ensoñaciones aristocráticas.
La catedral y el niño es una novela, decíamos, de formación, lo que los profesores llaman con palabra alemana bildungsroman, y además de Proust, Blanco-Amor parece tener presente a Mann (Los Buddenbrook) y a Eça de Queiroz (Los Maia).
Transcurre en su ciudad nativa, Ourense, que él en esta novela y otras transformó en Auria (como en Clarín Vetusta, aunque Blanco-Amor confesó que al escribir La catedral y el niño no había leído aún La Regenta).
No deja de tener su punto de ironía (gallega, por supuesto) que una de las ciudades más sombrías, provincianas y melancólicas (y bonitas también que era un escritor mñas y dem,santas compañas y dem,sta las fuentes romemperie se llena de murgo y de verdicia lluve mucho, y) de toda Galicia (lo cual es apuntar muy alto) sea una cuyo nombre hace referencia al oro. Y, dentro de lo que cabe, esta novela de Blanco-Amor es dorada toda ella, porque es una novela barroca, y el barroco tiende a lo litúrgico, las candilejas doradas, los bordados, la orfebrería y todo eso. Aunque en esto del barroco de Blanco-Amor hay que soltar mucho hilo a la cometa.
“El barroquismo es la forma congénita de la expresión gallega”, dirá, y sostiene que los gallegos son barrocos “a nativitate” y todo cuanto hacen, desde la torre Berenguela de Santiago a feriar una res, les sale barroco. Es verdad. Pero el barroco gallego es especial.
Lo gallego es siempre especial, se va fuera de los cánones. El barroco gallego, al estar tallado en granito, sigue siendo un poco románico. El granito es una piedra humilde, que se deja tallar mal y se presta poco al detalle y la filigrana. En el granito los parecidos son todos a ojo de buen cubero y a cierta distancia no sabe uno si lo que lleva Nuestra Señora en la mano, en la fachada de la iglesia, es una rana o una azucena. El barroco romano, por el contrario, en duro mármol blanco, nos muestra detalles sutiles, incluso comprometedores (en el rostro de Santa Teresa de Bernini, por ejemplo). Por si fuera poco, en Galicia llueve mucho, y si a algo se le dan muchas facilidades allí es al musgo y al verdín. Las estatuas, las fachadas, los cruceros, todo lo que se deje a la intemperie del puerto de Manzaneda en adelante se llena de musgo y de verdín a los cinco minutos, contribuyendo con ello a que el barroco gallego tenga que ver definitivamente más con el románico que con cualquier otro estilo, incluido el propio barroco.
En literatura sucede algo parecido. Blanco-Amor, en el susodicho prólogo, teoriza sobre el barroco de su novela y sus “apelmazamientos, ringorrangos y arrequives”. No tiene demasiado interés, son teorizaciones de autodidacta, justificaciones una vez más. Lo cierto es que el escultor de granito tiene más de cantero que de artista. Blanco-Amor se llama a sí mismo artesano.
Acaso hayas oído hablar de un escritor llamado Valle-Inclán. Me dirijo al lector de este prólogo, que no tiene por qué conocerlo. Valle-Inclán sí era un escritor barroco, él sí era un escritor más que litúrgico arzobispal, aunque fuera sólo de misas negras, aparecidos, santas compañas y demás. Se ha dicho que después de Valle-Inclán todos los novelistas gallegos le debieron un poco: Cela, Torrente Ballester, Dieste, Blanco-Amor, Fole, Cunqueiro, Castroviejo… No estoy de acuerdo, en unos casos sí y en otros no, pero estos distingos literarios no llevan a ninguna parte.
La catedral del mar es barroca, desde luego, pero no se parece en nada a Valle. En la novela de Blanco-Amor los personajes hablan como los orensanos de principios del siglo XX (ese de transcribir el habla de entonces fue una preocupación suya). En las novelas de Valle-Inclán los personajes hablan todos como Valle-Inclán, lo mismo el gañán que el señor del pazo. Y en todo caso Blanco-Amor, al que se le ve siempre con una preocupación estilística, si algo quiere es que se le note cuanto menos el estilo. No renuncia a él, pero no se recrea en ese atavismo galaico.
Orense, la Auria de Blanco-Amor, en los tiempos en que transcurre la novela, era una ciudad de quince mil habitantes: una catedral, una Audiencia, mucho clero, militares, el agro metido por todos los rincones, fuerzas vivas, gentes de orden y un puñado de liberales para dar colorido. Está todo visto y contado por un niño. El niño, más o menos enmadrado, como el Marcel de la Recherche, es sensible a las puestas en escena, vestuarios y decorados. Es también un niño, como el de Proust, puntilloso, y la presencia de la catedral, a dos pasos de su casa, le resulta imponente, amenazante, misteriosa, como insoslayable era para Marcel la vida social. En Orense y en los burgos levíticos españoles el faubourg era la catedral. La catedral es también aquí algo simbólico (su autor, monaguillo y del coro de la catedral, es anticlerical como se puede ser anticlerical en Galicia, donde el que más o el que menos tiene un tío cura).
Aparecen al principio historias como tantas, costumbrismo. Tíos, tías, historias de criadas, pazos y claro, ruinas y calaveras (reales y en sentido figurado). Unos doscientos personajes. Todo tiene un ritmo. Parece que no sucede nada. Al principio creemos que son sólo palabras, palabras raras, precisas, antiguas. Frases castizas, populares, vivísimas. Todas con su música especial. No nos damos cuenta y ya estamos prendidos del anzuelo. Como el bordón de una gaita, y viene luego la melodía: los hechos precisos, todo lo que el niño no se ha atrevido a contar de su vida, lo contará por Blanco-Amor en esta novela.
Se ha dicho que la patria de un niño es la infancia (Rilke). Gaya sostenía que lo mejor del hombre es su madurez. Acaso se pudiera hacer un a síntesis diciendo que lo mejor de cualquier vida es su niñez, revivida por el hombre maduro. Y es lo que hizo Blanco-Amor aquí, un niño injertado en hombre maduro, o al revés, recuerda una ciudad que no tenía argumento, y él se lo dio. Cuando nos vamos de Ourense, de Auria, la ciudad vuelve a ser, como reconoce uno de los personajes de esta novela, una ciudad sin argumento. El argumento es siempre la novela, el contar. Como Serezade. Y la ciudad también, si está en un libro como este.

                Madrid, 10 de enero de 2018








12 commentaires:

  1. En los años 30 del pasado siglo, con ocasión de discutirse sobre la ampliación del voto a las mujeres, se produjo una discrepancia entre dos políticas con ideas avanzadas para su época. Ambas consideraban que lógicamente las mujeres debían poder votar, pero, mientras Clara Campoamor defendía el inmediato reconocimiento de ese derecho, Victoria Kent sostenía que debería retrasarse, ya que, al ser gran parte de las mujeres amas de casas sin formación, el voto femenino favorecería a las opciones más conservadoras. Ante ello, Clara Campoamor enfatizó que era una cuestión de principio: las mujeres debían poder votar YA, INMEDIATAMENTE, con independencia de cualquier otra consideración.

    Algo parecido sucede ahora en el caso de la presidencia de la Comunidad de Madrid. Cristina Cifuentes debe dejar de ser presidenta de Madrid porque ha demostrado no estar a la altura ética y de honestidad exigible a un cargo de esa naturaleza. Se ha aprovechado de su relevancia política para obtener una titulación universitaria sin cursar los correspondientes estudios, y además ha mentido públicamente en relación con la defensa académica del máster y con la confección del trabajo final.

     Una persona así no puede ser más tiempo presidenta de la Comunidad de Madrid.

     El Partido Popular (que en su día ganó las elecciones) debe propiciar el inmediato nombramiento de otra persona, honesta y limpia.

     Y si no lo hace, Ciudadanos debe apoyar la moción de censura para la remoción de Cristina Cifuentes.

     Podrán ponerse muchas objeciones de oportunidad o electoralismo, con riesgo de aparecer Ciudadanos como tándem con PSOE-Podemos. Esto puede perjudicarle electoralmente a Ciudadanos, pero aun así Ciudadanos debe, en caso necesario, apoyar la moción de censura. Por lo mismo que Clara Campoamor defendió el inmediato reconocimiento del voto femenino: por una CUESTION DE PRINCIPIO.

     (Si estás de acuerdo, PÁSALO)​

    RépondreSupprimer
  2. ¿Y que tiene que ver el comentario del Sr. Anónimo con el precioso prólogo del Sr. Trapiello al libro de Blanco Amor?. ¡ Santo Dios ! . Es mezclar churras con merinas.
    Comprendo que el Sr. Anónimo se sulfure, pero debería usar otro foro para manifestar su protesta.
    Algunas veces el creador de este blog ha manifestado sus simpatías por determinadas opciones o personas políticas. Ejerce su derecho.Si otros, sin venir a cuento, utilizamos sus páginas para hacer propaganda política no me parece correcto.

    RépondreSupprimer
  3. Me parece infame que inserte usted este comentario en el blog del pedante García Martín y ahora lo haga aqui con absoluta desfachatez

    RépondreSupprimer
    Réponses
    1. No comparto en absoluto su opinión. A mí Martín me parece un excelente y ameno crítico y escritor.

      Supprimer
  4. Jose Fuentes Miranda24 avril 2018 à 16:31

    En España, actualmente, tenemos una izquierda que se contempla demasiado el ombligo y mira a todo el mundo por encima del hombro, olvidando totalmente que su finalidad principal sería la de mejorar la vida de todos los ciudadanos y no la simple postura testimonial y sectaria de “amigos de los pobres”. Todo consiste, para esa izquierda, en cambiar los nombres de las calles, proponer una España rota, echar pestes del capitalismo salvaje, sin aportar soluciones prácticas a los “desheredados de la tierra”; hablar de la corrupción ajena, pero no de la propia, admirar a los dictadores más impresentables, Maduro o Castro, o a los separatistas de Gerona, y así sucesivamente. Muchos estamos de acuerdo con el resumen que hace Félix de Azua: “La nuestra es la izquierda más fotogénica del continente, pero también la más cortita”.
    José Fuentes Miranda, Badajoz.

    RépondreSupprimer
  5. Algunas ciudades tienen el privilegio de quedar fijadas para la memoria en algún libro. De los dos sustantivos que, a mi juicio, han quedado de la España de mi generación, me olvido ahora del idiota del noreste para citar aquí al otro que, además del común humor que hace soportable la lectura y la vida, añade también el miedo y la tristeza de protagonistas. Y, para encontrar veraces complicidades ancestrales, el párrafo que me gusta citar se conecta hacia el origen con un poema de nuestra generación abuela.

    La cita:
    "Yo miraba aquel paisaje castellano, blanco de escarcha y de barbechos calcinados. Iba adormecido por el traqueteo del tren, abismado en consideraciones estancadas, heladas también, como las tristes charcas que se veían al borde de la vía. Viajaba solo en el compartimiento y no vi a nadie durante el trayecto, de dos horas, ni siquiera al revisor que pica los billetes." (A.T.)

    Y el poema:
    "Llegarás por los calveros
    que se ven por la ventana,
    señora blanca y lejana
    de todos los caballeros.

    Llegarás por los calveros
    para llevarme a deshora,
    blanca y última señora
    de todos los caballeros.

    Llegarás por los calveros,
    calveros de mi encinal,
    muerte, señora inmortal
    de todos los caballeros."
    (R.S.M.)

    RépondreSupprimer
  6. Jose Fuentes Miranda26 avril 2018 à 22:08

    Actualmente ni se habla de liberalismo ni se concibe "ser liberal". El liberalismo, que tiene un claro origen español, en la actividad política del siglo XIX, es ante todo tolerancia, moderación y respeto a las ideas de los demás; tiene que ser, sobre todo, una forma de vida, basada en la generosidad y la comprensión hacia el ser humano, con sus virtudes y sus miserias. Marañón, un español íntegro y sabio, dejó dicho: "Ningún liberal ha dejado de serlo jamás aunque haya cambiado de ideas políticas, porque el ser liberal no es una política, sino un modo de ser".

    En la sociedad española de hoy privan las ideologías basadas en los extremos, encastilladas y férreas, mientras el auténtico liberalismo ha pasado a los libros de historia como patrimonio de grandes españoles, que se lo llevaron a la tumba.
    José Fuentes Miranda, Badajoz.

    RépondreSupprimer
    Réponses
    1. Fuentes, monopoliza udtef con tanto ardor e intensidad este blog que se diría que lo utiliza como terapia personal. Qué barbaridad, ni un fan de Karina

      Supprimer
    2. Ce commentaire a été supprimé par l'auteur.

      Supprimer
    3. De grandes españoles y, ‘avant la lettre’, de un puñado de imprescindibles ilustrados escoceses.

      Supprimer
  7. Lo veo un personaje entrañable. Gracias por hablar de él.

    RépondreSupprimer
  8. Jose Fuentes Miranda28 avril 2018 à 14:07

    El anonimo que deje de serlo. A mucha honra, soy un ferviente admirador de Trapiello.

    RépondreSupprimer