25 août 2014

El tictac de las estrellas


SIN menoscabo de lo que diga la ciencia, no cree uno que las noches de agosto sean más estrelladas que otras. Nos lo parecen, acaso, porque el buen tiempo nos permite disfrutarlas al aire libre tranquilamente, embebecidos, cautivos, diríamos, del temblor firme, lejano y frío de las estrellas. A la mayor parte de ellas, fuera de la Osa Mayor, la Polar, que los navegantes llaman Norte, y alguna otra, ni siquiera podríamos llamarlas por su nombre. Da igual. Aunque  las hayamos visto mil veces, invariables y seguras, nos sigue sobrecogiendo esa belleza que nos llega con su semilla dentro: Y esta armonía, ¿a qué obedece?

Sabemos por la ciencia que la luz que recibimos de algunas de ellas procede ya de astros muertos, errantes y sombríos, pero no hacemos tampoco distingos entre ellas, y las tomamos a todas por interlocutoras. Nos decimos: en aquella, tal vez, un ser vivo e inteligente piensa en nosotros como pensamos en él. No habla en nosotros la superchería, el temor o la fe, sino la teoría de probabilidades, que nos asegura que hay unos cientos de miles de lugares en el universo en los que pudieran darse condiciones de vida semejantes a las de la Tierra. Y llegados a este punto, el de los números, a todos empieza a volteársenos la cabeza tratando de computar unidades: número de astros, de sistemas, de constelaciones; distancias en unidades de luz; masa, energía, fuerzas... Al rato de fatigar la matemática celeste llegamos a la misma conclusión que el asombrado e ingenuo hombre de las cavernas: ¿dilucidaremos algún día tal jeroglífico? No se refiere uno, claro, a la ciencia. La ciencia siempre dirá sus cosas, nunca ha dejado de hacerlo, pero ¿nos traerá un poco de sosiego a quienes apenas somos  granitos de sílice en un reloj de arena? 

Decía Keats que el poeta es aquel a quien le llega articulado el rugir de un tigre. Podríamos decir algo parecido también del pautado tictac de las estrellas. En nuestro idioma hay sesenta mil palabras. ¿Qué son comparadas con millones de astros, vivos, muertos, nacientes? Si por lo menos una sola de estas palabras titilara en el papel, nos decimos, ni siquiera echaríamos de menos las palabras y el papel... Cada año se repite el rito de disfrutar de estas noches estrelladas, cada año nos recuerdan la pequeñez del mundo y sus afanes, cada año pedimos a una estrella fugaz  volver a estar juntos otro años más bajo el manto hospitalario de su misterio.
   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 24 de agosto de 2014]

18 août 2014

No habrá perdón

SE publicó por los días del Tour de Francia, y parecía otra cosa: alguien risueño, feliz, levanta los brazos y aprieta los puños. Como si cruzara la meta. Su aspecto, no obstante, tiene poco de esportivo: calvo, fondón, de unos sesenta años y un  gran mostacho, abultado y anacrónico. Le hace parecerse mucho a Joseph Pujol, conocido como  El Pedómano, intérprete en el XIX con sus trepidaciones de  Au clair de la lune y otras piezas de repertorio. No obstante, su nombre a pie de foto, José Lorenzo Ayestaran Legorburu, alias el Fanecas, habla de alguien que va ser juzgado en unos minutos y no precisamente por ventosidades recreativas.

Hay crónicas periodísticas (la de Natalia Junquera en El País), que valen su peso en oro: “Un cura, Ismael Arrieta, señaló la hora y el lugar. Y, siguiendo sus instrucciones, un comando etarra asesinó el 4 de octubre de 1980 en Salvatierra (Álava) a tres motoristas de la Guardia Civil que iban a regular el tránsito de una carrera ciclista: José Luis Vázquez, Avelino Palma y Angel Prado”. 34 años después la Audiencia Nacional ha juzgado a uno de aquellos asesinos, el tal Fanecas, quien tras beneficiarse de la amnistía de 1977, se ganó la vida como pistolero de la banda a la que se jacta de pertenecer aún. Después huyó a Venezuela. Todavía en 2008 impartía allí cursos de tiro y explosivos a terroristas. El gobierno de Hugo Chávez le ofreció a él y a otros etarras en 2006 la nacionalidad venezolana para burlar la extradición. Ellos preguntaron: “¿Podréis?”. Chávez, gran corazón, fue categórico: “Podemos”. No pudo. Por entonces al Fanecas le entró el gusanillo de la sangre, volvió a Francia y allí le echaron el guante en 2010. Aquel 4 de octubre el Fanecas asesinó a Palma; Félix Alberto López, el Mobutu, a Prado; y José Manuel Aristimuño, el Pana, a José Luis López, a quien en primera instancia hirió en un brazo. Trató este de escapar. En el magnífico relato de Santiago González, se cuenta lo que pasó luego: Tras herirlo, «intervino el buen pueblo de Salvatierra que alertó a los asesinos: “¡hay uno con vida!”. Aristimuño lo descubrió debajo de un coche y lo remató». 

Con el Fanecas hay en prisión quinientos asesinos más esperando la amnistía y el aurrescu, y es posible que las víctimas puedan incluso un día perdonar, pero la  sonrisa del Fanecas en esa foto, la mueca con la que trata de burlarse de ellas 34 años después, celebrando su hombrada, la que ha quedado fijada para siempre en el papel, esa jamás hallará perdón.
   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 17 de agosto de 2014]


11 août 2014

Como fantasmas

EL primero en desaparecer fue un pequeño taller donde se reparaba el calzado. Las zapaterías de viejo eran bonitas. Los zapateros remendones, mal pagados y con una vida triste y oscura,  eran  jacobinos por tradición. No debía de ser el caso de los dos a los que me refiero, abiertamente de derechas en atención al barrio donde llevaban desde 1939, Año de la Victoria. Sus sólidos principios franquistas no les sirvieron de mucho, y cerraron cuando la parroquia prefirió los zapatos nuevos a reparar los viejos.

A la zapatería siguió una lechería. Olía a suero y leche agria. Creo que todavía tenían un par de vacas en la parte de atrás, porque con el de la leche agria se trenzaba ese olor “a establo y madre” del que habló el poeta. Vino después la panadería. El panadero, que trabajó hasta sus 90, contaba muy orgulloso que en ochenta años, los de la guerra civil incluidos, no había cerrado su comercio más que dos días, el de su boda y el del entierro de su señora. Por entonces desaparecieron también una alpargatería, donde además se vendían manufacturas de esparto, fuelles y cestos, un carbonero, un botero, un almacén con toda clase de semillas al detalle o al por mayor, un carpintero de batalla y otro fino, dos ortopedias, una tienda de abalorios y azabaches (en el barrio abundaba la farándula), una bodega que expendía vinos, moscateles y vinagre a granel, una imprenta, varios relojeros. Quedan un guitarrero, un encuadernador, una herborista, un guarnicionero, todos viejos. 

Hace unos minutos se ha encontrado uno el cartel de cerrado en la modesta tienda de ultramarinos donde hemos comprado durante estos últimos treintaicinco años. Aunque fuese cosa temida y anunciada, ha vuelto uno apesarado a casa. Existía el distinguido establecimiento de comestibles finos desde los años veinte del siglo pasado. En el camino me he encontrado a un vecino a quien he expuesto presa del mayor abatimiento el caso terrible. Para consolarme ha recordado que hace cinco o seis años ha abierto aquí al  lado la que está considerada como una de las cinco mejores tiendas del mundo especializada en quesos. No es ningún consuelo, le he dicho. Ya a solas, me pregunto como Villon: Où sont les neiges d’antan? ¿Qué se ha hecho de aquel mundo de entramados de vecindad, pausas y afectos? Apenas recocemos este barrio viejo ni la ciudad. Probablemente nadie nos reconozca tampoco a nosotros, y estemos ya vagando por sus calles como fantasmas.
   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 10 de agosto de 2014]

4 août 2014

¡Silencio! Se rueda

FRENTE al avión, el tren jamás ha perdido su encanto.  Estuvo a punto de hacerlo, entre los años sesenta del pasado siglo y fechas muy recientes, pero ha logrado sobrevivir y unirnos con lo mejor del pasado. La experiencia de viajar en avión se ha convertido, por el contrario, en una de las más desagradables, desquiciantes y aterradoras que podamos sufrir: desprecio y maltrato indiscriminado en todos los puntos del trayecto, aeropuertos y aeronaves, aturdimiento y tedio en las esperas, incertidumbre en las salidas, extenuación en las llegadas y, en fin, las angosturas y claustrofobias propias de un espacio exiguo y cerrado que no ayuda a disipar el temor de que en cualquier momento del vuelo nuestros cuerpos quedarán diseminados en un secarral humeante o flotando en medio del océano entre maletas y trozos de fuselaje.

Al contrario que sucede en el avión, en el tren no hay esperas ni por lo general demoras, puede uno estirar las piernas, pensar, leer, contemplar los infinitos paisajes de la ventanilla, soñar, dormir, conversar con los viajeros... Cuántas confidencias no habremos oído y cuántas no le habremos hecho a un desconocido en un tren...

Todo este armónico sistema de viaje quedó seriamente dañado con el auge del automóvil. Empezó a creerse que viajar en tren era de pobres. Para negar tal cosa llenaron los trenes de “lujos”, hilo musical, cafeterías, vídeos. La monotonía ferroviaria empezó a quebrarse, y quedó definitivamente rota con la irrupción de los teléfonos móviles. Hace años y tras un viaje de pesadilla al lado de alguien que había convertido el vagón en su oficina, pidió uno en esta misma página algo que ya existía en otras partes civilizadas de Europa: sólo tren y salmódico traqueteo, sin ruido, chácharas ni móviles... El Ave acaba de incluir en todos sus trenes uno de estos vagones. Incluso con alguna extralimitación: prohíben en ellos la entrada a menores de 14 años. No sé. A esa edad es cuando más se necesita un poco de silencio. En todo caso, gracias. Cierto que resulta inquietante el anuncio de que el precio  del billete de estos vagones será el mismo que el de los otros, porque eso suele querer decir que más pronto que tarde lo subirán, para hacer bueno el principio según el cual lo mejor ha de ser más caro, aunque, como el silencio, salga gratis. Sea lo que sea, este es un gran día en nuestra vida.  ¡Silencio!, se rueda, podríamos decir. 
   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 3 de agosto de 2014]