1 septembre 2019

Doscientos cincuenta

HA dicho Arnaldo Otegui: «Hay doscientos cincuenta presos de Eta y habrá doscientos cincuenta recibimientos». Se refería a los homenajes a los presos que van saliendo de la cárcel, a veces tras largas condenas por crímenes horribles. Muchos de esos recibimientos los acompañan de antorchas al más puro estilo Leni Riefenstahl. El dirigente justificó estas algazaras   pirotécnicas: «No estamos dispuestos a que nos digan a quién podemos recibir ni a quién podemos abrazar». 

El debate del siglo XIX sobre las penas carcelarias  no ha cesado. Su cumplimiento persigue no tanto el arrepentimiento del reo (al fin y al cabo quién puede saber lo que lleva en su cabeza un asesino, y más aún descerebrado), sino su reinserción social, esta mucho más fácil de comprobar conforme a las leyes que nos rigen a todos. Es sabido que la mayor parte de los presos de Eta no se han arrepentido de ninguno de los asesinatos que cometieron, al contrario, y que tampoco necesitan reinsertarse porque no vuelven al mundo de la ley, sino a la misma comunidad de doscientas mil personas que los alentaron para que los cometieran. Por eso regresan como héroes y no como villanos. El propio Otegui lo expuso con su proverbial  jovialidad: «Lo siento si hemos generado más dolor a las víctimas del que teníamos derecho a hacer». O sea, volverán a causarlo, si está en su mano y se dan las circunstancias. 

Al acceder al gobierno de Navarra, la socialista María Chivite, estokolmizada al fin por el mundo abertxale, susurró: «Eta ha dejado de matar ya hace ocho años». No es exactamente así. Cada vez que un preso es recibido con honores, resuena de nuevo el tiro o el estallido de la bomba y el dolor que causó se recrudece.  Pero tienen derecho a causarlo, nos dicen. El 83% de los militantes socialistas navarros han dado la razón a Chivite, doscientos mil aborígenes en el País Vasco se la dan a Otegui y quedan trescientos asesinatos sin esclarecer, o sea, sin “celebrar”. Eso es todo. ¿Qué hacer?  Acaso sólo recordar a JRJ. Le pidió su mujer que fuera a saludar a Serrano Poncela, a la sazón su jefe en la universidad de Puerto Rico y relacionado con las matanzas de Paracuellos en la guerra civil. El poeta fue tajante: «No he llegado hasta aquí para acabar dándole la mano a un asesino». Y era sólo la mano. De ir a cenar, ni siquiera hablamos.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 1 de septiembre de 2019]

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