ESTAS son unas cuantas consideraciones de urgencia, como todo lo que nos está sucediendo estos días.
Lo del Rastro es bastante raro, porque aunque aquello, en la mañana de los domingos, es una extensa necrópolis, la gente está siempre del mejor humor, los que venden y los que compran. Un ejemplo: la mayor parte de las cosas que llegan allí proceden de muertos más o menos recientes, de los que nadie sabe en qué condiciones higiénicas vivían y murieron, pero eso no les impide a los rastreros ir al bar de al lado y, sin pasar las manos por el agua, tomarse unos churros antes de proseguir con el trasiego de las piltrafas.
Es cierto que al Rastro se va ver, pero se acaba toncando. No se sabe cómo, pero las cosas en el Rastro parece que si no se tocan, no son del todo fiables, y como la gente cree que el Rastro es el reino del engaño y del timo, todos acabamos manoseando los objetos (libros, cacharros, ropas), y mirándolos por todas partes, igual que los merchanes los dientes a las caballerías.
Se desconoce en qué momento del siglo XVII o XVIII se empezaron a vender cosas viejas en el Rastro, pero ya podemos decir que el 15 de marzo de 2020 será el primer domingo en su historia que dejará de hacerlo. Ni durante la guerra civil había sucedido una cosa así. En los tres años de guerra el barrio sufrió algunos bombardeos, y el mercadeo languideció pero no se interrumpió. La feria de entonces y la de ahora no se parecen. El Rastro de entonces era diario, y el de ahora es sólo los domingos. Hace ochenta años se vendían allí trastos viejos, chatarra y trapos, pero también pajaritos (vivos y fritos), caracoles, mascotas y un gran número de comestibles a cargo de verduleras, tenderas y mondongueras. Algunas de estas últimas preparaban al aire libre, en unos anafes, las famosas gallinejas, tripas de cordero fritas en la grasa del animal. La venta ambulante de bocadillos, bebidas y comestibles, y el tráfico de animales se prohibieron por razones de higiene hace treinta o cuarenta años ya, y todo lo que ha quedado ahora es un género seco.
De no haberlo prohibido las autoridades, este domingo hubiera habido Rastro. No les quepa duda. No habla uno, claro, en nombre de todos los que lo frecuentamos, pero estoy convencido de que sin esta acertada suspensión, el domingo se habría llenado aquello como cualquier otro domingo, porque la mayor parte de los rastreros netos han llegado a creer, a fuerza de rozarse con los muertos, sus despojos y los virus, que están inmunizados. ¿De dónde procede esa susperstición? Yo no lo sé. Quizá de su falta de fe en casi todo y de su relativismo. A fuerza de fatalidades han acabado además filósofos: saben que la suspensión les beneficia: el género que venden va a criar un poco más de pátina, de solera, buenas para su negocio.
El domingo por la mañana el Rastro estará como cualquier otro día de la semana, vacío, espectral, espectral. Calles en pendiente solitarias, plazas desiertas, viejas almonedas cerradas. Es un barrio que sólo tiene vida esas pocas horas del domingo. En el Campillo del Mundo Nuevo campeará el humero de la antigua fábrica del Gas y en los arbolejos de la Ribera de Curtidores apuntarán los primeros botones de la primavera. Incluso cerrado, el Rastro seguirá abierto a su manera.
[Publicado en El País el 15 de marzo de 2020]
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