23 avril 2015

El fractal de don Quijote en Barcelona

Siempre ha llamado mucho la atención de los lectores y los estudiosos del Quijote que el Caballero de la Triste Figura o de los Leones, como se hacía llamar por entonces, y su escudero Sancho Panza, claro, acabasen yéndose a Barcelona, y es natural su curiosidad, asombro e incluso perplejidad. ¿Por qué Cervantes los mandó a Barcelona y no, pongamos por caso, a Cartagena o, mejor aún, a Sevilla, o, por qué no, a Lisboa?
En el Quijote y camino de Cartagena, a embarcarse para Italia, va un mancebo que quiere probar fortuna como soldado, y en Vélez Málaga desembarca el Cautivo, réplica del propio Cervantes. Sevilla estaba al fin y al cabo más cerca del aquel “lugar de la Mancha” que Barcelona y en Sevilla vivió también Cervantes algunos años, los mejores de su vida, y en Sevilla transcurren algunas de sus mejores novelas ejemplares, y desde Sevilla se pasaba a las Indias, donde también trató nuestro escritor infructuosamente de lograr una colocación como contable o gobernador en Soconusco, La Paz de Bolivia o donde se terciase. Alargándose a Cádiz o a Sanlúcar don Quijote y Sancho habrían visto el mar, lo mismo que en Lisboa, otra más de las ciudades a las que le llevó su azacaneada vida. Todos estos lugares le eran mucho más familiares a Cervantes que Barcelona. De hecho estuvo en Barcelona sólo una vez, seguramente de paso a Italia, y sin que se sepa más de ese asunto.
Acaso por esa razón no cuenta gran cosa de Barcelona. ¿Sus recuerdos eran demasiado lejanos y desvanecidos? Suele ser preciso y prolijo Cervantes en los detales, minucioso cuando son de primera mano, y contrasta la rotundidad del elogio que dedica a la ciudad y lo poco que se ocupa de ella. Cuenta de Barcelona prácticamente lo mismo que de Zaragoza, de la que pasó de largo.
El elogio se ha hecho célebre, no obstante. Lo pone Cervantes en boca del mismísimo don Quijote. Se lo dice a don Álvaro Tarfe, un simpático personaje salido del Quijote apócrifo de Avellaneda. Le cuenta don Quijote a este de modo somero sus aventuras y al llegar a un punto le dice que tras pasar de largo de Zaragoza (precisamente porque se ha enterado de que en el Quijote de Avellaneda se dice que don Quijote se halló en unas justas poéticas de Zaragoza, y quiere dejar por mentiroso a Avellaneda), llegó a “Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza”.
Ni una agencia de viajes lo habría hecho mejor. ¿Cuánto hay de lisonja en estas palabras sobre Barcelona? Cervantes elogia mucho y a muchos, lo que no está dicho aquí para rebajar el valor de sus elogios. Su Viaje del Parnaso es una orquestación de bombos en toda regla a una caterva de poetas y escritores de su época, buenos y mediocres, sin distinción. No es probable que todos esos bombos fuesen sinceros, pero concurren en Cervantes dos circunstancias: es verdad que, necesitando ser admitido en la sociedad literaria de su época, de la que ha estado alejado tanto tiempo, cree granjearse su favor con adjetivos, pero no es menos cierto que a Cervantes no le cuesta ver siempre el lado bueno de las cosas y las personas. También de las ciudades. Esa es la base de la famosa visión compasiva de Cervantes. Siempre tiene presentes los mejores recuerdos. Incluso de Argel, donde ha permanecido cinco años cautivo, se los ha traído buenos. Cervantes ha recorrido medio mundo y toda España, pueblo a pueblo, y de todos tiene algo bueno que contar. Podría haber dicho: Allí donde estoy bien, está mi patria. Lo que les sucede a don Quijote y Sancho en Cataluña y en Barcelona puede ser considerado un Quijote en miniatura, como un fractal de todo el libro, porque en apenas cinco capítulos le suceden toda clase de aventuras y enredos. Por si fuese poco, en Barcelona iba a sucederle el que es el hecho más importante de su vida, como veremos.
En cuanto don Quijote y Sancho deciden pasar de largo de Zaragoza para dejar por mentiroso al autor del Quijote apócrifo, el señor Avellaneda, se adentran en Cataluña.
El lector agradece que la novela deje atrás también a los duques, unos personajes realmente odiosos, orquestadores de crueles y estúpidas bromas encaminadas a mofarse del pobre don Quijote y de Sancho. El lector está, como digo, deseando perderles de vista, cansado de esa sucesión de escenificaciones del escarnio. Dura lo de los duques un buen montón de capítulos, incluidos los de la gobernación de la ínsula Barataria a cargo de Sancho. De no ser por don Quijote y Sancho, a la altura siempre de sí mismos, todas esas burlas las habríamos llevado con impaciencia.
De modo que cuando el lector deja atrás a los duques, respira aliviado. Porque el Quijote es la novela del aire libre, aunque transcurra muy a menudo bajo techado, en ventas o en casas maravillosas como la de don Diego Miranda, caballero del Verde Gabán.
La vida al aire libre propicia en don Quijote ensoñaciones y aventuras limpias, inesperadas, no urdidas por señores insustanciales y aburridos.
En cuanto ponen los pies en Cataluña y atraviesan don Quijote y su escudero un bosque lleno de ahorcados, cae sobre ellos una banda de ladrones. Esta es una de las cosas portentosas de esta novela: a pesar de que los personajes visten herreruelos, sayos y saboyanas, parece que, con lo de los ladrones, hablara Cervantes de nuestra actualidad.
Roque Guinart es un bandolero muy considerado, y en esto Cervantes vuelve a la ficción, pues nos dice que Guinart roba a lo cortés y con mucha pleitesía. No como ahora. Martín de Riquer y otros rastrearon el sustrato histórico sobre el que se basó ese bandolero en un tal Perot Rocaguinarda, conocido como Perot lo Lladre “una especie de Robin Hood catalán”. Ya digo, ficción. En la actualidad no se andan con tantos miramientos. En todo caso la cortesía de Guinart tenía sus límites. Por ejemplo: a uno de sus secuaces, que se permite criticarlo, Guinart, en un rapto de ira a todas luces desproporcionado, le abre delante de todo el mundo la cabeza de un tajo, como un melón. Don Quijote asiste a la escena. Aquel acto salvaje de Guinart entraba en la jurisdicción de su cometido de amparar a los desamparados y defender a los débiles de los poderosos, pero don Quijote guarda silencio, no hace nada. Sabe acaso a esas alturas distinguir muy bien entre la valentía, la temeridad y las malas pulgas de su anfitrión, con el que permanece, no obstante aquel desmán, tres días más, confraternizando con él. En ellos se supone que Guinart y don Quijote hablan. Trataría este de hacerle desistir una vez más de su mala vida y de que empezase a redimirse de ella haciéndose como él caballero andante. Guinart declinó la invitación, pero envió a uno de su cuadrilla a cierto amigo suyo con cartas de presentación de don Quijote, y se ofreció a acompañarlo hasta las puertas de Barcelona, donde no puede entrar porque le colgarían a él mismo de un árbol.
Cuando llegan don Quijote y su escudero a Barcelona les está esperando el amigo de Guinart, don Antonio Moreno. Este don Antonio, de nombre menos catalán que Guinart, es un hombre rico y principalísimo de la comunidad, y tiene alojados a don Quijote y Sancho en su casa unos días, como atracción de feria.
Lo primero que nos preguntamos es qué hace un hombre tan respetable como don Antonio Moreno siendo amigo del más temible y perseguido de los bandoleros catalanes. ¿Van a pachas Guinart y él en las ganancias? ¿Comisiones? En fin, sí, real como la vida misma.
Y aquí empieza la peripecia de don Quijote propiamente barcelonesa.
En los días que permanecen en la ciudad don Quijote y Sancho, este apenas tiene más que un papel secundario. Todo se centra en el hidalgo y en don Antonio, empeñado ya, como todo el mundo en esa segunda parte de la novela, en gastarle bromas. A diferencia de la primera, en la que es don Quijote quien comete diferentes locuras (embestir a los molinos de viento, atacar los rebaños de ovejas, acometer los odres de vino), en la segunda todo el mundo trata de hacer disparatar al caballero, mostrándose en ello poco piadosos y no más cuerdos que él, y don Antonio Moreno no es la excepción. Se vale para ello de una cabeza, un busto de bronce, que responde lo que se le pregunta, tal y como hacía el mono de Ginés de Pasamonte algunos capítulos atrás. Antes don Antonio se ha burlado de don Quijote colgándole a la espalda un cartel en el que los que le rodean pueden leer el nombre de don Quijote, lo que le hace creer a este, cuando lo oye en los labios de la gente, que en Barcelona es muy conocido ya por sus hazañas. Pobre.
Pero Barcelona le sirvió a Cervantes también para mostrarnos dos de sus propias pasiones, transferidas a don Quijote: las artes y las letras.
Empecemos por estas: paseando por las calles de Barcelona, don Quijote entra en una imprenta. Es una gran imprenta, bien abastecida. A cuenta de esa imprenta y del modo en que se compuso el Quijote mantuvimos en este mismo periódico hace años Francisco Rico y yo una divertida controversia de la que conservo un buen recuerdo, mi admiración por Rico y una deliciosa carta de Martín de Riquer, exquisitamente neutral.
Los eruditos creen haber identificado esa imprenta con la que Sebastián de Comelles tenía en la calle de Call, del barrio gótico. Cervantes nos asoma en ella al proceso de la composición, corrección e impresión de un libro, al tiempo que va desgranando sus propias ideas sobre la literatura, las traducciones y los impresores y libreros (todos ellos con las artes depredatorias de Roque Guinart)… En fin, las cosas que al autor Cervantes le preocupaban por entonces, resumidas en una frase: cómo ganarse la vida escribiendo novelas cuando lo que de verdad da dinero es el teatro y los únicos que ven un real son, precisamente, empresarios, impresores y libreros. Como se ve, la cosa sigue más o menos igual.
Después de la visita a la imprenta, Cervantes hace subir a don Quijote y Sancho a una de las galeras del rey fondeadas en la marina o playa de Barcelona. ¿Viene a cuento ese episodio? Lo mismo que el de la imprenta. Lo mismo que todos los demás. No. Pero en eso Cervantes está siendo extraordinariamente realista: en la vida nada viene a cuento, nada sucede por una razón, todo es porque sí. Y eso es lo que resulta prodigioso, ver que pese a la fatalidad de los hechos lo damos todo no ya por inevitable, sino por necesario. Sí, era inevitable y necesario que don Quijote subiese a la galera para que Cervantes nos mostrara sus profundos conocimientos náuticos y su amor a la milicia, como soldado avezado que sirvió en Lepanto en una nave y como viajero que fue apresado en otra y que regresó en otra desde Argel.
Y a bordo de esa galera tendría lugar un nuevo enredo amoroso, igualmente insólito… y necesario.
Este enredo apenas tendría importancia de no protagonizarlo Ana Félix, una morisca de los miles de su nación que unos pocos años antes había expulsado el rey Felipe de los reinos de España. Todo el mundo admite en la novela, y desde luego hoy, lo cruel de aquella medida criminal que privó de patria a cientos de miles de verdaderos españoles, algunos tan honrados como el padre de la morisca, Ricote, allí presente. Una vez más la ficción cervantina bordea las fronteras de lo actual. A nadie se le pueden escapar los paralelismos, lo que supondría arrebatar la patria a alguien por razones políticas, étnicas o religiosas. En fin, como suele decirse, el tiempo ha querido mostrarse generoso con la novela Cervantes, recordándonos los pasados atropellos, para no cometer unos nuevos y parecidos. Con todo, como las novelas son, por antonomasia, el territorio del sentido, es decir, de que las cosas cuadren como no cuadran nunca en la realidad, a Ricote, que ha entrado clandestinamente en España (un delito) para rescatar el tesoro que dejó enterrado en su aldea y llevárselo fuera (otro delito aún mayor), a Ricote, decía, acaba alojándolo Cervantes como huésped… del gobernador de Barcelona, que es como decir que al Lute lo tuvo a mesa y mantel, en sus buenos tiempos de quinqui, el director general de la Guardia Civil.
Y en este punto, se llega a uno de los de mayor intensidad de toda la historia: don Quijote va a ser derrotado en la playa de Barcelona por el Caballero de la Blanca Luna, antes también Caballero del Bosque o de los Espejos, el bachiller Sansón Carrasco.
No emplea Cervantes mucha tinta en describirnos esa derrota. Apenas unas líneas. Se ve que a esas alturas del libro tenía ya ganas de terminarlo.
El hecho de que don Quijote fuera derrotado en Barcelona y el de que don Antonio Moreno recriminara a Sansón Carrasco el haber vencido a don Quijote porque privaba con ello al mundo de sus locuras y del solaz que recibían de ellas todos los sedicentes cuerdos, a pesar de que  ambos hechos, decía, podían prestarse a algunas lindas consideraciones de orden político, a lo Unamuno, prosigamos.
Una vez vencido don Quijote y repuesto de la costalada, se despide de don Antonio, y en compañía de Sancho se vuelve a su pueblo con el juramento de no coger las armas en un año.
Dejan atrás Barcelona y salen de Cataluña sin más tropiezos significativos (por ejemplo, no vuelven a tropezarse con Guinart, pese a habernos dicho en la ida que el bandolero tenía tomados todos los caminos).
Entonces se encuentra con don Álvaro Tarfe y echa a rodar ese gran elogio de la ciudad, y añade: “Y aunque los sucesos que allí me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto”.
El lector, que se ha paseado ya con don Quijote por las calles de Barcelona, sabe que Cervantes no nos ha contado nada de ella. Ni siquiera ha mencionado su imponente Santa María del Mar (don Quijote, hombre piadoso que tiene siempre a mano un rosario y es amigo de un cura, no entra en una iglesia en todo lo que dura la novela, ni cuando está en sus correrías ni cuando permanece en su pueblo). Nada. Sólo describe la playa, que como playa es también fractal de todos lo litorales. Tal vez, decíamos, los recuerdos que Cervantes tuviera de Barcelona se habían desvanecido. Poco importa. Él, pasado el tiempo, sabrá traerlos al presente de una manera efusiva y sentimental. Y aprovecha el clima que crea su cordialidad para hablar, sesgadamente, de todo lo importante: la justicia (que incluso rige entre ladrones), la libertad (de la que se ha privado a quien no merece el destierro) y los sueños (que han quedado desbaratados sobre la playa). Como un mar de superficie serena y dormida lleno de cargas de profundidad.

Gran historia, sí, la que vive don Quijote en Barcelona.
    
    [Publicado en La Vanguardia el 23 de abril de 2015]

3 commentaires:

  1. Simplius Simplicisimus23 avril 2015 à 16:07

    el derecho a luchar por la justicia, la libertad y los sueños es lo que define a los cervantistas, me gustó mucho este post , acabó de escuchar a Goytisolo y también aboga por la actualidad del Quijote.
    Cervantes fue un visionario como nunca hubo ni habrá, se le trató como a un perro pero tuvo la grandeza de dejarnos un espíritu incoercible

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  2. En su poema “Vencidos” León Felipe hace un paralelismo entre la derrota de Don Quijote en aquel duelo (o eso creía él) en la playa de Barcelona, y la derrota de la República en la guerra civil. “Va cargado de amargura, / que allá quedó su ventura / en la playa de Barcino / frente al mar”. Los versos son más famosos porque Serrat les puso música en un célebre disco. Entre un (supuesto) hecho y otro (real) pasaron más de 300 años. Quizá sea porque esta canción sale en el mismo disco que varios poemas de Machado, el caso es que al oírla siempre me viene la imagen de don Antonio caminando, muerto de cansancio y tristeza, por tierras catalanas hacia la frontera con Francia... ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

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  3. Mi comentario enlaza sinceramente con los dos anteriores: me gustaron mucho esta mañana las palabras concisas y desgarradas de Goytisolo, haciéndonos sentir hijos de Cervantes (incluso las de Wert me parecieron muy adecuadas) y, por otra parte, leyendo ahora a AT me viene a la memoria el precioso poema de León Felipe musicalizado por Serrat en su elepé "Mediterráneo", un disco que es el himno de juventud para los muchos soñadores de nuestra generación. Una pena que el icónico Serrat haya dejado de ser la referencia cervantina de aquella época de ilusiones adolescentes. También puede ser que nuestros ojos fueran entonces demasiado proclives a verlo todo en blanco, ignorando los grisáceos.

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