Misteriosa y novelesca, sin duda, fue la vida de Gustavo Durán, primero músico, luego teniente coronel del ejército republicano durante la guerra civil y finalmente diplomático internacional. Hemingway, que le dio un papel estelar en Por quién doblan las campanas, lo tuvo siempre por héroe, pero Javier Juárez, su biógrafo y panegirista, no deja de mencionar algunas sombras: en cuanto a su condición de músico, Aldolfo Salazar le escribió a Falla diciéndole que Durán sólo era un plagio de Ernesto Halffter (la música en realidad sólo fue un episodio tan prestigioso como irrelevante de su juventud), y en cuanto a su condición de combatiente, Juárez alude (sin entrar en detalles) a las acusaciones de que fue objeto Durán por su actuación en la guerra, encuadrado en las filas de Partido Comunista, en el siniestro SIM (que dirigió a las órdenes directas de Orlov) o en su evacuación a finales de marzo del 39.
Pero ninguna de esas cuestiones históricas son el objeto de estas líneas. Como en tantas vidas, a menudo hallamos en sus pliegues íntimos lo más valioso. En este, Durán relata a sus hermanos la visita que acaba de hacer a su madre en 1934 en el manicomio de Ciempozuelos, donde la había recluido su padre, con escasos y discutibles diagnósticos y con el único propósito, al parecer, de despejarse el camino que lo iba a unir a otra mujer más joven. La esposa acabaría demenciándose por completo en el frenopático. Un drama galdosiano. Durán relata a sus hermanos, en una carta conmovedora, ese encuentro, después de años sin verla. Le atormentan los remordimientos por no haber sabido atajar una decisión que empieza a considerar tan injusta como fatal:
“Al preguntarle yo en qué pasaba el día, me contestó: Por la mañana paseo por el jardín. Después voy a comer (me dijo lo que comía cada día). Por la tarde zurzo y coso (porque ahora el “tío José” [el marido que la ha internado] se ha vuelto muy económico y me obliga a reparar mi ropa… Pero no me importa, me entretiene el hacerlo), y luego ceno y me voy a dormir.
“Al preguntarle que a qué hora se dormía y a cuál se despertaba, me contestó: no me preocupo; Dios me duerme y él me despierta. Eso, como tantas cosas, es asunto de él y no mío.
“Me enseñó un zurcido que había hecho en un pañuelo, y como yo le dijera que antes lo hacía mejor, me dijo: “Es que antes era Petra Martínez quien bordaba y cosía, y ahora es una loca. Para ser hecho por una loca no está mal.
Le pregunté si iba a misa, por saber si su obsesión religiosa era tan grande como hace años. Hasta hace poco, me contestó, me entretenía ir a rezar, ahora he visto que eso es cosa de gente sensata (transcribo literalmente las palabras).
“¿Hablas con los demás?, ¿tienes alguna amiga aquí?, le pregunté. Ninguna, no hablo con nadie, me dijo; nadie me entiende. Mi nombre es “Me dejó mi Dios”, y no lo entienden”.
Al lado de este coloquio de resonancias cervantinas y en el que parece cristalizar la voz de Nietzsche, todo lo que se lee en la biografía de Juárez resulta insustancial, literario y pequeño.
Por cierto, el “tío José”, padre de Durán, se suicidó cuando los nacionales que entraron en Madrid le llevaron la noticia falsa de que su hijo había muerto. Su madre, que pasó la guerra en el manicomio, ajena a ella y a todo negocio humano, jamás llegó a enterarse de esa noticia ni de otras relacionadas con su célebre hijo.
Sí, para uno hay tanta o más guerra civil y más verdadera en ese episodio familiar, que en "la otra", que estaba esperándole.
¿Es la sensibilidad algo provisional?. Saludos
RépondreSupprimer"mi nombre es MEDEJOMIDIOS"...tremendo!
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