Ve venir hacia él un mendigo que hunde su cabeza en el pecho, envuelto en dos o tres viejos gabanes, uno encima de otro. Arrastra unos bultos informes amarrados con cuerdas elásticas a dos ruedas y un asa de procedencia incierta. Camina encogido por el frío. El vapor que sale de su boca se le queda pegado a la cara como niebla. También lleva empañada la mirada, como si se hubiera traído consigo el vaho de los cristales de la cantina. Al pasar a tu lado sientes, no obstante, no tener derecho a comparar tu frío con el suyo. Para ti sólo durará unos metros, unos minutos, antes de entrar en casa. El frío de ese vagabundo debiera ser declarado de interés histórico, porque viene con él desde el medievo, intacto, como un castillo, como un burgo, como sílabas escuetas de un romance perdido. Recorre Europa al margen de los informativos y telediarios que se dedican cada media hora a hablar del tiempo. No está en los mapas. Sólo le queda eso, vagar libre al margen de la historia, como memoria suya, recordarnos de qué está hecha su infelicidad, la nuestra. Por eso es indecente que nadie se compare con él, y menos un alcalde, con el solo propósito de borrarlo del mundo para borrar el origen de tanto frío.
Hambre que tiene hartura, no es hambre ninguna, me decía mi madre. Supongo que es igualmente aplicable al frio, no?
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