NINGUNO de los libreros anticuarios que los venden a precios fabulosos tiene cara de haberse leído en su vida un incunable. Ahora, hablan de ellos como cualquier donjuán.
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CUANTO más caros son los libros que vende, más se gasta en ropa el librero anticuario. No falla. Basta mirarle las corbatas de seda o los zapatos para saber qué nos pedirá por un libro. Pasa lo mismo en otros gremios: el instinto le lleva al negociante a mimetizarse con sus clientes.
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POR el contrario, los libreros de viejo a los que ha tratado uno, nuestros pobres y queridos libreros de viejo, amigos del alma, hermanos de traperías y desamparo, no suelen querer desprenderse de la mayor parte de los libros que venden precisamente porque se los han leído, de lo que jamás presumen: se lo impide el ser ellos, con ese aspecto que suelen tener de vagabundos y misántropos, unos perfectos caballeros.
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COMO el de la caza, el mundo de los libros viejos es coto casi exclusivo de los varones, tanto si hablamos de los libreros de lance, de viejo o anticuarios como si lo hacemos de bibliófilos, bibliómanos o lectores compulsivos. Diríamos que en todos ellos perviven las atávicas leyes cinegéticas y un arrojo de cazadores primitivos que estaríamos lejos de suponer en seres por lo general amorfos y pacíficos.
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EL librero anticuario es al cazador de monterías y safaris lo que el librero de viejo es a la caza menor (conejos, codornices, gamusinos), lo que la bala de gran calibre a la mostacilla. Por eso las bibliotecas donde hay esa clase de libros antiguos recuerdan a las mansiones en cuyas paredes se muestran cornamentas y trofeos, y aquellas donde hay libros viejos a pequeñas jaulas de pájaros, a menudo vacías.
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Y tras un post a esta entrada en el que se menciona a las mujeres, como muy necesarias en los almacenes de los libreros de viejo. No sólo en los almacenes, desde luego. Acaso por no haber sido nunca mayoría en el gremio, el porcentaje de excelencia entre ellas se acerca al 100%. De las que uno ha conocido: Herminia Muguruza, née Allanegui. Acaso la primera que llevó la palabra naturalidad a un mundo, el de los libros antiguos y viejos, que bascula entre lo superferolítico y lo zarrapastroso. Sin contar que la suya, Mirto, frente al Jardín Botánico y detrás del Prado, era la única librería del mundo que ofrecía a sus distinguidos parroquianos a la hora del aperitivo una copa de fino o de jerez, con sus patatas fritas. Claro que ha de añadirse que en aquella, como en otras librerías de antaño, no solía haber nadie a esa hora ni a ninguna.Almacén de libros viejos. Madrid, julio de 2014 |
"La desolación de la librera". (En esos almacenes, qué necesarias también las mujeres).
RépondreSupprimer¿Para cuándo el libro de este año?
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