LA editorial Renacimiento en su colección Espuela de Plata acaba de publicar una nueva edición de A sangre y fuego de Chaves Nogales, a la que se añaden dos relatos desconocidos, publicados en su día en Méjico y La Habana. El libro, que se pondrá a la venta el próximo día 4 de mayo, dio a conocer a su autor al gran público, y en él contaba la guerra civil española de otra manera, lo que le valió ser silenciado durante cincuenta años.
Es lo que se cuenta en el prólogo que aparece al frente de una de las obras literarias más relevantes de ese momento de uno de los periodistas más inteligentes del periodismo español.
* * *
La elipse que se cierra hoy aquí, misteriosa y
natural como pocas, habla mucho de la justicia poética que mueve, si no el
mundo, sí, a veces, la literatura.
A mediados del otoño de 1993 viajé a Sevilla. Días antes le había enviado a Abelardo Linares el manuscrito de Las armas y las letras, un libro sobre los escritores y la guerra civil escrito en un rapto de tres meses y acabado sólo una semana antes. Pasamos juntos la mañana de aquel día revisando unos destartalados folios que mi amigo había punteado con anotaciones y sugerencias y sobre todo con providenciales correcciones, y la tarde, él, ocupado en los dos o tres capítulos que le quedaban por leer, y yo, mirando un montón de libros y folletos raros que había sacado de su biblioteca personal o de los estantes de su librería, en la calle de Mateos Gago, donde estábamos. Escogí entre aquellos libros y folletos, para mí del todo desconocidos hasta ese momento, quince o veinte, que vinieron conmigo a Madrid. Compartíamos, desde luego, nuestro entusiasmo por el resto de la obra literaria de Chaves, esa, sí, tan habitual en las librerías de viejo como desdeñada por la mayor parte de los escritores, críticos literarios y profesores universitarios, y por esa razón fue este inencontrable A Sangre y fuego, que Linares había traído de uno de sus arrastres americanos dos o tres años antes, el primero que empecé a leer en el tren de vuelta. Pocas veces le ha producido a uno tanta impresión una lectura, principalmente las ocho páginas de su prólogo. Desde las tres primeras líneas, aquel su memorable “Yo era eso que los sociólogos llaman “un pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”, ese libro sonaba a… otra cosa. No se parecía a nada ni yo le conocía a nadie un coraje semejante hablando de la guerra. Fue una conmoción. Tuvo uno en ese momento la impresión de haber dado al fin con el eslabón perdido de algo que había estado buscando a ciegas durante años. Conocía ya, claro, el único libro que se le parecía un poco, el no menos inexistente Ayer y hoy, de Baroja, publicado en 1939 y también en Chile, pero el del barojiano Chaves Nogales era de otra naturaleza y, si podemos decirlo así, menos confuso en la defensa neta de los principios de la Ilustración. No debemos olvidar que en el mismo 38 y en la Salamanca franquista y ante un sínodo de notorios fascistas, el ilustrado Baroja juraría defender por el Ángel Custodio no sé qué demonios.
Veinte años después las cosas han cambiado mucho en España y en la historia de la literatura española. En 1993 Chaves era un desconocido y hoy no lo es en absoluto, en parte gracias a aquel prólogo suyo de A sangre y fuego, cuyos fragmentos más significativos se incorporaron a las páginas de Las armas y las letras, destacados convenientemente. ¿Qué los hacía tan especiales, por qué fue tan bien recibido su autor en la élite intelectual y en la comunidad literaria española, de la que se le había excluido durante medio siglo, si acaso había llegado alguna vez a formar parte de ella?
Las armas y la letras se había propuesto, en parte, mostrar lo injusto que podía llegar a ser que algunos buenos escritores que ganaron la guerra hubieran perdido los manuales de literatura, tanto como constatar que algunos de los que la habían perdido, por el sólo hecho de haberla perdido, parecían ocupar y usurpar en esos mismos manuales el lugar de los mejores, o lo que es lo mismo: cuestionar el mandarinato que la filosofía de la Historia había instituido en los bastiones literarios de la crítica y la universidad. ¿No habíamos oído durante medio siglo la palinodia según la cual todo estaba ya escrito: buenos y malos para dos Españas, un “o conmigo o contra mí” proclamado con idéntica determinación a los partidarios de cualquiera de las dos? Y sin embargo, con el tiempo y la ayuda de autores que nos enseñaron a mirar con otros ojos los totalitarismos del siglo XX y su similitud, Hannah Arendt desde luego, empezamos a advertir las semejanzas de los discursos de la violencia, de lo que Chaves Nogales trata en su libro. El hecho de ser un testigo directo lo convierte en excepcional, pero más aún su voluntad de dar a conocer los hechos en el mismo momento en el que se produjeron, y eso como el más alto deber moral de un escritor. Nadie antes se había atrevido a ello (luego supimos que Clara Campoamor también había publicado en ese tempranísimo 1937 su impagable libro La Revolución española vista por una republicana, junto a otros que como José Castillejo, Carlos Morla Linch, Elena Fortún o don Miguel de Unamuno no pudieron ver publicados los suyos, conocidos sólo póstumamente, y, claro, el ya aludido, ambiguo y medroso Ayer y hoy).
Con el tiempo muchos de los protagonistas de aquella guerra, no estos que acabo de citar, desde luego, modificaron sus recuerdos de aquel tiempo de forma más o menos interesada, perfilándose del modo más favorecedor posible. Chaves, que conocía como periodista el valor de las pruebas en el escenario del crimen, se apresuró a dejarnos su testimonio antes de que nadie pudiera eliminarlas o manipularlas. Su mérito fue advertir y denunciar antes que nadie la semejanza del terror, que estaba siendo igual en uno y otro bando, adelantándose a quienes poco después, como Hannah Arendt, iban a descubrir también la raíz común del mal, esa poetización de la Historia que estaba justificando en toda Europa masacres sin cuento. Y por supuesto que Chaves no estaba hablando de equidistancia, y sí de trabajar para la verdad, expuesta de un modo ecuánime. Empeñó para ello su palabra, y así Chaves, que se había ocupado durante muchos años de hablar de los demás y de lo que estos pensaban o hacían, quedándose siempre en un segundo plano, no dudó en empezar este libro por el único lugar posible, hablando de sí mismo y dando un paso al frente: “Yo era…” Cualquiera que estuviese habituado a leer sus reportajes periodísticos y libros, habría advertido inmediatamente que esta confesión sentimental, plantando en medio de la página la primera persona, era anuncio de un compromiso insoslayable con la verdad, su verdad: por un lado, los sublevados, “soñando un paraíso de desfiles marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza”, es decir, el dramático vaticinio de lo que sería España durante cuarenta años, y por otro, los que se apoderaron de la República durante la guerra en un país revolucionario, constatando que el trabajo, que “daban antes como una limosna los patrones, ahora lo darían como un premio los sindicatos”. Quienes como el propio Chaves no eran ni reaccionarios ni revolucionarios, sólo tenían dos opciones. Al igual que el personaje de otro de sus relatos, sólo les quedaba o morir “batiéndose por una causa que no era la suya”, o marcharse, y esto hizo él, buscando un lugar donde seguir libre. ¿Con qué fin? Un escritor puede sobrevivir en una dictadura labrando sus obras de ficción; el trabajo de un periodista sin libertad es sólo una trágica parodia. Y eso hizo Chaves a partir de ese momento: contarle al mundo lo que había visto y firmar por ello su sentencia de muerte, civil y literaria. Ni unos ni otros le perdonarían sus escritos, y Chaves pasó a ser uno de los raros escritores que perdieron la guerra y, además, los manuales de la literatura, confirmando con ello que si algo detestaba más que ninguna otra cosa cada uno de los dos bandos no era el bando contrario, sino cualquiera que se resistiese a pertenecer a uno de ellos. En el prólogo de A sangre y fuego hay suficientes pasajes para saber que Chaves Nogales no iba a transigir con los crímenes de nadie, ni siquiera los de aquellos que decían defender como él a la República.
Hace dos años el propio Linares editó un gran libro de Chaves, La defensa de Madrid, unas trepidantes páginas que aparecieron en Méjico en 1939, acabada aquella “estúpida guerra”, y que habían quedado sepultadas en el olvido como todo lo demás suyo, a excepción de su biografía de Belmonte. Allí leemos: "La verdad es esta: los heroicos y gloriosos ejércitos que luchaban en la Ciudad Universitaria estaban formados con la escoria del mundo. Basta fijar los ojos en la lista de las fuerzas que los componían. Frente a la "Brigada Internacional" de los rojos, la "Novena Bandera" del Tercio Extranjero de los blancos, una y otra, receptáculo de todos los criminales aventureros y desesperados de Europa". Esta frase y otras parecidas, de las que el presente libro es pródigo, le excluirían de los cánones, y únicamente cuando la gente, cansada del relato interesado de las dos Españas, buscó en otra parte, “vio” a Chaves. Lo había tenido delante durante años sin verlo, y sólo entonces lo reconoció, cuando empezó a librarse también del totalitarismo ideológico y literario que cada una de esas dos Españas había impuesto también después de la guerra a la tercera España. Y aunque hubiésemos visto este libro antes de 1993, probablemente lo hubiésemos desdeñado como insignificante, tal y como lo consideró su propio tiempo y sus contemporáneos y colegas, empezando por su amigo el comunista Jesús Izcaray y siguiendo por el delator antisemita César González Ruano, que a partir de 1936 lo calumniaron sin piedad. A tanto habíamos llegado. Quiero decir, que cada libro finalmente lleva dentro de sí la semilla que lo hará germinar, y eso será a su tiempo, no antes.
En este libro Chaves Nogales no necesitó ni siquiera desplegar los discursos ideológicos. Ya no era momento de peroratas. Todo el mundo sabía lo que tenía que saber. Si el 19 de julio de 1936 el país dejó atrás la política, casi siempre a la fuerza, aprestándose a aniquilarse en la guerra, eso hizo Chaves como narrador: hechos escuetos, contados con brío en una prosa vibrante que tiene lo mejor del Baroja de las Memorias de un hombre de acción y lo mejor del Valle-Inclán del Ruédo Ibérico, con los ecos al fondo de La caballería roja de Babel. Al lector sólo le queda asistir atónito y consternado al triunfo de la barbarie. Y tras su prólogo, volvemos a encontrar a Chaves en todos estos relatos en un segundo plano, el que le gustaba: cerca, pero no encima.
A la edición original se le añaden hoy un par de relatos bilbaínos, desconocidos e inéditos en libro hasta ahora. Completan, sin duda, los escenarios elegidos por Chaves para estas historias que no fueron “obra de imaginación y fantasía”, sino extraídas de hechos “rigurosamente” verídicos, en las que comparecen mezclados desde un patético Malraux al miserable Felipe Sandoval. En la edición original, la última de sus “alucinantes novelas”, como las llama, se cierra con estas palabras que también abrochaban el libro: “Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese”. Cualquiera puede oír en ellas al autor hablando de sí mismo, cualquiera puede imaginárselo en ese punto caminando hacia la frontera y una vida incierta y oscura, que duró para él cincuenta años después de su muerte. Al publicarse ahora A sangre y fuego en la editorial de quien lo descubrió hace un cuarto de siglo, se diría que se cumpliese esa airosa elipse propia de la justicia poética. La historia de este libro es a un tiempo la historia de su infortunio, pero también del nuestro. Hace veinticinco años España llegaba cincuenta tarde a unos hechos que deberían haberse olvidado hacía mucho. Ahora, tres cuartos de siglo después de que se publicase por primera vez, y restituido el nombre de Manuel Chaves Nogales a la historia de la literatura, es de justicia también que aparezca junto al de Abelardo Linares, sevillanos y trotamundos al fin y al cabo los dos; eso sí, bastante atípicos.
A mediados del otoño de 1993 viajé a Sevilla. Días antes le había enviado a Abelardo Linares el manuscrito de Las armas y las letras, un libro sobre los escritores y la guerra civil escrito en un rapto de tres meses y acabado sólo una semana antes. Pasamos juntos la mañana de aquel día revisando unos destartalados folios que mi amigo había punteado con anotaciones y sugerencias y sobre todo con providenciales correcciones, y la tarde, él, ocupado en los dos o tres capítulos que le quedaban por leer, y yo, mirando un montón de libros y folletos raros que había sacado de su biblioteca personal o de los estantes de su librería, en la calle de Mateos Gago, donde estábamos. Escogí entre aquellos libros y folletos, para mí del todo desconocidos hasta ese momento, quince o veinte, que vinieron conmigo a Madrid. Compartíamos, desde luego, nuestro entusiasmo por el resto de la obra literaria de Chaves, esa, sí, tan habitual en las librerías de viejo como desdeñada por la mayor parte de los escritores, críticos literarios y profesores universitarios, y por esa razón fue este inencontrable A Sangre y fuego, que Linares había traído de uno de sus arrastres americanos dos o tres años antes, el primero que empecé a leer en el tren de vuelta. Pocas veces le ha producido a uno tanta impresión una lectura, principalmente las ocho páginas de su prólogo. Desde las tres primeras líneas, aquel su memorable “Yo era eso que los sociólogos llaman “un pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”, ese libro sonaba a… otra cosa. No se parecía a nada ni yo le conocía a nadie un coraje semejante hablando de la guerra. Fue una conmoción. Tuvo uno en ese momento la impresión de haber dado al fin con el eslabón perdido de algo que había estado buscando a ciegas durante años. Conocía ya, claro, el único libro que se le parecía un poco, el no menos inexistente Ayer y hoy, de Baroja, publicado en 1939 y también en Chile, pero el del barojiano Chaves Nogales era de otra naturaleza y, si podemos decirlo así, menos confuso en la defensa neta de los principios de la Ilustración. No debemos olvidar que en el mismo 38 y en la Salamanca franquista y ante un sínodo de notorios fascistas, el ilustrado Baroja juraría defender por el Ángel Custodio no sé qué demonios.
Veinte años después las cosas han cambiado mucho en España y en la historia de la literatura española. En 1993 Chaves era un desconocido y hoy no lo es en absoluto, en parte gracias a aquel prólogo suyo de A sangre y fuego, cuyos fragmentos más significativos se incorporaron a las páginas de Las armas y las letras, destacados convenientemente. ¿Qué los hacía tan especiales, por qué fue tan bien recibido su autor en la élite intelectual y en la comunidad literaria española, de la que se le había excluido durante medio siglo, si acaso había llegado alguna vez a formar parte de ella?
Las armas y la letras se había propuesto, en parte, mostrar lo injusto que podía llegar a ser que algunos buenos escritores que ganaron la guerra hubieran perdido los manuales de literatura, tanto como constatar que algunos de los que la habían perdido, por el sólo hecho de haberla perdido, parecían ocupar y usurpar en esos mismos manuales el lugar de los mejores, o lo que es lo mismo: cuestionar el mandarinato que la filosofía de la Historia había instituido en los bastiones literarios de la crítica y la universidad. ¿No habíamos oído durante medio siglo la palinodia según la cual todo estaba ya escrito: buenos y malos para dos Españas, un “o conmigo o contra mí” proclamado con idéntica determinación a los partidarios de cualquiera de las dos? Y sin embargo, con el tiempo y la ayuda de autores que nos enseñaron a mirar con otros ojos los totalitarismos del siglo XX y su similitud, Hannah Arendt desde luego, empezamos a advertir las semejanzas de los discursos de la violencia, de lo que Chaves Nogales trata en su libro. El hecho de ser un testigo directo lo convierte en excepcional, pero más aún su voluntad de dar a conocer los hechos en el mismo momento en el que se produjeron, y eso como el más alto deber moral de un escritor. Nadie antes se había atrevido a ello (luego supimos que Clara Campoamor también había publicado en ese tempranísimo 1937 su impagable libro La Revolución española vista por una republicana, junto a otros que como José Castillejo, Carlos Morla Linch, Elena Fortún o don Miguel de Unamuno no pudieron ver publicados los suyos, conocidos sólo póstumamente, y, claro, el ya aludido, ambiguo y medroso Ayer y hoy).
Con el tiempo muchos de los protagonistas de aquella guerra, no estos que acabo de citar, desde luego, modificaron sus recuerdos de aquel tiempo de forma más o menos interesada, perfilándose del modo más favorecedor posible. Chaves, que conocía como periodista el valor de las pruebas en el escenario del crimen, se apresuró a dejarnos su testimonio antes de que nadie pudiera eliminarlas o manipularlas. Su mérito fue advertir y denunciar antes que nadie la semejanza del terror, que estaba siendo igual en uno y otro bando, adelantándose a quienes poco después, como Hannah Arendt, iban a descubrir también la raíz común del mal, esa poetización de la Historia que estaba justificando en toda Europa masacres sin cuento. Y por supuesto que Chaves no estaba hablando de equidistancia, y sí de trabajar para la verdad, expuesta de un modo ecuánime. Empeñó para ello su palabra, y así Chaves, que se había ocupado durante muchos años de hablar de los demás y de lo que estos pensaban o hacían, quedándose siempre en un segundo plano, no dudó en empezar este libro por el único lugar posible, hablando de sí mismo y dando un paso al frente: “Yo era…” Cualquiera que estuviese habituado a leer sus reportajes periodísticos y libros, habría advertido inmediatamente que esta confesión sentimental, plantando en medio de la página la primera persona, era anuncio de un compromiso insoslayable con la verdad, su verdad: por un lado, los sublevados, “soñando un paraíso de desfiles marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la raza”, es decir, el dramático vaticinio de lo que sería España durante cuarenta años, y por otro, los que se apoderaron de la República durante la guerra en un país revolucionario, constatando que el trabajo, que “daban antes como una limosna los patrones, ahora lo darían como un premio los sindicatos”. Quienes como el propio Chaves no eran ni reaccionarios ni revolucionarios, sólo tenían dos opciones. Al igual que el personaje de otro de sus relatos, sólo les quedaba o morir “batiéndose por una causa que no era la suya”, o marcharse, y esto hizo él, buscando un lugar donde seguir libre. ¿Con qué fin? Un escritor puede sobrevivir en una dictadura labrando sus obras de ficción; el trabajo de un periodista sin libertad es sólo una trágica parodia. Y eso hizo Chaves a partir de ese momento: contarle al mundo lo que había visto y firmar por ello su sentencia de muerte, civil y literaria. Ni unos ni otros le perdonarían sus escritos, y Chaves pasó a ser uno de los raros escritores que perdieron la guerra y, además, los manuales de la literatura, confirmando con ello que si algo detestaba más que ninguna otra cosa cada uno de los dos bandos no era el bando contrario, sino cualquiera que se resistiese a pertenecer a uno de ellos. En el prólogo de A sangre y fuego hay suficientes pasajes para saber que Chaves Nogales no iba a transigir con los crímenes de nadie, ni siquiera los de aquellos que decían defender como él a la República.
Hace dos años el propio Linares editó un gran libro de Chaves, La defensa de Madrid, unas trepidantes páginas que aparecieron en Méjico en 1939, acabada aquella “estúpida guerra”, y que habían quedado sepultadas en el olvido como todo lo demás suyo, a excepción de su biografía de Belmonte. Allí leemos: "La verdad es esta: los heroicos y gloriosos ejércitos que luchaban en la Ciudad Universitaria estaban formados con la escoria del mundo. Basta fijar los ojos en la lista de las fuerzas que los componían. Frente a la "Brigada Internacional" de los rojos, la "Novena Bandera" del Tercio Extranjero de los blancos, una y otra, receptáculo de todos los criminales aventureros y desesperados de Europa". Esta frase y otras parecidas, de las que el presente libro es pródigo, le excluirían de los cánones, y únicamente cuando la gente, cansada del relato interesado de las dos Españas, buscó en otra parte, “vio” a Chaves. Lo había tenido delante durante años sin verlo, y sólo entonces lo reconoció, cuando empezó a librarse también del totalitarismo ideológico y literario que cada una de esas dos Españas había impuesto también después de la guerra a la tercera España. Y aunque hubiésemos visto este libro antes de 1993, probablemente lo hubiésemos desdeñado como insignificante, tal y como lo consideró su propio tiempo y sus contemporáneos y colegas, empezando por su amigo el comunista Jesús Izcaray y siguiendo por el delator antisemita César González Ruano, que a partir de 1936 lo calumniaron sin piedad. A tanto habíamos llegado. Quiero decir, que cada libro finalmente lleva dentro de sí la semilla que lo hará germinar, y eso será a su tiempo, no antes.
En este libro Chaves Nogales no necesitó ni siquiera desplegar los discursos ideológicos. Ya no era momento de peroratas. Todo el mundo sabía lo que tenía que saber. Si el 19 de julio de 1936 el país dejó atrás la política, casi siempre a la fuerza, aprestándose a aniquilarse en la guerra, eso hizo Chaves como narrador: hechos escuetos, contados con brío en una prosa vibrante que tiene lo mejor del Baroja de las Memorias de un hombre de acción y lo mejor del Valle-Inclán del Ruédo Ibérico, con los ecos al fondo de La caballería roja de Babel. Al lector sólo le queda asistir atónito y consternado al triunfo de la barbarie. Y tras su prólogo, volvemos a encontrar a Chaves en todos estos relatos en un segundo plano, el que le gustaba: cerca, pero no encima.
A la edición original se le añaden hoy un par de relatos bilbaínos, desconocidos e inéditos en libro hasta ahora. Completan, sin duda, los escenarios elegidos por Chaves para estas historias que no fueron “obra de imaginación y fantasía”, sino extraídas de hechos “rigurosamente” verídicos, en las que comparecen mezclados desde un patético Malraux al miserable Felipe Sandoval. En la edición original, la última de sus “alucinantes novelas”, como las llama, se cierra con estas palabras que también abrochaban el libro: “Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese”. Cualquiera puede oír en ellas al autor hablando de sí mismo, cualquiera puede imaginárselo en ese punto caminando hacia la frontera y una vida incierta y oscura, que duró para él cincuenta años después de su muerte. Al publicarse ahora A sangre y fuego en la editorial de quien lo descubrió hace un cuarto de siglo, se diría que se cumpliese esa airosa elipse propia de la justicia poética. La historia de este libro es a un tiempo la historia de su infortunio, pero también del nuestro. Hace veinticinco años España llegaba cincuenta tarde a unos hechos que deberían haberse olvidado hacía mucho. Ahora, tres cuartos de siglo después de que se publicase por primera vez, y restituido el nombre de Manuel Chaves Nogales a la historia de la literatura, es de justicia también que aparezca junto al de Abelardo Linares, sevillanos y trotamundos al fin y al cabo los dos; eso sí, bastante atípicos.
Lo leí hace unos diez años y me pareció, sobre todo, el libro escrito por una persona inteligente y sensible que quiso y supo mostrar el contrapunto del horror compartido cuando la mente se inunda de crueldad.
RépondreSupprimerCelebro, por tanto, que ahora el gran público, conociendo mejor la figura de Chaves Nogales desde que últimamente se le ha prestado merecida atención, se asome a sus páginas con el ojo abierto de quien está dispuesto a leer tanto lo que le gusta como lo que rechaza sobre la guerra civil. Tal vez si muchos lectores lo elevaran al "top ten" de los libros más vendidos se consiguiera advertir a la ciudadanía que las versiones extremistas y maniqueas de lo ocurrido en el conflicto deben dar paso a una visión más ecuánime que nos libere de una vez de los odios y penitencias.
Me parece genial como usó la palabra elipse en el texto ; muy complicada de usar , alguna vez pensé como podría utilizarla pero no di con la tecla . Leeré el libro de Chaves Nogales , parece un excelente escritor y el tema me interesa
RépondreSupprimerUn saludo
En esta misma editorial se han publicado ya otros libros de Chaves Nogales. He leído el de la Defensa de Madrid, al que alude la entrada, y también otro sobre crónicas de la Alemania de los primeros años del nazismo, en torno a 1935, en el que se describe maravillosamente el clima que dio lugar a la guerra mundial, o sea, lo que alguien llamó "el huevo de la serpiente". Creo que esta vez, por fin, sí leeré "A sangre y fuego".
RépondreSupprimerChaves Nogales va a ser recuperado como uno de los grandes narradores (a mitad de camino entre la literatura y el periodismo) que hemos tenido, un poco como pasó con Zweig, que en Alemania fue olvidado tras la guerra y ahora es considerado (otra vez) uno de los mayores valores literarios en esa lengua.
Una cosa que no me ha quedado clara es quién descubrió antes a Chaves Nogales cuando no era mainstream, si Javier María o Andrés Trapiello.
RépondreSupprimerSaludos
Grande el anonimo/a David que se permite licencias como " lo de Mondrian, ja " ( igual yo me estaba riendo de la portada , hay que ser muy inocente para creer los demás son sinceros cuando escriben ) cuando tras un primer exabrupto al que no respondo ataca con otro . Que cada cual mida sus responsabilidades y se administren los tiempos con justicia para no caer en la zafiedad ,
RépondreSupprimerDicen que Marías opta al Nobel , está claro que esto de Chaves es una desextinción y al primero que consiga un hecho similar recibirá el Nobel , aunque supongo se referirán al mamut .
Saludos
Espero David me saque de la duda , pero no creas lo que digo que miento mucho , mi querido y único seguidor .
D
Saludos
Descubri a Chaves Nogales a traves de las armas y letras y muchas otras coas. Leyendolo tambien he podido descubrir muchas otras.
RépondreSupprimerPor las casualidades de la vida y el insomnio que provocan los cambios horarios, me topo con una version edulcarizada de HBO de la guerra civil vista bajo los ojos del romance de Heminway and Gelhorn, del 2012 con una guapa N Kidman.
http://www.pastemagazine.com/articles/2013/04/hemingway-gellhorn.html
Copio aquí uno de los pasajes del libro "A sangre y fuego" que leí hace unos años, y que me conmovió de verdad. En él se manifiesta un sentimiento del que posiblemente todos participemos: de que hay algo misterioso en el ser humano que le hace estar por encima de sus ideas, y que sólo la comunidad de espíritu puede ser el nexo de unión entre las personas; la compasión y esa disposición natural para combatir la injusticia allá donde se encuentre.
RépondreSupprimerAsí se ve en la relación de amistad que mantienen hasta el final el maestro "rojo" Julián y el "señorito" Rafael, antiguos compañeros de estudios. Amistad que los lleva juntos a la cárcel; situación que se resuelve, como no podía ser de otra manera, separando sus destinos.
« (…) – Julián Sánchez Rivera, de Carmona – leyó el jorobadito.
-Presente – contestó con voz firme y lúgubre el reclamado.
Se puso en pie y antes de echar a andar lanzó una mirada lenta y triste a su alrededor. Acurrucados junto a la pared con los codos en las rodillas y la cabeza entre las palmas de las manos había quince o veinte presos que permanecieron inmóviles. Sólo un hombre que estaba tumbado en un camastro se irguió y fue con los brazos abiertos en su busca.
Se abrazaron silenciosos. Pecho contra pecho, sintieron cómo latían a compás sus corazones. Fue un instante no más. Para ambos valió más que la propia vida entera.
-Adiós, Julián.
-Salud, Rafael.
El auto que conducía Rafael dejaba atrás los pueblecitos soleados de Sevilla y Cádiz. Sin detenerse llegó a la frontera. Mostró el viajero a los 'policemen' su documentación en regla y pasó. Fue directamente al hotel Rock, situado en una de las laderas del Peñón. Abrió de par en par la ventana del cuarto que le destinaron. Al otro lado de la bahía empezaban a parpadear las lucecitas de Algeciras, anticipándose al crepúsculo. Detrás, un fondo rojo que luego se hacía cárdeno y finalmente negro había ido borrando el contorno de la tierra de España. Ya no se veía anda. Sólo era perceptible en primer término la silueta afilada de los acorazados británicos anclados en la bahía.
Ya tarde, bajó al 'hall' del hotel. Unas inglesas silenciosas hacían labor de ganchillo; un viejo magistrado británico correctamente ebrio meditaba sus justicias hundido en un butacón; una norteamericana bonita mostraba las piernas; una dama respetable se dormía con perfecta respetabilidad, y media docena de ingleses no hacían nada, absolutamente nada. Es decir, vivían.
Al cruzar el 'hall' advirtió que le miraban; tuvo la sensación de que llevaba un estigma en la frente y de que el ser español pesaba como un agravio. Haciendo acopio de fuerzas soportó sin derrumbarse el peso terrible que sentía caer sobre sus hombros. Cargó con todo. ¡Con todo!
Y aún tuvo alma para levantar la cabeza y seguir adelante… »
Del capítulo LA GESTA DE LOS CABALLISTAS.
y aca otra critica del NYTimes
RépondreSupprimerhttp://tv.nytimes.com/2012/05/28/arts/television/hemingway-gellhorn-has-its-premiere-on-hbo.html?_r=0
Este hombre no estuvo en las trincheras , decir que en España no habia quien defendiera la libertad cuando moria gente por ella me hace no confiar en él , de paso recomiendo ver Generation Kill ( una verdad de un escritor que se jugó la vida en Irak )
RépondreSupprimerQue tenga lo mejor de Valle Inclan es imposible , hay que sumar varios escritores para hacer un Valle.
Por lo demás el post me ha gustado .
chao
Como le comenté cuando estuvo hace poco dando una charla en mi ciudad, descubrí este libro gracias a "Las armas y las letras", y pienso que debería ser de lectura obligatoria en todos los institutos y facultades.
RépondreSupprimerEspero que la reedicción tenga el éxito que se merecen su autor y su editor.
p.
De Chaves Nogales además de artículos sobre su obra y su posición durante la guerra, leí La agonía de Francia que es un documento imprescindible para comprender qué pasó en junio de 1940, en Francia, cuando entraron los alemanes otro buen libro es El maestro Juan Martínez que estaba allí, en Rusia, cuando estalla la revolución bolchevique. Gracias.
RépondreSupprimer