20 janvier 2013

El holandés errante


LO mejor de esta biografía de casi mil páginas es un “Apéndice” de apenas veinte, en el que se nos habla de “la herida mortal de Vincent”. Sólo por ellas sería ya el libro importante que sin duda quedará gracias a la plausible hipótesis expuesta en él. Conocer lo sucedido el 27 de julio de 1890 no es un asunto baladí en la vida de Van Gogh, desde luego: ese fue el día en el que presuntamente el pintor se disparó con un revólver para quitarse la vida. Tal fue la romántica “versión oficial” de la modernidad. Que lo que causó su muerte fuese un acto premeditado suyo, un accidente o algo ajeno a su voluntad es importante: depende de ello no sólo la verdad de los hechos, sino el entendimiento cabal de una de las obras más fascinantes y conmovedoras que quepa imaginar, toda vez que el propio Van Gogh había condenado el suicidio de modo reiterado a lo largo de su corta y atribulada existencia: no sólo como un acto de cobardía sino como algo más grave, un falso testimonio sobre la vida. Claro que también él mismo dejó escrito que “no buscaría expresamente la muerte… pero no intentaría eludirla si me encontrara con ella”.
La idea de que Van Gogh no se suicidó no es ni siquiera original, tal y como Steven Naifeh y Gregory White Smith nos recuerdan ahora, sólo que ellos se han tomado la molestia de examinar como dos detectives minuciosos las pruebas y abundantes contradicciones del caso, así como las razones por las que “convino” desde el principio que se tratara de un suicidio y no de un accidente, empezando por el propio Vincent, quien encubriría así a los verdaderos autores. Serían estos un par de adolescentes amigos suyos, quienes por juego, broma pesada o accidente dispararían el arma de su propiedad. Diríamos, sin embargo, que esa bala le cayó del cielo al pobre Van Gogh, y así la aceptó él, como una inmolación. Pocas razones tenía ya entonces para seguir viviendo. “Morir es duro, pero vivir lo es más”, le había escrito a su hermano Theo a propósito de la muerte de su padre con palabras casi idénticas a otras de Emily Dickinson, pero también le dijo minutos antes de expirar: “Quiero morir así”, aceptando que su viaje había llegado al final, con parada incluida en un manicomio, y que ya estaba en paz; como si dijera: “Así he querido vivir”.
La presente biografía documenta este viaje de un modo microscópico. Cierto que todo biógrafo de Van Gogh cuenta con una fuente inestimable: el conjunto de cartas que escribió a los miembros de su familia, a algunos amigos y principalmente a su hermano Theo, no sólo un monumento universal de la literatura epistolar sino de la gestación y cumplimiento de alguien que podía haber encarnado la figura del superhombre nietzscheano. Los autores de esta biografía sin embargo no consideran “que las cartas de Vincent sean un registro directo y fiable de los sucesos que marcaron su vida o sus ideas en un momento dado”, por lo que las orillan a menudo. “Las mareantes cartas”, llegan a decir de ellas, comprometidos acaso más con el personaje Van Gogh que con la persona Vincent.
¿Y como es el personaje? Naifeh y White, dos profesionales que han escrito también una biografía de Pollok y que dedicaron diez años de sus vidas a esta, procuran proceder con distancia, y subrayan un Van Gogh lunático y “retórico”, caprichoso y egoísta, frente a otro más humanamente próximo y sentimental, insistiendo con rudimentos freudianos en la tragedia del hijo expulsado de la casa del padre y condenado a vagar desde los dieciséis años hasta su muerte, veintiuno después, sumando fracasos en su intento de formar una familia propia y dando tumbos por el mundo: primero para trabajar de dependiente en una galería de arte que lo empleó en La Haya, París y Londres; luego como pastor protestante entre los mineros del mísero Borinage, en Bélgica, y por fin y a partir de los 28 años, cuando decidió hacerse pintor, viviendo en un montón de ciudades y pueblos holandeses, y a lo último en París, Arles, Saint Rémy y Auvers, sostenido únicamente por las mesadas que recibía de su hermano Theo, mitad caridad fraterna, mitad inversión mercantil, y por sus propias pinturas y cartas, única compañía mientras aprendía por su cuenta el oficio de pintor, para el que muchos otros estaban mejor dotados que él. Y así hasta su muerte, nueve años después, en medio casi siempre de una soledad radical. “Soy un viajero, me dirijo a alguna parte, tengo un destino… sólo que ni ese lugar ni mi destino existen”, escribió en un momento de abatimiento, abandonado del “instinto y el sentimiento”, pilares para él del arte y de la vida.  Pocas tan difíciles y trágicas como la suya y pocas llevadas con tanto estoicismo: “Si no te quejas, se pasa antes”. De ahí que su constante invocación a la alegría la encontremos ejemplar, sobre todo cuando, dejado ya de la mano de Dios y frente a la superchería de la religión y del arte exclama como contemporáneo de Nietzsche que es: “El único Dios es el Dios de lo posible”. “Las artes, como todo lo demás, son sólo sueños, uno mismo no es nada en absoluto”, escribió también para añadir esta confesión dolorosa a Theo, un año antes de morir: “Como pintor nunca llegaré a nada. Estoy absolutamente seguro de ello”.
Por suerte para los lectores españoles existe una edición completa de esas cartas que enriquecerán la investigación de Naifeh y White, acercándoles a la persona Vincent, un ser indefenso, tan decidido y heroico como vulnerable y voltario: “Hay cosas en el fondo de nuestras almas que nos harían pedazos si las conociéramos”, había dicho quien alguna vez se vio, al igual que al resto de los pintores modernos, como “un cántaro roto”.
Acaso porque para entonces ya había decidido conocer con una fe inquebrantable el fondo de su alma o los pedazos que de ella quedaban; y a pesar de que dijo que “los que tienen fe no tienen prisa”, se diría que corrió desalado a reunirse con la bala que el 27 de julio de 1890 acabó con su vida. Dejaba casi un millar de cuadros, miles de dibujos y más de dos mil cartas, conjunto portentoso y en su mayor parte realizado durante los últimos cinco años de su vida. Y un hermano que lo sostuvo con no menos tesón y que le siguió a la tumba unos pocos meses después. Y nos dejó sobre todo su ejemplo y el más elocuente testimonio de que “vivir, trabajar y amar son una misma cosa, a fin de cuentas”.
     [Publicado en El País, Babelia, el 19 de enero de 2013]


Ramón Gaya, Homenaje a Van Gogh (el puente de Anglois), 1998.


8 commentaires:

  1. Creo que Van Gogh sufría viviendo porque era demasiado racional, sin embargo cuando pintaba creo que disfrataba y era feliz porque se entregaba a una vehemencia creadora inspirada por una pasión imposible de domeñar.

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  2. Ya leímos esto ayer en Babelia y a todos (*) los que hacemos zUmO dE pOeSíA, que los sábados hacemos "consejo de redacción" para elegir los poemas de la semana siguiente, nos gustó mucho su artículo. Saludos.

    (*) en epiceno.

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  3. Encontré muy interesante este artículo suyo aparecido ayer en Babelia, un interés que, por otra parte, resulta habitual en su pluma.
    La existencia atormentada de Van Gogh, todavía afectada por los últimos vientos del romanticismo, se ha convertido en el prototipo genuino del artista total que, unas veces con sinceridad, y otras para cumplir los cánones,vive empantanado en la inquietud metafísica.
    Me gustaría que alguien supiera descubrir qué parte de la genialidad que les atribuimos corresponde en justicia a los grandes artistas y qué parte a las circunstancias dramáticas en que se desenvolvió su vida. ¿Tan grande era en realidad García Lorca, si olvidáramos por un momento su asesinato? ¿Tan pequeño era a su lado Pedro Salinas? ¿Tan inferior era Manuel Machado a su hermano? Estoy seguro de que estas especulaciones pueden originar provechosos debates. En último caso ayudan a separarse del gregarismo tontuno que bendice a Las Meninas, Beethoven y Velázquez con pleno convencimiento.

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  4. Garcia Lorca es mejor que cualquier poeta español tanto en llegada como en emotividad . Como dominador del castellano el número uno . De hecho las celibridades de la música anglo sajona del 20 han tenido a Lorca como icono y de los demás no saben , ( aunque han oido hablar del Quijote ) .Me gustó la elegía de AT , pero el más de este género en lo que yo conozco es la elegía de Don Federico dedicada a Maria Blanchard . Cuando se habla de Lorca nunca nos referimos a él de usted en cambio a otros sí , quizás no lo necesite . Su labor fue ingente y triunfó universalmente . La elegía se puede leer en Maria Blanchard , Wikipedia .
    De VVG . Supongo que los chicos jugaban a disparar con su pistola descargada cuando le visitaban por lo que aquel día cargó la misma y dio lugar a un suicidio asistido , por lo que la policía cerro el caso , así todo era una época en que era fácil hacer que un crimen pareciera un suicidio .
    Saludos

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    1. El debate sería largo y muy interesante, aunque no es el momento hoy.
      Digamos que a Pedro Salinas y a Azorín, por poner dos ejemplos de "desconsiderados", el tiempo los pondrá en el lugar que les corresponde.

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  5. Quizá podría pregonarse para nuestra época todavía más que para la suya el antolójico lema que sin pensar en pistola alguna se le ocurrió un día a Juan Ramón: “Menos cultura, más cultivo”. Pero cómo, ¿sólo "Extensión Agrícola"?, podría alguien preguntarse con cierto humor. No, la “Cultural” también parece hacer mucha falta. Así que quienes puedan conviene que sigan extendiendo la cultura más auténtica de la mejor manera posible, es decir, admitiendo también en el intento, cosa no siempre fácil, el aire de libertad más limpio. Como, ayudando a descubrir las bellas artes de vivir y morir de Van Gogh, hacen los Sres. Argullol y Trapiello.

    AL AIRE LIBRE
    Rafael Argullol
    El País - Opinión - 26-07-2007

    «Uno de los documentos más conmovedores, a la par que lúcidos, sobre la creación artística son las cartas enviadas durante años por Vincent van Gogh a su hermano Theo. En una época como la nuestra tan poco proclive a las cartas puede sorprender la riqueza y la complejidad de unos escritos íntimos dirigidos a un hermano. En algunas ocasiones, las misivas a Theo por parte de Vincent son pequeñas obras maestras de la confesión literaria, y, en otras, reflexiones bien precisas sobre la tarea del pintor, un ámbito que en Occidente es particularmente fecundo a partir de artistas como Piero della Francesca y Leonardo da Vinci.

    En las cartas a Theo no faltan referencias a la misión moral del arte o a la relación de la pintura con otras esferas artísticas, singularmente con la música, destino final, en opinión de Vincent van Gogh, de todo arte. Con todo, quizá el apartado en el que Van Gogh insiste más es en el que hace hincapié en las condiciones concretas, físicas, que acompañan a la realización de una obra. Pocos artistas han sido tan minuciosos a la hora de describir las circunstancias cotidianas que se proyectan en la ejecución de una pintura.

    Vincent le explica a su hermano con todo detalle la materia prima de la vida que quiere captar en sus cuadros. Desea ser un "pintor de campesinos" o un "pintor de mineros", no en el sentido de pintar representaciones de unos u otros, sino en el de registrar la existencia interna de las cosas. A Van Gogh le interesa la genealogía del agotamiento en un grupo de mineros o la prehistoria de las arrugas en la cara de un leñador del mismo modo en que le interesa la luz de las horas o los motivos del color. Con más contundencia: el color o la luz no son importantes si no en función de mostrar aquellas arrugas o aquel agotamiento.

    De ahí que no sea arbitraria la percepción que tiene alguien como Heidegger del cuadro “Un par de zapatos”, pintado por Van Gogh en 1886 en París: "En la ruda pesadez del zapato está representada la tenacidad de la lenta marcha a través de los lagos y montañas surcos de la tierra labrada. (...) En el cuero está todo lo que tiene de húmedo y graso el suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad del camino". En un par de zapatos, Van Gogh ha pintado una entera historia moral que implica una lucha, un dolor, un esfuerzo, acaso una redención.

    Van Gogh detestaba el estoicismo [“sic”, por esteticismo], y tal vez por esto no se sintió cómodo en ninguno de los movimientos artísticos de su época. Sin una radical perspectiva espiritual, el arte no tenía sentido alguno. Pero la perspectiva, lejos de cualquier tentación teológica, era consecuencia, exclusivamente, de la lucidez y del trabajo. Van Gogh se pelea sensorialmente con la pintura de un modo muy semejante a como Miguel Ángel lo hace con la escultura. En ambos, la búsqueda del espíritu entraña una auténtica batalla corporal de los sentidos. (…)»

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  6. «(…) Van Gogh se pelea sensorialmente con la pintura de un modo muy semejante a como Miguel Ángel lo hace con la escultura. En ambos, la búsqueda del espíritu entraña una auténtica batalla corporal de los sentidos.

    En las cartas a Theo, Vincent prescinde de las digresiones esteticistas para circunscribirse a la violenta pelea que es la pintura. Para describir su cuadro “El café de noche”, pintado en Arlés con dos versiones distintas, Van Gogh escribe: "He intentado expresar con el rojo sangre y amarillo sordo, un billar verde en medio, cuatro lámparas amarillo limón con irradiación naranja y verde. Hay por todas partes un combate y una antítesis de los verdes y los rojos más diferentes". Lucha, combate: son las palabras más empleadas por Vincent cuando trata de explicarle a su hermano en qué consiste su pintura, tanto cuando está en Holanda o en París como cuando, al final de su vida, se traslada a Provenza.

    En las cartas también queda claro que a Van Gogh no le interesa el “paisaje” tal como normalmente hablamos de este término en pintura. Lo que le interesa es el trasfondo moral del paisaje, sea el paisaje "con figuras", sea algo más excepcional y que marcará su talento como artista: el paisaje "sin figuras" que en sí mismo se convierte en expresión de la condición humana. Pocos pintores han logrado trasladar con tal fuerza las emociones a la naturaleza proponiendo una síntesis de cosmología y psicología. Para Van Gogh, un paisaje es un retrato y, a menudo, un autorretrato.

    En la muy recomendable exposición que tiene lugar en la Fundación Thyssen de Madrid sobre los últimos paisajes de Van Gogh es posible observar la maestría alcanzada por el pintor holandés en aquella dirección. No es descabellado contemplar estos cuadros como retratos y particularmente como autorretratos. De hecho, hay un estricto paralelismo entre los colores otorgados al entorno y al propio rostro en la frenética etapa de Provenza. Si “El café de noche”, con sus rojos, verdes y amarillos, habla de las "terribles pasiones humanas", los paisajes de Van Gogh, y singularmente los últimos, ni hablan ni quieren hablar de otra cosa. En Provenza parece que por fin Van Gogh haya conseguido que se cumpla aquel viejo ideal suyo de que el arte sea el hombre añadido a la naturaleza.

    No obstante, también este ideal debe ser comprendido casi en términos de pugilismo. Acostumbrados a imaginarnos al artista encerrado en su estudio, los términos impuestos por Van Gogh son provocativos por su violencia sensitiva. Al igual que Miguel Ángel le confiesa a su fiel corresponsal Vittoria Colonna que no puede concebir la escultura sin la presencia del polvo del mármol que está cortando en Carrara, Vincent le reitera a su hermano Theo que su pintura es, por encima de todo, su propio desnudamiento de la naturaleza.

    Hay una carta de junio de 1888 que tiene el valor de una poética y de una declaración de principios. Vincent le escribe a Theo a raíz de un cuadro pintado al aire libre: "Volver allí no es posible. ¿Por qué iba a destruirla? He salido fuera, en pleno mistral, para hacer lo que he hecho. ¿No es acaso la intensidad del pensamiento, más que la tranquilidad de la pincelada, lo que buscamos? ¿Es posible la pincelada tranquila y ordenada en el trabajo espontáneo en plena naturaleza? No más que en un asalto de esgrima".

    En las últimas cartas que escribe a su hermano Van Gogh acepta por completo la mediación activa de la naturaleza en la ejecución pictórica. El mistral es una fuerza inquietante y liberadora; el sol, el sol del Sur, es deslumbrador y benéfico. Para el postrer Vincent van Gogh, la "tela siempre tiembla": el arte es una pelea abierta al aire libre.

    Del mismo modo en que Nietzsche sugiere no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre, Van Gogh exige a la pintura respirar a pleno pulmón. Toda una lección para la que reivindican un arte recluido en los sótanos de la vida.»

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  7. Muy parecido a Van Gogh resulta Aaron Swartz el visionario de internet que se suicido aunque las malas lenguas dicen que lo eliminó el establistment gringo , como a otros .
    Muy rero el suicidio de Mota de pronovias , el primero en España que se suicidó apuñalandose el pecho . Loa sicologos no conocen caso igual pero los mossos lo vieron claro ya que dejo escritos.
    chao

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