Ayer Antonio Pau trajo de nuevo a Rilke a España. Lo hizo suavemente, en un tono de intensidad inaparente. Tanto que, un poco avergonzado, te reprochaste haber pasado demasiado tiempo distraído de nuestro poeta, si no alejado: “Un ciprés, el olivo, la palmera. Los maestros murieron, nuestros árboles”. Juan Ramón ciprés, Rilke olivo, Pessoa palmera. Parecía recordarnos Pau las palabras de nuestro romance, que Rilke hizo suyas, como cualquier poeta le habla a una semilla, como se habla a la tierra por dentro: yo no digo mi canción sino a quien conmigo va. Y así sentiste cada una de las palabras de Pau/Rilke, una llamada de atención, un “vuelve, la puerta está abierta, no importa la hora”. Recordándonos la inclinación que sintió Rilke a abismarse en las mesas de los espiritistas, Pau nos dijo: pudo haber sido uno de los nuestros, haberse quedado con nosotros, como se quedó en París, en Moscú, en Capri. Acaso haya llegado a ser aún más uno de los nuestros por haberse ido. Tuvo esa suerte. El público de la Fundación March, tan rilkeano, esas mujeres del barrio Salamanca que empiezan a languidecer como los helitropos en cuanto se anuncia el crepúsculo, lo oía en el mayor silencio, como lo oyeron sus cloróticas princesas alemanas. Temía el auditorio romper acaso aquel encantamiento, el embrujo, los poemas que Pau iba recitando: “Se me vuelven las cosas más fraternas / y se detienen mis ojos más lentos sobre ellas”. Aprender a sentir es aprender a mirar, aprender a mirar es aprender a morir. Ayer, sí, Antonio Pau, trajo de nuevo a Rilke a España, y Rilke siguió mirando para nosotros desde las cosas más cercanas, siguió muriendo, más vivo todavía. ¿No fue Malte Laurids Brigge quien dijo: “cuando todo sucede naturalmente las cosas son todavía más extrañas?”.
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