José María Pérez González es alguien a quien le viene como anillo al dedo ese nombre discreto. Es también una persona risueña y animosa, nunca levanta la voz y a sus casi setenta años y a pesar de los reveses trágicos de la vida que le han dejado un poso melancólico, conserva las ilusiones de su juventud, si acaso no las ha acrecentado. El señor Pérez, como diría Pla, es ese amigo al que puede uno no haber visto en dos o tres años ni haber tenido noticias suyas en todo ese tiempo, lo que no obsta para que un día, una mañana, al doblar una esquina, al tropezárnoslo, se levante de nuestro corazón un jubiloso sentimiento, casi infantil, como quien hallara en ese preciso momento el más valioso de todos los tesoros: el amigo verdadero.
¿Y cómo siendo así han podido transcurrir dos o tres años sin que tales amigos se hayan visto, oído, tratado? La respuesta de tal monstruosidad la tiene la ciudad. La ciudad es cruel y angosta los sentimientos nobles, estorbándolos, como oprimen sus adoquines las pocas hierbas que crecen entre sus llagas. José María Pérez González le ha dedicado la vida, como arquitecto, a pensar las ciudades, al tiempo que pensaba en los pueblos. Cuando hace más de treinta años, reactivando los principios de la Institución Libre de Enseñanza, Pérez González puso en marcha en España las Escuelas Taller, con el fin de conservar y restaurar el vandalizado patrimonio arquitectónico español y formar y emplear a los jóvenes de las zonas rurales menos desarrolladas, lanzaba este mensaje progresista a la nación: conservar lo mejor es tanto como crearlo.
En el rato en que los dos amigos han estado juntos, Pérez González, le ha hecho una íntima confesión: antes de jubilarse, le gustaría ver empezado el gran proyecto de su vida, que las casas y ciudades viejas en las que vivimos se adapten de tal modo, que no se desperdicie ni un sólo vatio. “La mejor energía es la que no se gasta, y bien gestionada en nuestras casas, daría para que en veinte años no fuesen necesarias las centrales nucleares. Dinamarca ha visto crecer siete veces su PIB en estos últimos veinte años con el mismo consumo energético”. Su exaltación al hablar no se traduce en el tono de voz. Al contrario, se diría que nace de una convicción tan honda, que más que una soflama parece una confidencia. Así imaginamos que hablarían aquellos benditos Gineres, Azcárates y Cossíos con los que España aún no ha saldado su deuda. “Necesitamos”, añade con esa sencillez que caracteriza a los visionarios, “una silla de cuatro patas: optimizar el envolvente (que las persianas y ventanas cierren bien), adecuar las instalaciones (aires acondicionados, calefacciones), hacer buen uso de ellas y educar a la ciudadanía. Sólo esto generaría miles y miles de puestos de trabajos. Nuestras ciudades y casas se construyeron a menudo cuando nadie pensaba en problemas energéticos. Acondicionarlas, ahorraría millones de euros... Cierto que se necesitaría una vía de financiación, de crédito...”. Y este obstáculo deja momentáneamente pensativo, pero no derrotado, a nuestro amigo, ese modesto visionario, cuyo discreto nombre, Pérez González, poco puede hacer al lado del nombre de Peridis, por el que se le conoce.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el día 22 de mayo de 2011]
Que viva Peridis!
RépondreSupprimerEstoy con Peridis, el futuro está en rehabitar y rehabilitar.
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