16 mai 2011

Elegía en plena primavera

Se está rompiendo el mundo por mil sitios de una manera cruel, pero aquí al lado, en el confín desde el que escribe uno estas palabras, cantan los pájaros. Entre ellos destacan, por la dulzura y lo melodioso de su canto, los ruiseñores. Se confunden a menudo con los mirlos, que los imitan, pero a nadie le importa, porque en la naturaleza no hay plagios ni derechos de autor. Ni piratas.

Podría parecer, sin embargo, que yo fuese ahora a hablar de uno de ellos. No se crea. Es lo contrario. Hace unas semanas alguien a quien conocemos desde niño nos mostró su colección de huevos de pájaro cogidos por él cuando era un muchacho, hacia 1995. Hoy, como ayer, vive del campo y en el campo. Su ocupación principal es, en invierno, la poda de encinas (“tumbar encinas” lo llama, con una seriedad de hombre que nos resulta nueva) y en verano la paja y la hierba que recoge para forraje del ganado. Trabaja desde los catorce años. Unas veces con su padre y otras solo, cosa cada vez más frecuente. Sabe del campo y de cuanto ocurre en el campo todo lo que ha de saberse, distingue cada una de las aves en su vuelo  y los animales que recorren la tierra. Conoce sus nombres y el canto o sonido que emiten, y los imita sin esfuerzo, igual que un cosmopolita habla idiomas extranjeros. Llegó a juntar huevos de ciento cuatro especies diferentes sin salirse de unos contornos que ha conocido a pie. Cierto que algunas estaban ya entonces protegidas. Se defiende: “Yo sé mejor que los guardas de qué pájaros se podían asaltar los nidos y de cuáles no”. Por ejemplo, si en su colección no hay un huevo de búho real, es porque él sabía que no quedan muchos búhos reales, pero si tiene de avutarda es porque está harto de verlas, y en abundancia, diga lo que diga el Boletín Oficial de la Provincia.

Algunos de los huevos son bellísimos, azules como los del cuervo, moteados de rojo, como los de la esquiva y encendida oropéndola. Allí, sobre el serrín, parecen más que huevos, una colección de planetas exóticos, manchados de fuego o nublados por sombras enigmáticas. Entre ellos está, claro, el del ruiseñor, diminuto como el más lejano de los astros. Al preguntarle la razón por la cual hoy oíamos menos ruiseñores que en otras épocas, supimos la verdad. Los herbicidas, con la bendición del Boletín correspondiente, están acabando con ellos, como con otros que han dejado de verse por aquí: picapinos (o carpinteros), abejarucos, mitos (el más pequeño). Y nuestro joven amigo, que no tiene aún treinta años,  ya es un elegíaco. 

Oriente Medio está asolado por revueltas y contrarrevueltas a cada cual más sangrienta, y aquí está uno hablando de pájaros. Quien haya oído cantar una noche de primavera a un ruiseñor (la experiencia es tan sobrecogedora como la de contemplar la bóveda estrellada en alta mar), habrá descubierto cuanto había de valioso y humano en sí mismo. Siempre supimos que las guerras van a donde el hombre va, pero nos ayudaba saber que un ruiseñor nos consolaría de tanta devastación. Que seguirán las guerras nadie lo duda, pero dentro de unos años acaso sólo nos queden esos huevos, ya vanos, que recogió un muchacho, y eso será todo cuanto quede del canto.
         [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 15 de mayo de 2001]

4 commentaires:

  1. Pese a las guerras y los cataclismos su blog nos trae algo de luz, eso también es un consuelo. Gracias

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  2. Muchas gracias por escribir un artículo tan bello. Es como leer una parte de sus diaros. Yo también he estado este fin de semana escuchando a los pájaros en mi casa de Extremadura en ese campo maravilloso que tenemos. Solamente espero que los políticos tomen conciencia de ese tesoro y que no sea devastado por intereses políticos.

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  3. Muchas gracias por enseñarnos lo que no vemos porque no miramos,aunque lo tengamos tan cerca.
    El blog,una maravilla.El artículo,un ruiseñor.Gracias.

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  4. Bellísimo. Guardo y llevo encima el recorte para que no se me olvide nunca. Gracias por acompañar consciencias.

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