AL intempestivo, en su época al menos, se
le sufre mal. Para cuando el tiempo viene a darle la razón, ha muerto ya, a
menudo aplastado por la amargura, la incomprensión y el desprecio de sus
contemporáneos. Hablo en masculino porque los intempestivos que me vienen a la
memoria son varones. Las mujeres, a las que ni siquiera se concedió la
ciudadanía de pleno derecho sino hasta fechas recientes, no hubieran podido ser
intempestivas más allá de la vainica doble. Desde luego no en la vida pública.
Las primeras grandes intempestivas fueron las sufragistas, y en España Clara
Campoamor, enfrentada a la derecha y a los suyos propios, que le pagaron con el
desdén y el olvido. Lo mismo diríamos de los esclavos, o de los que viven en
regímenes dictatoriales o clericales y de muchas minorías acosadas. Sin
libertad, mayor o menor, es difícil ser intempestivo durante mucho tiempo.
A los intempestivos tiende a vérseles
como a personas impetuosas y arbitrarias, en fin, gentes fuera de tiempo y de
lugar. El intempestivo es extemporáneo por naturaleza. Don Quijote sería un
buen ejemplo. Entre los escritores españoles, no sólo entre los entes de
ficción donde abundan, hay unos cuantos intempestivos que gozaron mientras
vivieron de cierta simpatía y respeto. A Unamuno y Baroja, Juan Ramón Jiménez y
Bergamín, incompatibles entre sí, se les puede considerar intempestivos más o
menos civilizados. Sin salirnos de la actualidad y la literatura, a uno le han
parecido también intempestivos Ferlosio, Jiménez Lozano, Savater, Sánchez
Dragó, Espada y Azúa, o Jiménez Losantos y Javier Marías: en el caso de estos
últimos, la “profesionalización” en la denuncia reiterada y monotemática de una
impostura (la impostura y estupidez de lo “progre”, en el primero, o la
estupidez e hipocresía de “la
derecha”, en el segundo), les hace polos opuestos de un mismo talante y contar
cada cual con partidarios que los alientan y secundan. Sin embargo es posible
que algunos consideren sólo intempestivos a los individualistas feroces que van
como Nietzsche con una lata de gasolina pegándole fuego a todos los falsos
valores de nuestra civilización, o a quienes vendrían a ser como su caricatura,
tipo Léon Bloy o Jules Renard, Luis Bonafoux, “la víbora de Asnières”, o el
Eugenio Noel de las furibundas campañas antitaurinas. Ni que decir tiene que no
todos los intempestivos están fundidos en el mismo metal noble que don Quijote,
Nietzsche, Unamuno, Baroja, Juan
Ramón, Noel y otros de los citados, y ejemplos sobran desde Alcibíades
hasta Hitler, pasando por Savonarola. Quiere decirse que entre la demagogia y
la autenticidad hay una distancia que a veces sólo se puede medir en micras, y
muchos de quienes se presentan como intempestivos en un primer momento no
esconden sino un pensamiento retestinado y sustanciado en cualquiera de las
formas de la intolerancia, oculto tras la violencia con la que lo propagan
(pensemos, por ejemplo, en la mayor parte de las sedicentes vanguardias
artísticas contemporáneas, más intransigentes con sus enemigos de lo que lo
fueron estos con ellas nunca).
Alrededor del intempestivo, del verdadero
y del falso (el falso es al verdadero lo que el demagogo al demócrata, el
sofista al filósofo o el corcel al caballo), se crea una cierta expectación,
porque se sabe y se espera de él que dirá, a propósito de lo que sea (política,
moral, estética), bien cosas que todos piensan pero nadie se atreve a decir,
bien cosas que nadie ha dicho porque nadie se ha atrevido a pensar. Es decir,
que dirá cosas diferentes de las que estamos acostumbrados a oír. En cierto
modo el lema del intempestivo “bueno” es kantiano: sapere aude, atrévete a saber, y a la
audacia de atreverse a decir lo que sabemos es a lo que se ha dado en llamar
“lo políticamente incorrecto”. El lema del intempestivo “malo” es parecido al
del “bueno”: facere aude, atrévete a hacer; este suele conducir a la famosa dialéctica de
las pistolas. De ahí que no sea fácil a veces distinguir al intempestivo
verdadero del energúmeno, y la tendencia a creer que los intempestivos
verdaderos son los nuestros, y los energúmenos los de los otros, es también una
costumbre inveterada.
Lo políticamente incorrecto sólo puede
considerarse, claro, en relación con lo políticamente correcto, que es el
conjunto de normas, convenciones, conductas y palabras bendecidas en cada
momento por los poderes con el fin de perpetuarse como poder o de alcanzarlo.
Para ello no ahorrarán promesas y adulaciones a quienes ayuden a consolidar lo
políticamente correcto. Lo contrario, lo políticamente incorrecto, trata de
dinamitar ese conjunto de conductas y palabras sobre los que se asienta una
sociedad convencional, alienada e injusta, y detrás de ello hay también un
catálogo de promesas y recompensas. Incluso el más áspero de los intempestivos
lleva en conserva un puñado de halagos, bien para las masas bien para la
inmensa minoría. Nietzsche sería el ejemplo y modelo de pensamiento
intempestivo. Su superhombre, en vez plegarse a los dictados de la mayoría,
tratará de librar a esa mayoría esclavizada de sus prejuicios, en definitiva de
liberarla, tal y como don Quijote rompió las cadenas de los galeotes. Libres,
se les promete, seréis más felices. Pero como ocurre con todo lo paradójico,
por un mismo hilo de cobre van y vuelven corrientes alternas: puede ser
políticamente incorrecto defender públicamente algo políticamente correcto, por
ejemplo, el lenguaje inclusivo; si alguien defiende el uso del “ciudadanos y
ciudadanas, vascos y vascos” se expone a las burlas incluso de aquellos que
aseguran defender la lucha por la igualdad de las mujeres.
Las formas de manifestarse del
intempestivo causan siempre cierto revuelo. Pero en mi opinión el verdadero
intempestivo no quiere ser polémico ni busca la polémica, al menos directamente.
No es un exhibicionista. La polémica es sólo una consecuencia de las cosas que
dice. Porque hay que decirlas, no basta pensarlas (a la mayor parte de los
políticamente correctos que yo conozco les hace muchísima ilusión decir en
privado que son políticamente incorrectos). “No soy polémico, resulto
polémico”, solía decir Ramón Gaya. Como admirador de Nietzsche, fue una persona
intempestiva que aborrecía la bulla. Un pájaro solitario. Creo que Gaya se
refería a que el intempestivo no lo sería en absoluto si fuese capaz de hacerse
oír reclamando un poco de atención, y ello sin tener que levantar la voz en un
mundo lleno de ruidos y demasiado distraído. A Gaya le debemos una de las
grandes intempestivas de estos años: “Lo más patético del crítico de arte –de
música, de poesía, de pintura– no es tanto que se equivoque y no entienda, sino
que entiende
de una cosa que… no comprende”, escribió. El verdadero intempestivo, el que nos
interesa, no el energúmeno o el demagogo, es aquel que en una sola frase acierta
en la línea de flotación de su época, y pone de acuerdo en su contra a todos
sus contemporáneos, incluso a aquellos que eran antagónicos. Vemos en él y en
su decir como una fatalidad, lo dice fatalmente y al decirlo se inmola, tal y
como apreciamos en Van Gogh. Esa inmolación, lo llamativo de ella, ayudará a
otros tal vez a descubrir la verdad por la que se extremó de ese modo.
La mayor parte de nosotros, sin embargo,
somos convencionales y decimos en público cosas convencionales o guardamos
silencio si vemos que romperlo va a comportar algún tipo de incomodidad o
peligro. La mayor parte de nosotros nos plegamos también a lo políticamente
correcto porque pensamos que lo contrario sería una forma de suicidio. Al
intempestivo no le asusta, sin embargo, quedarse solo frente al colectivo, al
país, al gremio, a la institución que defiende lo correcto con penas
severísimas para quienes traten de ponerlo en cuestión (pensemos en tantos
no-nacionalistas considerados antinacionalistas por los nacionalistas, sólo por
recordar la falacia de creer que lo correcto es ser nacionalista). Teniendo en
cuenta que parece remontarse a un viejo cuento oriental, el primer
intempestivo, la primera persona políticamente incorrecta ni siquiera sería don
Quijote, sino el niño del Retablo de las maravillas que dijo ante el rey desnudo: “El rey
está desnudo”. Diríamos que el verdadero intempestivo es siempre un filósofo,
un niño o un bufón. En cuanto a la primera Carta Magna de lo políticamente
correcto la redactó Gustave Flaubert y la tituló Diccionario de lugares
comunes (o de
las ideas heredadas, más exactamente, es decir, de lo políticamente correcto).
Dinamitar los lugares comunes, verdaderas
fosas sépticas del pensamiento, requiere desde luego una cierta dosis de
audacia e insensatez o, al menos, de inconsciencia, y quien lo haga se expone a
las represalias y el descrédito.
Durante setenta años la izquierda
española circuló la idea de que los mejores escritores e intelectuales
españoles se colocaron del lado de la República durante la guerra civil. Se
podía discutir cualquier cosa, menos esa. Y tenían en cierto modo derecho a
pensarlo: la habían perdido o se la habían ganado unos mamarrachos, tanto da, y
esa fantasía era como si dijéramos un premio de consolación. Repetían una y otra
vez: Lorca, Machado, Juan Ramón Jiménez, Cernuda, Chacel, María Zambrano… De
acuerdo, ¿pero dónde dejamos a Ortega, Azorín, Baroja, Pla, Cunqueiro, Unamuno,
Gómez de la Serna? ¿O qué hacemos con el incómodo Chaves Nogales? Esto era algo
que sabíamos todos, desde luego; ¿por qué entonces se tardó tanto en admitirse
y circularse?
Lo políticamente incorrecto trata, pues,
de desmontar una ficción, esa clase de ficciones que narcotizan a una sociedad
a base de lugares comunes, aunque no siempre lo consigan. Por lo general los
lugares comunes y el lenguaje políticamente correcto suelen estar defendidos
por grupos de presión bien organizados y poderosos, en tanto que quienes los
cuestionan desde su incorrección política suelen ser individuos vulnerables que
actúan a la intemperie y en solitario, francotiradores frente a cuerpos de
ejército bien artillados. “Cántaro roto” se llamó a sí mismo Van Gogh. David
contra Goliat, Hannah Arendt contra el establishment hebreo denunciando el papel de
los Consejos Judíos en la Shoah. Se tomó su Eichmann en Jerusalén como un exabrupto, casi una
provocación, algo en todo caso que no debía circularse y menos por una judía.
Pero ella pensó que si no se tenía en cuenta esa circunstancia no acabaría
nunca de comprenderse por qué y cómo ocurrió todo, cómo la colaboración de
determinados Consejos Judíos contribuyó, y en qué medida, a la destrucción de
millones de judíos. Por ello fue combatida y marginada entre los suyos, al
menos durante un tiempo.
Porque el caso de Arendt y el de otros
más extremos (el de Van Gogh o el de Nietzsche, para no salirnos de los
citados), no es frecuente. Gentes a las que la posteridad sabe situar en un
lugar eminente como ejemplo de probidad y coraje, y los honra por ello.
Lo corriente es lo contrario: demasiado
frágiles, la mayor parte de los intempestivos acaban rompiéndose en mil pedazos
y peor aún, o mejor, según se mire: para cuando el tiempo ha vuelto moneda
corriente aquello que les costó la incomprensión y la marginación, ellos ya no
pueden verlo ni tampoco a quienes no tendrán el menor empacho en presentarse
como defensores de aquello y aquellos a los precisamente destruyeron por
defenderlo. Lo decía Bernardo Soares: “Un día tal vez comprendan que cumplí,
como ningún otro, mi deber nato de intérprete de una parte de nuestro siglo. Y
cuando lo comprendan han de escribir que en mi época fui incomprendido, que
desgraciadamente viví entre desafecciones y frialdades, y que es una pena que
así me sucediese. Y el que escriba esto será, en la época en que lo escriba,
incomprendedor, como los que me rodean, del que será como yo en ese tiempo
futuro”.
Porque tanto como las palabras (son ellas
la punta de lanza de lo políticamente incorrecto y de lo políticamente
correcto), se trata de cambiar el presente, incluso el pasado, la memoria, lo
que hemos dado en llamar el relato de la historia. En definitiva, asegurarnos
el futuro.
Cuando los terroristas de Eta y sus
aliados nacionalistas impusieron la palabra “violentos” sobre la palabra
“terroristas” o la expresión “violencia callejera” sobre “terrorismo
callejero”, ya habían ganado la partida: desde ese momento sus crímenes
quedaban empequeñecidos y reducidos a meros alborotos tribales sin mucha
concreción, preparándose el terreno para ese día en el que, al salir de la
cárcel, no tuvieran que mostrar el menor arrepentimiento por haberlos cometido
ni pedir perdón a las víctimas. Ya habían convencido a muchos de que no se
trató en realidad de “terror” sino de un acaloramiento pasajero, callejero,
lícito y legítimo. En buena parte del País Vasco lo políticamente incorrecto,
pues, es seguir hablando de terroristas y no de violentos, frente al discurso
oficial, la ley no escrita, que hablará de violentos y no de terroristas.
Otras veces, sin embargo, ganan los
buenos. Durante años se trató de reducir la violencia de género o machista a
“violencia doméstica”. Corrieron ríos de tinta. Se mostraron partidarios de
esta última opción principalmente varones, algunos de ellos representantes de
instituciones judiciales, académicas, políticas. Y periódicos, muchos
periódicos. A las feministas les costó lo indecible inculcar en ellos que a las
mujeres se las maltrataba en tanto que mujeres y que si la mayor parte de esos
maltratos tenían lugar en el ámbito doméstico era sólo porque ese es el que
mejor encubre la impunidad de los maltratadores. Que los machistas sigan
caricaturizando la lucha de las feministas recurriendo a excesos de corrección
(“ciudadanos y ciudadanas, vascos y vascas”, etc.), no las desanima en absoluto
para recordarles los tiempos no tan lejanos en los que era políticamente
incorrecto y aun ridículo decir jueza o médica o... feministas. Algo parecido
podría decirse de los homosexuales: habiendo una cincuentena de palabras en
castellano para designarlos, no existía, sin embargo, ni una sola que no fuese
vejatoria, insultante o despectiva, y sólo en fecha relativamente reciente
adoptaron una, gai o gay, de la que está excluido todo matiz ofensivo. No es
ajeno a la conquista de estas palabras y expresiones el hecho de que ya hace
años los cómicos hayan desterrado de su repertorio la mayor parte de los
chistes sexistas u homófonos, así como otros sobre “tontitos”, negros, judíos,
gitanos, que escondían en la hilaridad la violencia, el desprecio y la
discriminación. Y cuando la casualidad ha querido que volviéramos a ver alguna
de esas viejas actuaciones, quedamos aterrados pensando que algún día nos
reímos, atolondrados o estúpidos, de y con eso.
Claro que no todo lo que se presenta como
políticamente incorrecto trata de corregir comportamientos irracionales,
injustos, discriminatorios. Y al revés. En un momento determinado se quiso
cambiar el nombre de los maestros de escuela por el de “profesores de Educación
General Básica”, y llamar a los ciegos, palabra en la que algunos veían
desprecio o saña, “invidentes”. Fue la época en la que los colegios
profesionales “elevaron” a los aparejadores o a los peritos a la categoría de
“arquitectos técnicos” e “ingenieros técnicos”. El tiempo y el uso devolvieron
maestro e invidente al venerable lugar que ocupaban en nuestra lengua, en
nuestra memoria y en nuestra literatura, lo que no se ha logrado con otros
eufemismos como “fallecer”, de uso exclusivo en periódicos y esquelas, acaso
porque se piensa que el que fallece se muere siempre un poco menos o que es una
palabra más respetuosa para el difunto (como quien cree distinguir a su mujer
presentándola como “mi esposa” o “mi señora”). A finales del XIX los
nacionalistas mejicanos empezaron a exigir que se escribiera México por Méjico,
y Unamuno, al que su intempestividad valió el destierro, dijo que él escribiría
México cuando los mejicanos escribieran Guadalaxara. Quiero decir con todo esto
que no siempre, en estas batallas, ha ganado la racionalidad.
Podríamos seguir poniendo ejemplos hasta
el infinito. Leo en una página de internet una larga lista de lo que se
considera políticamente incorrecto hoy día. Por los ejemplos que ponen se
advierte que nos hallamos ante energúmenos más que ante intempestivos, como los
que hace años editaban en Barcelona una revista neonazi con un título que
aludía al nietzscheano “cómo filosofar a martillazos”: El martillo.
Por naturaleza y temperamento tiende uno
a desconfiar de aquellos que alardean de no tener pelos en la lengua y de ir por la vida soltando mandobles
con una maza. Y de todo lo que se grita o sale de la megafonía. Lo decíamos al
principio: hay algo y aun mucho de fatalidad en el verdadero intempestivo,
quien, si pudiera, sería alguien discreto y apagado, civilizado y cortés y por
supuesto con algunos pelos en la lengua. Porque son estos los que a menudo
garantizan la convivencia.
El mundo se ha hecho más hospitalario
gracias a algunos intempestivos, que fueron mal entendidos en su época y
arrinconados, cierto. Pero también hemos visto que cada vez que el mundo se ha
vuelto inhóspito y cruel lo fue porque algunos falsos intempestivos lograron
ponerse al frente de las multitudes a las que contagiaron su locura. Porque, se
me olvidaba decir, los males de este mundo proceden de que la locura de los
intempestivos verdaderos (don Quijote o Bernardo Soares) no suele contagiarse,
en tanto que la de los falsos intempestivos suele causar verdaderas epidemias.
Uno agradece y admira y se deja acompañar
de los verdaderos intempestivos, que remueven las conciencias y ayudan a
sacudirse la tontería y los prejuicios de cada época, tanto como le cargan los
intempestivos falsos y semifalsos, aunque tampoco querría uno olvidar ahora,
llegados a este punto, a Emily Dickinson: “Di toda la verdad, pero sesgada”.
Pues eso.
(Publicado en Jot Down, número 6. Febrero de 2014)
Manifestantes de la Memoria Histórica en la Puerta del Sol, frente a la antigua DGS franquista. Tarde del 13 de febrero de 2014. En una de las pancartas, fotografía de Antonio Machado. |
Sigo desde el principio la trayectoria de Jot Down esperando que de una vez despunte y se desembarace de ciertos articulistas que ofrecen mínimo interés y mucha pedantería condensada. O dicho de otro modo, si la mayoría de lo que se leyera en sus páginas fuera de este nivel me suscribiría.
RépondreSupprimerOfrecer en el mismo local pinchos, mazapanes, enchiladas y yemas de Santa Teresa no puede ser buen negocio.
Gracias por este pedazo de desayuno. Carmen
RépondreSupprimerEra Machado quien decía que es mucho más difícil estar a la altura de las circunstancias que por encima de la masa.
RépondreSupprimerY todo por ser ranas demandando rey a don Júpiter una y otra vez. Tragándonos y astragándonos entre nosotros, merecido tenemos que nos traguen y astraguen los reyes ―no tanto que nos trague y astrague don Júpiter.
RépondreSupprimerOtro ejemplo al que tampoco se hizo caso:
ENXIENPLO DE LAS RANAS EN CÓMO DEMANDAVAN REY A DON JÚPITER [199 y ss.]
Las ranas en un lago cantavan e jugavan,
cosa non les nuzía, bien solteras andavan; (1)
creyeron al dïablo, que del mal se pagavan,
pidieron rey a Júpiter, mucho gelo rogavan.
Enbióles Don Júpiter una viga de lagar,
la mayor qu[e] él pudo, cayó en ese lugar,
el grand golpe del fuste fizo las ranas callar,
mas vieron que non era rey para las castigar.
Suben sobre la viga quantas podían sobir;
dixieron: “Non es este rey para nos servir”.
Pidieron rey a Júpiter como l’ solién pedir;
Don Júpiter con saña óvolas de oír.
Enbióles por rey çigüeña manzillera (2);
çercava (3) todo el lago, ansí faz la ribera,
andando picoabierta; como era vente[r]nera (4) ,
de dos en dos las ranas comía bien ligera.
Querellando a Don Júpiter, dieron bozes las ranas:
“Señor, señor, acórrenos, Tú que matas e sanas;
el rey que Tú nos diste por nuestras bozes vanas,
danos muy malas tardes e peores mañanas.
Su vientre nos sotierra, su pico nos estraga,
de dos en dos nos come, nos abarca e astraga (5);
Señor, Tú nos defiende, Señor, Tú ya nos paga (6);
danos la tu ayuda, tira de nos tu plaga”.
Respondióles Don Júpiter: “Tened lo que pidistes;
el rey tan demandado, por quantas bozes distes,
vengue vuestra locura, ca en poco tovistes
ser libres e sin premia (7); reñid (7), pues lo quesistes”.
Quien tiene lo que l’ cumple con ello sea pagado:
quien podiere ser suyo non sea enajenado,
el que non toviere premia nos quiera ser apremiado:
libertad e soltura non es por oro comprado.
Bien ansí acaesçe a todos tus contrallos:
do son de sí señores tórnanse tus vasallos;
tú, después nunca piensas sinon por astragallos,
en cuerpos e en almas, así todos tragallos.
-------
(1) ‘Nada les hacía daño, andaban muy libres’.
(2) manzillera: ’carnicera’
(3) çercava: ’rodeaba, daba vueltas’.
(4) vente[r]nera: ’comilona, golosa’.
(5) nos abarca e astraga: ‘nos agarra y nos devora’.
(6) Tú ya nos paga: ’conténtanos, danos satisfacción’.
(7) sin premia: ‘sin opresión’. | –reñid: ’quejaos’.
ARCIPRESTE DE HITA, Libro de Buen Amor. Ed. de Jacques Joset, Espasa-Calpe. Madrid, 1974.
El Roto, siempre intempestivo:
RépondreSupprimerhttp://elpais.com/elpais/2014/02/14/vinetas/1392399903_120354.html
Sin embargo, no sé si habrá otra época con más heterodoxos e intempestivos que ésta, en que no haya nada más ortodoxo que ser lo opuesto. Paradojas. Parece que, además de la moda y de lo que remata la figura el poderse colocar, como remate, la prenda de la heterodoxia, hay no pocos que recurren a la intempestividad para justificar que, o nadie se acuerde de ellos, o que no lo hagan en la medida en que se creen merecedores. Recuerda a tantos que, ante cualquier contratiempo, denuncian la envidia generalizada como el más extendido vicio entre los españoles (cuando me parece a mí que, si no más aún, sí en la misma medida, el vicio que define más a los españoles, al menos a los que se asoman a los medios, es la presunción de creerse objeto de la envidia de los demás).
RépondreSupprimerIntempestivos sabe hacernos a todos el Padre Tiempo.
RépondreSupprimerBaroja o Pessoa-Soares, quizás el reflejo de una época, una vida que se vive como individuo sabiendo que la soledad es el único asidero.
RépondreSupprimerA los españoles no les define nada que no defina a otros , el vicio español es hablar mal de los españoles para disculpar las propias frustraciones .
RépondreSupprimerNo hay afición , falta entusiasmo y los escritores ven como sus palabras ya no valen para nada . Todo lo que se escriba ahora tiene que ser para combatir la crisis , los grandes libros y grandes poemas ya están escritos y los premios generan dudas sobre corrupción que no nos gusta a los aficionados . Un escritor debe tener franqueza , ironía , trabajo y si es incendiario mejor que intempestivo , hay que decir cosas nuevas , algo que el lector no espere y hacerlo con probidad no mirando que te quede bonito .
Hacen falta muchos sitios como Hemeroflexia para crear afición pero trabajar por amor al arte ( que deberían ) no les va y con ello pierden la madera de escritor creativo y tienen que volver de solistas con su antiguo y repetitivo repertorio
"El Conde Lucanor" / Don Juan Manuel; edición y versión actualizada de Juan Vicedo
RépondreSupprimerCuento XXXII
LO QUE SUCEDIÓ A UN REY CON LOS BURLADORES QUE HICIERON EL PAÑO
(…) »Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.
»Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.
»Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
»El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.
»Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.”
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-conde-lucanor--0/html/00052e2a-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html#I_35_
[Final del cuento que en lugar de niño versiona negro sin honra que perder. Si reencarnado, este mismo negro fuese uno de los ahogados en Ceuta el otro día, ¿quién tras quitarse el miedo, Europa, reconocerá ahora lo que es verdad y nos la contagiará?]
Yo relacionaba el titulo del post con el bufón del Rey Lear pero ahora me inclino por el negro del Conde.
RépondreSupprimerSi manipulamos la gramática para luchar por una causa, estamos prostituyendo el idioma.
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