LA decisión de pedir a Sebastiaan Faber una reseña de Las armas y las letras fue arriesgada, como expone Jordi Gracia en la ponderada presentación del dossier de Ínsula, aunque parece que está también en el origen de que se le encargara a Jordi Amat el escrito que se publica a continuación. De modo que sí: gracias, SFaber. Lo cortés, decía Xavier Villaurrutia, no quita lo Cauthémoc.
* * *
La puerta del
perdón
Jordi Amat
Cuestiones personales
No recuerdo exactamente desde cuándo
tengo esas cartas en casa. Mi tío me las confió hace algunos años, tras haber
dado con ellas en el desván de la casa de campo familiar y diría que sin
haberlas leído apenas. Decenas de cartas conservadas dentro de sus sobres,
escritas durante la Guerra Civil por mi abuelo materno y sus hermanos. Cartas
agrupadas sin orden aparente en paquetes, ligadas con un nudo de viejo hilo
rasposo que en su día, cuando las estuve husmeando, fui incapaz de anudar de
nuevo. Las sepulté dentro de una horrenda bolsa de plástico de supermercado y
quedaron en lo alto de una estantería, en un cuartucho al lado despacho, acumulando
polvo. Hasta hoy. Como si se tratase de un acto reflejo, terminada la lectura
de la última novela de Andrés Trapiello, he ido a por la escalerilla metálica,
he subido un par de peldaños y he vuelto a coger la dichosa bolsa de plástico.
Apenas sé nada de la peripecia de mis abuelos durante la guerra. Con polvo y la
bolsa entre manos he ido a buscar la única carta de la que conservaba un
recuerdo, vaguísimo, y ha resultado fácil dar con ella, porque estaba suelta ya
que no la guardé en su sobre correspondiente.
Dirigida a su hermano
Martín, Olegario –l’avi Oleguer- la escribió el 28 de marzo de 1939 en
el Hotel Suizo de Castellón de la Plana. Apenas faltaban cuatro días para el
final oficial de la guerra. El tema de la carta es la crónica de cómo, cuatro
semanas antes, mi abuelo, cuyo último destino había sido la Brigada Mixta 221,
había conseguido cambiarse de bando, pasando del republicano al insurrecto,
acompañado de un comandante y más de sesenta soldados de su brigada. Tal como
lo narra, mi abuelo se otorga un papel protagonista en la organización de
aquella deserción colectiva. La noche del día 3 fue cuando pudieron
escabullirse de la mirada del “comisario rojo” que les controlaba. El grupo iba
armado (bombas de mano, un par de ametralladoras, fusiles) y uno de ellos fue
elegido como enlace para acercarse a las filas franquistas y revelar su propósito
al teórico enemigo. “El primer abrazo con los Nacionales es algo grande!! El
poder de nuevo besar la mano de un representante de Dios… Poder de nuevo oír la
Santa misa y recibir de nuevo solemnemente los Santos Sacramentos…”. Mi difusa composición de lugar era que
mi abuelo –el Doctor Fusté de Vilanova i la Geltrú (una localidad media de la
costa sur de Barcelona), “el metge negre” como era conocido en
su pueblo- se debía haber pasado mucho antes, motivado por su religiosidad y
escandalizado por la barbarie revolucionaria (le recuerdo un comentario
elogioso de las memorias de Tísner porque el escritor y caricaturista sí
había tenido el valor de reconocer que durante los primeros meses de la guerra
se había matado a mansalva en la retaguardia republicana barcelonesa).
Pero mi versión era
imprecisa. Fue en la prórroga de la guerra, en el momento en el que la victoria
ya estaba decidida, cuando pudo desertar. Y además descubro ahora que, cuando
escribió la carta, tenía problemas con la justicia del nuevo estado y por ello
pedía ayuda a su hermano Martín, que ya era el Caballero Mutilado que no tardaría
en jugar un cierto papel en la abogacía franquista de la postguerra
barcelonesa. “Te ruego vengas por aquí”, le decía, “por su fuese posible
aligerar mi asunto, ya que continúo en prisión atenuada esperando el fallo del
expediente que están instruyendo. Hasta la fecha no me han procesado”. Quizá
esa situación de prisión atenuada y el estar expedientado explique su reiterado
uso de la retórica primaria que asociamos a la propaganda de guerra franquista,
la adaptación a su propio caso del idiolecto convertido ya entonces en cromo
maniqueo. ¿Escribió mi abuelo la carta, y con ese tono, para defenderse? ¿Por
eso la escribió en castellano y no en su lengua materna, el catalán? ¿Para que
la leyese el general que, según agradecía a su hermano, le estaba avalando? Es
probable. ¿Cuándo se falló su expediente? En el tramo final de la carta mi
abuelo alude a Soledad, una mujer que no es mi abuela, cuyo nombre nunca escuché
e casa y que desde julio estaba detenida en Barcelona por “los compinches de
Negrín”. ¿Qué fue de ella?
No creo que mi abuelo
apenas contase nada de todo aquello. Tampoco le debieron preguntar. Y la vida
siguió porque el tiempo no se para y él sólo podía seguir. ¿Empezar? Siguió con
su carrera de médico, se casó, tuvo hijos… En la mítica familiar todo relato
del pasado se concentraba en una noche del año 1955 en la que Olegario y su
mujer Carmen, junto a otras pocas parejas amigas, se atrevieron a celebrar las
típicas “comparses” del Carnaval sin autorización, un gesto explicado como un
acto casi heroico de fidelidad al pasado y a la catalanidad proscrita. Así me
lo contaron y en parte así debió ser, pero no es la única interpretación
posible. El profesor Antonio Canales Serrano, en el libro Las otras derechas, habla de esa
noche que para mí siempre ennobleció a los míos como ejemplo prototípico de los
guiños a la derecha católica de tradición catalanista que caracterizó al
vilanovismo franquista. Pero entre 1939 y 1955, ¿qué? ¿Cómo había sido su vida
a partir del día de escritura de la carta? ¿Cómo digirió el recuerdo de su
participación en aquella guerra en la que otro de sus hermanos empezó a beber y
nunca dejaría de hacerlo? Nadie podrá darme esas respuestas. Tampoco ésta: ¿mató?
Piedad y perdón
Y otra pregunta, la última: ¿es
pertinente desarrollar esta reflexión, tal vez impúdica, para intentar desentrañar
el valor de Ayer no más? No he sabido desprenderme de la necesidad de
inquirir sobre los míos desde que leí la novela. Lo confieso. Esta lectura ha
puesto en marcha una necesidad íntima por saber, sin encubrimientos ni afán
justiciero, qué hicieron y qué les sucedió a los míos. Y diría que esta dinámica
–esta recepción impuesta por el discurso de la novela- es la demostración de la
densa autenticidad moral que bombea un libro inolvidable. Porque la literatura,
cuando es de calidad, interpela de manera imprevista y su recuerdo luego madura
en la memoria, obligando al lector a repensarse en la medida que el texto ha
pasado a formar parte de sí, convertido en experiencia real, viva. Así la
novela de Trapiello me viene forzando a tratar de desenterrar unas raíces a
través de las cuales creo que podría profundizar en saber por qué soy quién soy
toda vez que la retahíla de preguntas antes formulada no pretende otra cosa que
saber cómo vivieron y qué sintieron aquellos que me precedieron al vivir y
sobrevivir a una experiencia límite. La novela logra sacudir la conciencia,
creo, porque su autenticidad moral, madura y remansada, debe haber sido el
resultado de un lavado de fondos autobiográfico profundo y dilatado.
Para el narrador
principal de este libro coral –el protagonista, el profesor de historia leonés
José Pestaña, separado de sesenta y tres años, universitario valioso- todo nace
del afán de comprender por qué “alguna vez fuimos felices” y luego dejaron de
serlo. La felicidad familiar de la infancia, cuya imagen metaforiza la fotografía
de la cubierta y describe en las nostálgicas estampas provincianas de las páginas
280, empezó a resquebrajarse un día, y su mundo y el de su padre empezaron a
separarse. Más que el intento de suturar esa grieta que el tiempo sólo iría
ensanchando, sobre todo desde el momento en el que en las aulas él entró en
contacto con los virus izquierdistas, José Pestaña, sin haberlo premeditado,
empezará a asediar las causas profundas que hicieron inevitable el corte
doloroso, fatal, irreparable, del cordón umbilical. Para saber por qué deberá
atreverse a taladrar la caja negra de la conciencia que su padre ha logrado
tener blindada desde bastante antes del nacimiento del hijo. No es una operación
banal ni inocente porque la verdad, que nos puede hacer más libres, también
puede descubrirnos monstruos. Y es que ese asedio implicará combatir, a tumba
abierta, las artimañas apaciguadoras del olvido y las verdades parciales sobre
las que su padre ha construido su vida adulta. Implicará saber cuál fue su
papel durante la Guerra Civil. Implicará hacerse preguntas y buscar respuestas.
Implicará descubrir la posibilidad que la violencia desaforada hubiese fecundado
su genealogía.
La búsqueda la pone en
marcha una doble casualidad. Primera. Padre e hijo se cruzan en la Plaza de
Santo Domingo, la lluvia les obliga a resguardarse bajo los soportales de un
hotel que durante la guerra albergó a la Legión Cóndor. Intercambian unas pocas
palabras de circunstancias. Segunda casualidad. Otro viandante, que se protege
como ellos de la lluvia, les escucha y reconoce la voz del padre. Se le activa
la memoria. Es la misma voz que escuchó un día lejanísimo. Le pregunta si él
era uno de los integrantes del puesto que Falange tenía en Carrocera. Sí,
responde el padre. Pues él, Graciano Custodio, era el hijo de Ángel Custodio,
el hombre inocente al que aquellos falangistas, en la Fonfría, asesinaron a
sangre fría delante de su mirada infantil. “Perdón” es lo único que sabe
articular el padre del protagonista. “De aquel dedo artrósico lleno de nudos
parecía haber salido una bala que le hubiese acertado en un lugar más sensible
que su memoria, en su conciencia”. Víctima y victimario se separan. José Pestaña,
sin revelar que es hijo de su padre, se acerca a Graciano Custodio, que le
contará que está buscando el cadáver de su padre para poder enterrarlo y cerrar
el círculo de dolor que le ha atenazado toda su vida. La acción pendulará entre
pasado y presente, seremos testigos de ella a través de la perspectiva de
varios personajes –compañeros de claustro de Pestaña (incluida la serpiente
envidiosa que nunca falta), su familia, la familia Custodio-, y todo quedará
enmarcado, pecando (creo) en ocasiones de excesivo presentismo, en el
movimiento de la Memoria Histórica y lo que ese movimiento desencadenó en múltiples
planos (políticos, literarios, periodísticos, historiográficos, judiciales e
incluso convivenciales, como evidenció la lastimosa y tan significativa batalla
de las esquelas que se desarrolló en la prensa).
Aquella escena
fundacional de la acción del libro religa el pasado traumático a un presente
con heridas vitales aún por cicatrizar. Pero esta no es una novela cuya
significación profunda vaya desenvolviéndola el progreso de la acción narrativa
sino que la trama en su integridad vale, sobre todo, como estructura que
posibilita una progresiva densificación meditativa cuyo propósito no es inquirir
en las razones políticas del conflicto. No. Lo memorable de la novela tampoco
es la caduca ideologización al uso ni la acción que se deriva de aquella
primera escena sino la meditación de naturaleza filosófica que, como si se
tratase de una nivola unamuniana, va acompasándose al discurrir de la
trama (las citas de Nietzsche, Benjamin o Harendt son recurrentes). Como se
plantea explícitamente en una potente escena de diálogos –la de la cena de un
filósofo, Pestaña y la joven investigadora del Departamento que se lía con él,
colocada justo en el centro del libro- quizá la novela pueda ser considerada
como un ejercicio de reflexión sobre el mal, “el reto del pensamiento
occidental y de toda la filosofía”.
Por ello lo tragedia de
la Fonfría adquirirá un valor que la trasciende como mero episodio histórico.
Se transforma en “un fractal que conserva, como en un compás, toda la
complejidad de la vida y de lo vivido”. Y esta complejidad es el corazón de la
novela. Porque Ayer no más, enraizada en la historia, tematiza algo que
los libros de historia no pueden conceptualizar. Algo que es patrimonial de la
literatura. Un valor que, para entendernos, podríamos catalogar de cervantino,
aunque, en este caso, al tratarse de las causas y las consecuencias en
individuos concretos enfrentados en una “orgía sangrienta”, tiendo a pensar que
tal vez sería mejor definirlo como machadiano en la medida que lo esencial de
la novela de Trapiello, para mí, es su intento honesto de comprensión de la
otredad dolida. Una obra de compromiso civil nutrido en la exigencia literaria.
Trabajar con la palabra a favor de un país que pueda “expiar su culpa porque no
ha olvidado el sentimiento de piedad que hace habitable el mundo”. El intento
de abrir la puerta del perdón con la llave de la piedad para poder habitar
colectivamente las moradas de la paz.
No he leído la novela, y no puedo por tanto valorar el comentario de Amat en relación con ella. Pero me llama poderosamente la atención el párrafo que copio: "No es una operación banal ni inocente porque la verdad, que nos puede hacer más libres, también puede descubrirnos monstruos. Y es que ese asedio implicará combatir, a tumba abierta, las artimañas apaciguadoras del olvido... Implicará hacerse preguntas y buscar respuestas. Implicará descubrir la posibilidad que la violencia desaforada hubiese fecundado su genealogía". Y me la llama porque bien podría ser un comentario del "Edipo rey" de Sófocles, al que sin embargo no se menciona. ¿Es pura casualidad?
RépondreSupprimerYo también creo que la historia a veces la cuentan mejor los novelistas que los propios historiadores, entre otras cosas porque lo sucedido es siempre mucho más que la relación exhaustiva de los hechos aparentes, por encomiable que resulte el esfuerzo de investigarlos y transmitirlos. O dicho de otro modo: hay dos realidades que corren paralelas y la que corresponde a la vida misma la transmite mejor un novelista.
RépondreSupprimerEs una de las mejores reseñas que he leído sobre "ayer no mas", y confieso que si la novela incita a preguntar sobre la situación y comportamiento de la familia de uno en aquellos tiempos,( aunque en mi caso personal las preguntas y respuestas eran cortas, mis tenían 16 años).
RépondreSupprimerSobre las armas y las letras, lo leí hace ya varios años, pero me hizo ampliar mi visión sobre una guerra, que solo la conoces por las historias y los libros, y vislumbras muchos más escritores de la época que no conocía. Es un magnifico libro.
saludos
Los libros que ha escrito Trapiello han sido, como leemos en el texto de Jordi Amat, detonadores para que personas que han vivido entre silencios y olvidos intenten profundizar en el conocimiento de una época compleja que se ha tratado de definir a gruesos trazos muchas veces desde el sectarismo de los bandos enfrentados. Es un intento de justicia y de aproximación a la realidad vivida gracias a los testimonios de muchas personas que fueron silenciadas y olvidadas porque en dependencia de los vientos que soplaran no convendrían sus testimonios o el conocimiento de sus obras, y la recuperación de la obra de Chaves Nogales, de Campoamor son claves. Porque si un periodista del talento y la trayectoria de Chaves pudo ser silenciado qué podríamos decir de las historias de tanta gente que pasaron o desaparecieron víctimas de los oportunismos y los olvidos cuando lograron escapar a los paseos, las torturas o los fusilamientos. Como pregunta Amat por una mujer de la que nunca más escuchó decir una palabra. Cada persona merece atención y el cuidado de la memoria debe incluir la historia de todos, porque es con esos fragmentos individuales que se construyen y se destruyen generaciones y épocas. Leer aquí a Andrés Trapiello me ha permitido comprender muchas cosas y corroborar datos y opiniones sobre personas y sobre los hechos de la guerra civil. No he leido los libros pero sí todos los artículos y polémicas que aparecen en esta publicación y se lo agradezco porque es necesario investigar y enseñar la historia lo más libre posible de ataduras ideológicas que lo deforman todo y reducen o destruyen las vidas y las obras de las personas.
RépondreSupprimerEs pura casualidad.
RépondreSupprimerMil gracias a Jordi Amat por su respuesta a mi nota. Pero no me negará que es una casualidad de veras curiosa, y sobre la que se podría escribir largamente. Y enhorabuena por su texto, que no conocía y que me ha parecido interesantísimo.
SupprimerLa novela no trata solamente sobre la memoria histórica, creo que también, y principalmente, sobre la dignidad de los seres humanos en circunstancias brutales de agresión y violencia. La reconstrucción de ese pasado que puede destrozarnos al mismo tiempo que nos salva de nuestro pasado, haciendo que asumamos las circunstancias en las que se produjeron los acontecimientos.
RépondreSupprimerSobre la memoria histórica todos tenemos nuestra composición de lugar , en la guerra nadie es forjador de su destino , los artistas que se exiliaron lo fueron porqué daban un relumbrón a los países de acogida , era una acogida selectiva . Hoy en día hay una telesolidaridad , en la distancia nos solidarizamos con los sirios que se han tenido que comer las hojas de los árboles de Homs , pero no hacemos nada ( de hecho nos interesa más Ucrania ) . Yo no soy mejor que las personas que vivieron aquello , todos habríamos hecho lo mismo .
RépondreSupprimerLeí " ayer no más " y me gustó la calidad literaria , sobre todo la primera mitad del libro , sentí emoción y me sentí participe de las situaciones , me trasladó a la época y a conocer mejor el sentimiento de la gente , luego de Garzón y tal pues ya lo conocemos . En ningún momento me resultó dogmática , es más creo que no solo es una novela para consumo español , ya que habla de un hecho universal y actual . Los españoles somos como los demás , ni mejor ni peor , la historia es una sucesión de actos violentos ineludibles para el común de los mortales.