CONTRA lo que da a entender el título de este artículo doble, no tratará de la memoria histórica. Ni siquiera del discurso que leyó el pasado 11 de septiembre en Madrid la historiadora y diputada Álvarez de Toledo. Debería distribuirse en la entrada de los colegios españoles, incluidos por supuesto los catalanes, y no tanto a los chicos y chicas, como a sus profesores. Búsquenlo en la red. Empezaba con palabras que debieran hacernos pensar (“A esta hora, en las calles de Barcelona, miles de personas están conmemorando una guerra civil”). En él se alude al tratado de paz que firmaron en Viena en 1725 Felipe V y Carlos VI, ya saben, los reyes que prendieron entre españoles, incluidos por supuesto los catalanes, una guerra civil que acabó en Barcelona en 1714. En aquel tratado ambas facciones se comprometían a que «habrá por una y otra parte perpetuo olvido (...) como si absolutamente no hubiese intervenido tal guerra». Nietzsche lo formuló maravillosamente: “Es posible vivir casi sin recuerdos, incluso vivir feliz, pero no vivir sin olvidar; un exceso de historia daña la vida”. De ahí que desconfíe uno siempre de aquellos que están a vueltas todo el santo día con la historia, Hitler y su milenarismo, Stalin y sus boyardos, Franco y sus tercios de Flandes o, por venir a los de ahora, perpetuamente agraviados... Vamos a dejarlo aquí, porque no iba a ir este artículo por tales derroteros.
Estaba pensando uno desde el principio en algo que no rebasa su propia y limitada experiencia personal. La vida, no siempre misericorde, le lleva a uno a veces de aquí para allá como conferenciante, presentador, apologeta, charlista o camillero. De todos estos oficios acaso el más triste es este último. Frente a un público en general generoso y entregado, un pequeño grupo de personas interviene en una mesa redonda que acaba teniendo más de camilla que de mesa, a tenor de la desenvoltura con la que todos acaban o acabamos hablando en ella. Cuántas palabras ha ido sembrando uno a los cuatro vientos a lo largo de su vida. Es desolador. Y con qué frecuencia fueron afectadas, solemnes o ligeras, malvadas o aduladoras, estúpidas, vanidosas, confusas... Hablar en público nos hace distintos a casi todos. Sale luego uno de esos actos en los que ha intervenido, diciéndose amargamente, acabado a manos de su propia incontinencia verbal: “¿y a mí quién me mandó venir aquí? Cuánto mejor callado”.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 5 de octubre de 2014]
Todo por no hacer caso a Pascal: "La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse tranquilos en casa". Más en concreto, en la mesa camilla.
RépondreSupprimerF.G.
« El triste dejo del triunfo es el desencanto. No, no era aquello. Lo que hiciste o dijiste no merecía los aplausos con que te lo premiaron. Y llegas a casa y te encuentras en ella solo, y entonces, vestido como estás, te echas sobre la cama y dejas volar tu imaginación por el vacío. En nada te fijas, en nada concretas tu imaginación; te invade un gran desaliento. No, no era aquello. No quisiste hacer lo hecho, no quisiste decir lo dicho; te aplaudieron lo que no era tuyo. Y llega tu mujer, rebosante de cariño, y al verte así, tendido, te pregunta qué tienes, qué te pasa, por qué te preocupas, y la despides, acaso desabridamente, con un áspero y seco: ¡déjame en paz! Y quedas en guerra. Y en tanto creen los que te censuran que estás embriagado con el triunfo, cuando en verdad estás triste, muy triste, abatido, enteramente abatido. Te has cobrado asco a ti mismo; no puedes volver atrás, no puedes retroceder en el tiempo y decir a los que iban a escucharte: Todo esto es mentira; yo ni aun sé lo que voy a decir; aquí venimos a engañarnos; voy a ponerme en espectáculo; vámonos, pues, cada uno a su casa, a ver si se nos mejora la ventura y adobamos nuestro juicio.
RépondreSupprimerEl lector echará de ver, de seguro, que escribo estas líneas bajo un apretón de desaliento. Y así es. Es ya de noche, he hablado esta tarde en público y aun se me revuelven en el oído tristemente los aplausos. Y oigo también los reproches, y me digo: ¡tiene razón! Tiene razón: fue un número de feria; tiene razón: me estoy convirtiendo en un cómico, en un histrión, en un profesional de la palabra. Y ya hasta mi sinceridad, esta sinceridad de que he alardeado tanto, se me va convirtiendo en tópico de rétorica. ¿No sería mejor que me recogiese en casa una temporada y callase y esperara? Pero, ¿es esto hacedero?, ¿podré resistir mañana?, ¿no es acaso una cobardía desertar?, ¿no hago algún bien a alguien con mi palabra, aunque ella me desaliente y apesadumbre? Esta voz que me dice: ¡calla histrión!, ¿es voz de un ángel de Dios o es voz del demonio tentador? ¡Oh Dios mío!, Tú sabes que te ofrezco los aplausos lo mismo que las censuras; Tú sabes que no sé por dónde ni a dónde me llevas; Tú sabes que, si hay quienes me juzgan mal, me juzgo yo peor que ellos; Tú, Señor, sabes la verdad; Tú solo; mejórame la ventura y adóbame el juicio, a ver si enderezo mis pasos por mejor camino del que llevo.
"No sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos" digo con Don Quijote. (…) »
[Pasaje unamuniano de la “Vida de don Quijote y Sancho” que AT conoce muy bien: en parte está en “La manía”. ¡En la manía de no ser funcionario!, protestan madres y extremeños asturianos. Ya sesentón, como no se dé prisa va a quedarse sin pensión. Aunque si los frentes secesionistas o populistas lo permiten, la señora historiadora y diputada siempre podrá hacer algo.]
" ¡Memoria! ". Y se murió.
RépondreSupprimer(Últimas palabras, Adolfo)
Nada de hablar por hablar... En una situación límite se escribe y las palabras son como el final del trayecto. Parecen siempre las mismas, ahí quietas, sin admitir réplica ni continuación. Lo que cabrea la palabra poética.
RépondreSupprimerSiquiera el ancla / de unas cuantas palabras / contra el olvido.
RépondreSupprimerO palabra inflada, o palabra poética; el término medio no existe, es ilusorio; aunque en mitad de esa irrealidad campanos diariamente y falsificamos así el mundo, casi siempre repitiendo o multiplicando los mismos aceites y derivados del miedo y el tiempo... No mucho más allá de las hormigas.
RépondreSupprimerEn un viejo país ineficiente,
RépondreSupprimeralgo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
De vita beata - Jaime Gil de Biedma
"Sed parcos. No cantéis en la vida, ni os lamentéis en la muerte".
RépondreSupprimer(Mo-Tse)
Sabiduría china nada desoladora.