SE mencionaba en la primera parte de este artículo el pesar que nos acompaña a muchos de los que hemos de hablar en público, echándonos a la espalda “palabras, palabras, palabras”, por decirlo con las de Hamlet. Claro, que no siempre tiene por qué ser así. También hablar, en público o en privado, puede llevarnos a la plenitud como seres humanos, tanto al que es elocuente como a aquel que tartamudea y vacila. Lo decía Cervantes: “Lo que se sabe sentir, se sabe decir”. Y por ello, el que las palabras sean tan frágiles y pueda llevárselas el viento, contribuye igualmente al valor que les damos y, en algunos casos, a prestarles la mayor atención: porque en cierto modo cada palabra es irrepetible.
Y aquí es a donde queríamos llegar. Unas veces las palabras cumplen su función (una información, un relato, una orden), y se olvidan cuando la función queda cumplida. Son la mayoría de las palabras que pronunciamos cada día. Otras, las menos, las conservaremos siempre en la memoria: las últimas de un moribundo, aquellas con las que declaramos nuestro amor a una persona, las que nos dan la llave de un secreto importante... En ocasiones, excepcionalmente, uno puede llegar a expresarse incluso mejor de lo que suele hacerlo, como si alguien lo hiciera por nosotros, inspirándonos, y lamentamos que al cabo de un tiempo también las demos al olvido. Y acaso este es el origen del infierno: para evitar que se olviden, el hombre ideó unos medios mecánicos que pudieran conservarlas. Pero tales medios no discriminan, y registran todas, las banales, mayoría, y las que no lo son. En este caso, la emoción de volver a oírlas una y otra vez no se agota. Pero la tortura de saber que también las banales, necias, toscas, vanidosas, malvadas podrán oírse o leerse eternamente puede llegar a hacer de nuestra existencia un infierno. Sí, Nietzsche llevaba razón: un exceso de memoria daña la vida. Así que, basta que uno tenga delante una grabadora o un ordenador, para que mida todas y cada una de las suyas con un calibre, destruyendo el que acaso era mayor encanto de un ser humano: la verdadera naturalidad, su espontaneidad cultivada. Así que cuando algunos reclaman de Google que elimine determinados registros de orden estrictamente personal (no hablamos de hechos históricos o relevantes) no están pidiendo cambiar su pasado, sino poder mirar hacia el futuro sin tener que ser eternamente víctimas de sí mismos.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 12 de octubre de 2014]
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