En Autobiografía sin vida de Félix de Azúa, un personaje relata sus soliloquios mientras permanece encapsulado en uno de esos escáneres hospitalarios mitad sarcófagos mitad sputniks que fueran a propulsarnos hacia la nada. Son páginas memorables por su hondura, nacida de una experiencia que imaginamos crucial. Le ha llevado a esa máquina la sospecha de una enfermedad. No habla de ella, no la exhibe ni se lamenta. Podría elevar su queja como Job, tendría derecho a ello, pero no lo hace. Siempre que oye uno o lee uno a alguien sobre sus propias lacerías, recuerda las palabras de JRJ: “No os toquéis en el dolor”. Ese personaje parece haber tenido presente el consejo del poeta, y mientras está metido en aquel tubo, inmovilizado, su cabeza sigue libre, y piensa con la serenidad de Marco Aurelio sobre su cuerpo y el modo en que lo tratamos y lo tratan en nuestro mundo.
Contrasta este con otras partes del planeta donde la vida y la muerte están tan hermanadas que a menudo no se distinguen. Y no sólo porque vivir o morir no valga allí gran cosa, sino porque la enfermedad y la muerte siguen siendo en tales países parte sustancial de la vida. No es lo que ocurre en nuestras sociedades desarrolladas. Jamás ha conocido la historia de la humanidad un grado tan elevado, y compartido por más gente, del hedonismo. El desarrollo de los placeres corporales se ha sofisticado tanto en el primer mundo que cualquier empleado modesto podría disfrutar de su propio cuerpo, en lo concerniente a sustento, sexo, higiene y confort cotidiano más y mejor de lo que pudieron hacerlo los emperadores romanos o los reyes absolutistas, y la industria destinada a hacernos más placentera, saludable y larga la vida está tan desarrollada que incluso quienes nos beneficiamos de sus adelantos, podemos reputarlos a menudo de “excesivos” por innecesarios (se puede vivir sin yacusi, desde luego). Atrás quedó el valle de lágrimas, parecen decirnos, y ya sólo tenemos por delante el final de trayecto: Jauja.
Hasta el día en que los cuerpos empiezan a necesitar cuidados médicos. En ese punto un guardagujas desvía el convoy y lo lleva a una vía muerta. Si hasta ese momento el cuerpo era una estampa en technicolor, empieza a ser sólo una radiografía lúgubre en blanco y negro, y ni los propios profesionales de la medicina masificada podrán hacer mucho: no cuentan con medios ni tiempo para tratar los cuerpos enfermos como la sociedad de consumo venía tratándolos mientras estaban sanos, y no pueden darles la atención y el afecto que necesitan tanto como la curación, si acaso esta no depende de aquellos. Así que por los pasillos de ese hospital enloquecido en el que se les ha convertido la vida empieza a vagar sin rumbo una muchedumbre de enfermos desconcertados y a menudo angustiados que buscan una salida. Escudándose en que la estampa no es agradable, la sociedad que exhibió los cuerpos sanos, ocultará los cuerpos enfermos, viejos o muertos y con ellos todo lo que estos podrían enseñarnos, la lealtad, los afectos puros en la adversidad, como vemos que aún sucede en otras partes del planeta, donde no huyen del dolor, sino que lo comparten sin banalizarlo.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 25 de marzo de 2012]
Me ha gustado la entrada y como bien dices Andres, la vida no vale nada en muchos sitios, no llega ni tan siquiera a estadistica. Muchos se van sin haber sido ni tan siguiera registrado que han pasado por la vida.
RépondreSupprimerHace un par de dias veia un Ted talk, que esta relacionado con este tema, y las maquinas. Four ways to go:occupy death http://www.youtube.com/watch?v=03h0dNZoxr8&feature=share
Esperando que la primavera y el avance horario despeje y retrase algo lo invitable
salud
txema
más bien la sociedad hedonista e hiperconsumista lo que tácitamente propone,creo, es una muerte dulce, tras colocarte un dvd que registre,idealizado con músicas y montaje, el paso por la academia y... a otra cosa mariposa
RépondreSupprimerUn mínimo detalle: el título del libro de Azúa no es "Biografía", sino "Autobiografía sin vida".
RépondreSupprimerEn cierta ocasión copié un poema porque retrataba una situación tal y como yo la había experimentado (al irse la luz). Copié el poema pero, ay, no anoté el autor.
RépondreSupprimerCOMO ANTES
Sería de agradecer
de vez en cuando un contratiempo,
algún chasco que fuese inofensivo
mas que obligase por fuerza a estarnos quietos,
sin que nos incordiara la conciencia
mala de estar perdiendo el tiempo.
Algo muy parecido
a una vieja escena que recuerdo:
Eran noches de lluvia,
yo hacía mis deberes;
se apagaban de pronto las bombillas,
y, a la luz de una vela,
cerraba, emocionado y alegre, la libreta.