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El
problema está en por dónde empezar. Después de casi cuarenta años de amistad
con alguien, cuando quieres decir algo acerca de los múltiples aspectos de su
persona, de su personalidad, de tanto tiempo y de tantas cosas vividas, todo se
te agolpa en las teclas del ordenador e ignoras cuáles de ellas pulsar
primeramente para comenzar a tirar del hilo. No sé. He pensado incluso en
iniciar este escrito al revés, es decir, no por el punto en el que los cuarenta
años que digo empezaron a transcurrir, sino por el momento actual de esa línea
temporal ininterrumpida, y hablar así, yendo hacia atrás, de la maravilla que
mi larga amistad sin mácula con Pedro García Montalvo ha supuesto para mí. Los
hechos puntuales y como inconexos del existir de cualquiera sólo alcanzan
entidad de historia cuando alguien los considera —todos juntos y en
perspectiva— desde su conclusión, o al menos desde un punto muy avanzado de su
devenir, el punto en el que las cosas son ya como fueron y no hay quien las
mueva. (En este caso, por fortuna, el final no es todavía un fin, sino un continuará que se prolonga cada día, el presente desde el que Pedro y yo seguimos
caminando.) Pero el contemplar retrospectivamente largos períodos temporales
tiene la grave desventaja de que de modo inevitable las remembranzas se tiñen
de melancolía, por más dichosos que los acontecimientos evocados fueran, pues
se da uno cuenta de que la vida es ya cosa del pasado en su parte mayor. Por
eso diré lo que me propongo decir a la manera tradicional, empezando por el
principio, cuando todo era una mera posibilidad de la que ignorábamos qué
caminos seguiría, si es que había de seguir alguno.
Los
recuerdos más antiguos que conservo de Pedro García Montalvo se remontan a la
primavera de 1973. Estudiaba él a la sazón el curso último de la licenciatura
en Filología Románica en la Facultad de Filosofía y Letras de la pequeña
universidad murciana. Tenía veintidós años. Yo contaba veinticuatro y andaba
también por allí, pero no en su mismo curso, sino en el anterior, a pesar de
ser dos años y medio mayor, pues mi bachiller había sido un desastre y era muy
considerable el retraso con el que había comenzado la carrera. Las aficiones
literarias que por entonces ya sentíamos ambos y la mediación de algunos amigos
comunes nos pusieron en contacto de forma ocasional. Pedro tenía fama de ser
uno de los alumnos más brillantes que habían pasado por aquella Facultad en
toda su historia. Sin esfuerzo aparente, según sus compañeros de clase,
arramblaba con todas las matrículas de honor (y lo mismo había ocurrido durante
su bachillerato ¡de ciencias! en el colegio de los Maristas). A mí, que hasta
que conseguí entrar en la universidad fui un pésimo estudiante (aunque cuando
por fin pude ingresar en ella di un giro "milagroso" —según mi madre—
y llegué a ser todo un portento de la noche a la mañana), el prestigio de Pedro
García Montalvo me llamaba la atención. Pero, si he de ser sincero, lo que
verdaderamente me impresionaba de aquel muchacho —al que apenas conocía aún— y
me hacía pensar que no debía de ser nada tonto es que iba siempre con una novia
guapísima, Encarna Segura, compañera suya de curso, a la que con muy buen
criterio sigue unido en la actualidad (convertida aquella novia en su momento,
eso sí, en esposa y madre de sus hijos). Yo, a mi vez, mantenía ya relaciones
con una condiscípula mía, Emilia Bernal —Marili para los amigos—, que tampoco
era manca en cuanto a belleza y con la cual he hecho asimismo la singladura de
la vida hasta el día de hoy.
Dos
aspectos de la personalidad y de la manera de ser de Pedro, en apariencia
opuestos, pero complementarios a mi juicio, se le imponían a todo el mundo en
cuanto acababa de conocerlo. Uno era su increíble sentido del humor y el otro
su carácter recatado y pudoroso. Nunca he visto a nadie más ocurrente, más
rápido para encontrarle a cada situación el flanco jocoso. Su ingenio era
inagotable y lo utilizaba constantemente. Ya se sabe que el humor, sobre todo
si es sano y limpio y bien intencionado, como era y es el suyo, denota
inteligencia grande en quien lo posee. A primera vista parecería más propio de
personalidades expansivas y desenvueltas; en Pedro, sin embargo, se daba en
grado sumo a pesar de ser él en aquellos tiempos (ahora lo es menos, pues la edad
todo lo muda) un hombre que propendía a la timidez. Pero a mi entender no había
contradicción, sino complementariedad, como antes he dicho, entre estos dos
polos suyos. Enseguida pude darme cuenta de que las incesantes bromas y chanzas
en las que se parapetaba eran como un escudo protector de su intimidad, o
maniobras de diversión —y nunca mejor dicho— para evitar incómodas
intromisiones en el "interior hombre" vulnerable y sensible en
extremo que Pedro intentaba preservar a toda costa con tan chispeantes alardes.
Algo
muy característico de su imagen a lo largo de años y años eran unas gafas
Ray-Ban —no de sol, sino graduadas para ver— de cristales verdes muy oscuros,
que Pedro llevaba tanto de día como de noche y lo mismo al aire libre que en
los interiores. Acaso fueran también, como el humor, una especie de salvaguarda
de lo más hondo y frágil de su ser frente al mundo. Aún hoy utiliza unas gafas
del mismo modelo, si bien ha ido progresivamente aliviando el tinte de las
lentes a raíz de las sucesivas revisiones oftalmológicas hasta llegar a la
trasparencia casi total.
Tras
concluir su carrera, le perdí un tanto la pista (aunque a veces coincidiéramos
en la vieja librería Aula o en la Glorieta, junto con otros compañeros, a la
hora del aperitivo), ya que en el verano de 1973 estuve yo tres meses en Italia
y durante el año 1974 pasó él alguna temporada en Inglaterra. A esto hay que
añadir que en 1975 se fue Pedro a Estados Unidos como estudiante de posgrado
—universidad de Urbana-Champaign, en Illinois—, con una beca que la Fundación
March le había concedido.
Nuestra
amistad comenzó en realidad a forjarse a su regreso de América. Y pronto se
consolidó tan firmemente que nunca se ha deteriorado ni un ápice hasta el
momento mismo en el que redacto estas líneas. Por el contrario, yo diría que se
ha acrecentado si cabe en su natural evolución. Son tantos y tantos los
acontecimientos de todos los tipos y de todos los colores que han pasado por
nosotros —o nosotros por ellos— durante cuarenta años, que resultaría imposible
para mí ni siquiera enumerar con cierto orden los principales. Mi caprichosa y
selectiva memoria me los entremezcla, y el olvido me los borra en no pequeña
parte. A los interesados en conocer cómo ha transcurrido la vida de Pedro, e
incluso la mía, los remito imprescindiblemente al propio García Montalvo, que
ha tenido siempre (y tiene) una memoria prodigiosa y sin parangón. A él recurro
yo mismo de manera habitual cuando quiero saber qué sucedió en tal ocasión casi
desdibujada para mí, y me sorprende una vez y otra acercándome los remotísimos
hechos con pelos y señales y me apabulla del todo diciéndome además qué hice y
dije yo y él y cada uno de los que allí estábamos en ese entonces, y si aquel
día llovía o hacía sol.
En
la muchedumbre ingente de imágenes revueltas y a menudo de inciertos perfiles
que de nuestra amistad conservo, destacan sin embargo con nitidez irrefutable y
viva algunas que en verdad no pertenecen a los desvanes de la memoria, pues
nunca han dejado de ser absoluto presente para mí. Aún respiro con alegría y
plenitud, por ejemplo, los días centelleantes de un periplo que hicimos, en
compañía de otros dos amigos. y más bien escasos de dinero, por la cuenca del
Mediterráneo en el verano de 1976: Argelia, Túnez, Sicilia, Grecia, Yugoslavia
y la Italia peninsular. En Orán, primera etapa del viaje, adonde llegamos en
barco desde Alicante al anochecer, no encontramos ninguna pensión que nos
acomodara y tuvimos que dormir en un camping de las
afueras, sin sacos ni tiendas ni nada de nada, debajo de unos árboles. La luna
llena lo iluminaba todo con hechizante intensidad, pero unos mosquitos tan
grandes como alados corderos bien nutridos nos hostigaron sin tregua hasta el
amanecer con sus zumbidos espantosos y sus inmisericordes picotazos. Todavía
escucho, entre los indelebles retazos de aquel viaje, el canto del almuédano de
la Gran Mezquita de Kairuán, y puedo ver los templos de Agrigento refulgiendo
al mediodía, los pedruscos homéricos de Micenas, el mar desde el paseo marítimo
de Tesalónica, el río plácido de Skopje (por cuyas orillas paseaban bellísimas
mujeres) y los palacios dorados de Dubrovnik en la luz del crepúsculo. Entramos
luego a Italia por el norte, nos despedimos en Venezia de los dos compañeros
que habían viajado desde el principio con nosotros y, en Padova, nos reunimos
con nuestras muchachas, Encarna y Marili, que acudieron al encuentro desde
España. Estuvimos con ellas de aquí para allá durante unos veinte días; por
contraste con las no pocas penalidades de algunas etapas anteriores del viaje,
aquellas jornadas en las que tan bien acompañados anduvimos por la suave Italia
nos resultaron por completo paradisíacas.
Otros
muchos momentos de nuestra amistad de cuatro décadas tampoco son pasado para
mí, sino que cada día vuelven a suceder e iluminan mi vida: las tertulias
mañaneras de la Glorieta en los días soleados de invierno y primavera, con
amigos variados y algunos jóvenes escritores del momento (entre ellos, un muy
rimbaudiano Soren Peñalver de pelo rojo); las ocasiones incontables en que para
conversar y ver las mesas de novedades nos reuníamos Pedro y yo al mediodía
(llevando a menudo de la mano a nuestros hijos pequeños) en la librería de
Diego Marín; los años de trato frecuente con Miguel Espinosa, tan importantes
en nuestra etapa de aprendizaje, truncados tajantemente por la muerte repentina
del gran escritor; la larga y fundamental etapa de amistad con Ramón Gaya, un
regalo inagotable de la vida; los lazos fraternos que hemos tenido siempre con
José López Martí (el mejor amigo de Miguel Espinosa, un hombre de pensamiento y
diálogo que incluso a los más negados —como el que esto escribe— nos ha
enseñado a pensar un poco) y con la mujer de éste, la maravillosa Carmen
Barberá, de los que tantos bienes y alegrías indispensables nos han venido a
Pedro y a mí; nuestras andanzas en muy diversos sitios con Andrés Trapiello (y
con su musa, Miriam Moreno, a la que queremos tanto). Y para no extenderme con
desafuero dejo en este punto la relación sumaria de tanta verdad y de tanta
misericordia.
Es
muy preciso añadir, sin embargo, que en el tiempo tan dilatado —casi toda una
vida— en el que mi amistad con Pedro García Montalvo no ha dejado nunca de ser
algo de cada día, he sido testigo de la evolución que en este hombre y en este
escritor tan único se ha ido produciendo hacia los lugares que verdaderamente importan. A muy pocos los he visto yo aprender
tanto de la vida y de la edad. No puede aplicársele a él, desde luego, eso de
"genio y figura hasta la... (toco madera, y omito la palabra que falta
para no mentar a la bicha). Desde aquel jovenzuelo que yo conocí y que,
"como todos los jóvenes", venía "a llevarse la vida por
delante", hasta el hombre sereno, despojado, humanísimo y grave (sin
menoscabo de su sentido del humor) que en la actualidad habita su ser, hay un
larguísimo y bien aprovechado recorrido. Su trayectoria, contemplada en
perspectiva, ha sido siempre un caminar hacia la esencialización y el
acendramiento, tanto en lo que atañe a su persona como a los libros que ha
escrito: la obra de creación emana del espíritu de un hombre, y sin hombre de
verdad no hay obra que valga.
Esta
alusión a la obra me da pie para hablar un poco de Pedro García Montalvo como
escritor, después de haberme referido a grandes rasgos al hombre que ha ido
siendo, anterior en todo momento a su obra literaria. Lo haré con brevedad,
pues el comentario crítico no es propiamente el objeto de estas líneas.
Desde
que nuestra amistad dio sus primeros pasos, pude constatar que en Pedro García
Montalvo había fraguado ya una vocación literaria inquebrantable. Su obra no es
amplia en exceso: dos libros de relatos, cinco novelas, y algunos ensayos y
artículos, pero no exagero al asegurar que, en todo el tiempo que lo conozco,
el escribir y la conciencia de la labor pendiente, con exigencia máxima en lo
hecho y por hacer, han sido el centro de su vida. Las vocaciones no tienen nada
que ver con las simples aficiones, que a uno le es posible tomar y dejar a
placer. La vocación es algo que te sobreviene en la adolescencia o en la
primera juventud y que uno no puede ya nunca, ni quiere, quitarse de encima. No
resulta jamás una carga, aunque tanto pese; es una ardua bendición que en el
comienzo del camino —y en todo momento— te evita dudas y preguntas sobre si echar
por este sitio o por el otro, ya que no es uno mismo el que debe decidir, sino
el que en todo momento se ve irresistiblemente guiado. Por eso es una
bendición, y hay que asumirla con alegría, a pesar de la responsabilidad que
supone y de los vaivenes agridulces a que nos somete. En Pedro, viniera el aire
de donde viniera y tanto en las duras como en las maduras, siempre ha estado
muy presente el gozo y el orgullo de sentirse escritor y ha ido realizando su
trabajo irrenunciable con ilusión y fatalidad, como el que no quiere la cosa,
sin pausa y sin agobio, sabiendo estar con naturalidad a la altura de su
destino.
En
el comienzo de su obra hallamos los dos libros de relatos a los que antes me he
referido de pasada, La primavera en viaje hacia el invierno y Los amores y las vidas, en los que tan
presente se encontraba ya en germen o en primera floración el García Montalvo
de después. Aquellas narraciones transcurrían por lo general en la Murcia de la
posguerra o en otros lugares de la región y mostraban a un escritor incipiente
pero muy seguro, con una sensualidad mediterránea indesmentible y de una
desusada sutileza de pensamiento. Su retina poseía una especial agudeza para la
captación matizadísima del mundo natural levantino, y su mano mucha seguridad para
el estudio profundo y delicado de los sentimientos y las emociones, para el
dibujo de personajes exquisitos o estrambóticos, que aparecían y reaparecían en
las distintas narraciones desempeñando alternativamente papeles relevantes o
secundarios, como sucede en el mundo novelístico de algunos maestros suyos.
Muy
pronto, sin embargo, necesitó Pedro García Montalvo más amplio espacio para su
escritura y más complejos escenarios para el desarrollo de sus ambiciosos
proyectos narrativos. Fue así como pasó del cuento o del relato breve a la
novela y del ámbito reducido de la provincia a la sociedad más dinámica y
variopinta de la capital de España. Madrid será siempre a partir de entonces el
lugar por el que se moverán a sus anchas los personajes de las cinco novelas
que nos ha ofrecido el autor: la ciudad destartalada y como en blanco y negro
de la posguerra, en las dos primeras; y el Madrid del tramo final del siglo XX,
en las tres últimas. Tanto en unas como en otras la gran ciudad, que Pedro
lleva completa en su cabeza y en su corazón, tiene un papel principalísimo y
sugestivo, y sin duda llega a convertirse en un personaje más de sus obras, no
sé si el más importante de todos: una especie de madre de muchos hijos, amorosa
a veces y desatenta o despiadada en otras ocasiones con sus criaturas.
Lo
mejor y lo más sintético, a la vez que lo más abarcador, que se me ocurre decir
de las novelas de Pedro García Montalvo es que, siendo tan espléndidas novelas,
no son sólo novelas. No. Nuestro escritor no se queda, como tantos en estos
tiempos de la llamada "industria editorial", en la simple fabulación.
Un lector verdadero no se conforma con que le cuenten cuentecillos (que si
fulano se enamora de fulana, que si luego uno de ellos se va a otro lugar y
encuentra allí cuando menos lo espera un nuevo amor y se hace rico o enferma y
muere, que si esto o que si lo otro). No. Las novelas de Pedro García Montalvo,
como cualquier auténtica obra de arte, tienen un trasfondo moral y son a la vez
ventana, espejo y pozo al que nos abocamos; nos llevan lejos de nosotros, pero
al mismo tiempo reflejan nuestro propio rostro y nos meten en lo más profundo
de nuestro ser. A través de lo que dicen o de lo que sugieren podemos ver el
mundo todo, porque no tratan de asuntos parciales o particulares, sino de la
vida.
Quiero
señalar asimismo, por último, que en la obra narrativa de García Montalvo hay
páginas y páginas que, al margen del conjunto al que se someten y sirven,
tienen un altísimo valor independiente. Estoy hablando de lo que a veces llaman
"calidad de página", pero también de algo más. A menudo nos
encontramos en el curso de la narración montalviana fragmentos que podríamos
sacar de allí y que, al aislarlos, se nos presentarían completos en sí mismos,
como pequeños y muy certeros ensayos, divagaciones meditativas de mucho calado,
o como hondos y conmovedores poemas.
Mucho
es lo que le debo a Pedro García Montalvo, al ejemplo constante que su persona
y su obra han sido para mí en los largos años de nuestro trato. Siempre lo he
encontrado disponible para la consulta y la confidencia, y he sentido su apoyo
tanto en los momentos mejores como en los de zozobra, que a todos nos llegan y
que son piedra de toque para comprobar la consistencia de una amistad.
Deseo
manifestar por otra parte que muchos poemas míos —sobre todo de los tiempos
últimos, pues antes éramos más "secretos" los dos y no solíamos
dejarnos mutuamente nuestros escritos inéditos— serían otros sin sus sabios
consejos, sin sus atinadísimas observaciones de conjunto o de detalle. No me
cabe duda de que después de pasar por sus manos acaban mejorando. Yo suelo
decirle que tiene rayos equis en los ojos para detectar en las interioridades
de cualquier obra lo que nadie más alcanza a ver.
Porque
existe el amor están presentes en nuestro propio mundo el paraíso y el infierno
(y con frecuencia la intensidad de este sentimiento nos hace pasar del uno al
otro varias veces en el mismo día). La amistad, por fortuna, no da tales
bandazos, no es tan extremista y radical. En el respeto, la moderación y la
tolerancia encuentra su razón de ser, la distancia justa entre las personas, y
hace gratos, feraces y habitables los espacios que sin ella no serían muchas
veces más que desierto o selva. Al recordar nuestra vida nos percatamos de inmediato
de lo triste que la misma hubiera sido sin las pocas amistades imprescindibles
que nos ha deparado su transcurso. Pedro García Montalvo está y ha estado
siempre para mí entre los amigos que se pueden contar con los dedos de una mano
(y no sé si saldría sobrando algún dedo todavía). Doy gracias por ello y hago
votos para que el don tan alto de su amistad no deje nunca de acompañarme.
Viñas de Lébor, Murcia. |
¡Dios mío! Eloy Sánchez Rosillo ha escrito “esposa”. ¡Ha escrito esposa! ¿se da usted cuenta?
RépondreSupprimerYa no recuerdo bien cuál era la significación que daba usted a llamar “esposa” a la mujer… pero Sánchez Rosillo ¡ha escrito “esposa”!
Lo digo porque el otro día iba yo a usar esa palabra en alguna comunicación con usted y rectifiqué a tiempo ante el temor de ser colocado en alguna “oprobiosa” lista negra. Sabiendo que alguno de sus amigos la usa me quedo más tranquilo. Por si alguna vez meto la pata.
Por cierto, pensando en “su obra” (en la de usted) estoy seguro que sabe que este tipo de cosas, las apreciaciones sobre las palabras –ignominia, ominoso, oprobio-, son de las que peor envejecen porque las palabras se ponen de moda y se pasan de moda y las que en un tiempo usaban los snobs pasan a ser usadas por otros grupos y esas connotaciones que tiene su uso pueden variar mucho de unos años a otros.
Estamos de acuerdo, las palabras tienen un ancho margen para la inocencia; el sentido viene luego, y con frecuencia terminan siendo presa inevitable de nuestras intransigencias. Decir "esposa" no está ni bien ni mal, sino "todo lo contrario"; no es el "nombre" de las palabras lo decisivo, sino la impronta que les da el "estilo" de quien las dice.
SupprimerLa Rochefoucauld seguro que tuvo alguna entrañable amistad, pero eso parece que no mermó el carácter algo ácido y "desestabilizador" de sus reflexiones:
EL primer impulso de alegría que sentimos por la dicha de nuestros amigos no se debe ni a la bondad de nuestra condición ni a la amistad que nos une a ellos; es un efecto del amor propio que nos regocija con la esperanza de ser también dichosos o de obtener alguna ventaja de su próspera fortuna.
Poniéndonos pedantes, además, la palabra "esposa" proviene del derecho germánico, de los "esponsales", que era una ceremonia en la que el hombre y la mujer se prometían en matrimonio poniéndose las arras, los anillos, y propiamente solo eran esposos durante el lapso de tiempo que transcurría desde la celebración de esta ceremonia hasta la celebración de la boda.
SupprimerSiguiendo pedantes ―apoyándonos nada más que en internet, no mucho―, “SPONSA” era también sólo ‘prometida, novia’ en el Derecho Romano (ah don Ursicino: novia, de “NOVA”, ‘nueva’, ya no para difuntos como usted y yo).
Supprimer“La palabra ESPOSO viene del latín «sponsus», cuya forma femenina «sponsa» nos da el femenino esposa. Se relaciona con el verbo «spondere», 'prometer'. En efecto en latín, tanto «sponsus» como «desponsatus», no designan al que está casado y no son sinónimo de marido, como actualmente. El «sponsus» o la «sponsa» son los jóvenes que han celebrado sus «sponsalia» (esponsales), ceremonia celebrada entre las dos familias de dos futuros contrayentes, en que se pedía oficialmente la mano de la chica y los jóvenes recibían o intercambiaban un anillo de hierro en señal de compromiso y podían empezar a conocerse hasta que se produjera la boda propiamente, que se llamaba «nuptiae», y que podía celebrarse incluso años después, ya que a veces los esponsales se hacían siendo niños los futuros contrayentes. El «sponsus» es pues un mero prometido.
Palabras como responder, corresponder o desposado comparten la misma raíz.
-«Gracias: Helena»”
http://etimologias.dechile.net/?esposo
Qué hermosas y entrañadas y juiciosas palabras las de Eloy.
RépondreSupprimerJP
De 'El cuaderno gris' (y a cuento de este post y de las fotografías de ayer):
RépondreSupprimer"En cuanto se encontraban aquellos tres hombres, quedaban transfigurados por la compañía que se hacían. Bebían grandes cantidades de vino, de resolí o de anisado, comían una nuez, un puñado de avellanas, cuatro almendras con una corteza de pan para hacer de almohada a los líquidos. Parecían tres hombres antiguos.‟