* * *
Hace muchos años, cuando
yo todavía era joven, en una primavera gris y soleada, hice una peregrinación
por los caminos de la Mancha, con mi mujer, Encarna, siguiendo la Ruta del Quijote
desde las lagunas de Ruidera hasta el Toboso, pasando por Puerto Lápice.
(Nuestros hijos, muy pequeños, habían quedado en el huerto cartagenero de su
abuela materna.) Mediado el viaje, en Argamasilla de
Alba, haciendo tiempo en un banco de la plaza -bajo la incipiente y amarilla
sombra de una acacia llena de renuevos- para ir a ver la Casa o Cueva de
Medrano (donde es fama que estuvo preso Cervantes, y donde éste quizás escribió
su Quijote), veíamos agitarse un poco en la brisa cálida las banderitas descoloridas
de una fiesta popular de semanas pasadas. Había alguna gente del lugar yendo y
viniendo hacia sus trabajos, y dos ancianos del pueblo llevaban ya un tiempo
sentados bajo el árbol, junto a nosotros. Uno de ellos, mientras liaba su
tabaco, contaba al otro que en un pueblo vecino, con ocasión de las fiestas
patronales, el Ayuntamiento había hecho una “Jornada de puertas abiertas”. Y
repetía: “Deberíamos hacer nosotros una Jornada así, aquí en Argamasilla”. Y el
otro le contestaba calmosamente: “Pero es que nuestro Ayuntamiento no tiene
gran cosa que visitar, no hay nada que ver...”. A lo que el primero replicaba: “No hay
sitio que no tenga nada que enseñar, o que celebrar”.
Y entonces, de
improviso, sentí uno de esos destellos fulgurantes del sentido de la vida, que
nos están reservados muy rara vez, y que era sin duda, un prodigioso regalo, un
don de la ruta cervantina. Había dicho el anciano: “No hay sitio, ni persona, que no tenga nada que
ofrecer”. Allí, en la tierra de don Quijote, bajo la acacia, pensé que esa era
justamente la noble y alta visión que había tenido Cervantes en su novela. Que
nuestro escritor había querido escribir y celebrar la Realidad sabiendo que
todos sus lugares, sus seres, son “cantables”, y que
todos tienen algo que ofrendar, en el gozo, en el error, en la belleza y en el
sufrimiento; en la alegría y en la desolación. Y que, a cambio, la realidad, la
Realidad, le había correspondido haciendo, complacida y entregada, una Jornada
de puertas abiertas de sí misma, a la que el pueblo, es decir todo
ser humano, estaba invitado.
Supe que en ese libro
único que es el Quijote lo real había hecho girar sobre sus viejos
goznes sus grandes e inmensas puertas delanteras, y luego todas las demás,
hasta la más interior de sus habitaciones -como están abiertas las puertas
velazqueñas del recinto palaciego-, sin obstáculo ni secreto, hasta hacerlas
puro campo, que resplandecía en toda su luz, tan llano y soleado como la
inmensa llanura manchega. En ese día festivo del ser, todos estábamos invitados,
desde las páginas de la novela, a hermanarnos, maravillados, con esa
intensísima extensión,con
todos sus personajes, por una vez orgullosos y bien humorados.
Porque, ¿qué sucede
cuando algo se entrega de esa manera, hasta la ultimidad del propio existir? Lo
que se deja ver, lo que se abre hasta el fondo de sí mismo, inevitablemente se
transfigura. Eso ocurre con la realidad cuando se muestra en las páginas
cervantinas, primero como un horizonte de alba, y, al final, en forma de
melancólico crepúsculo.
Mi mujer, que miraba con
una sonrisa el paso de la gente, se fijó en mi cara, y me dijo, riéndose:
“Pedro, te estás quedando pasmado”.
-Es verdad -le dije,
riendo yo también, y volviendo al mundo que me rodeaba.
Recordé entonces a un
matrimonio amigo nuestro, madrileño, que procura acudir a las “jornadas de
puertas abiertas” que, de tanto en tanto, se celebran en diversos lugares e
instituciones egregias de la ciudad, habitualmente cerrados para el común de
las gentes. Ellos han ido a las Cortes y al Senado, en el día oportuno,
guardando la larga y paciente cola popular. Pero la visita que más les ha
gustado ha sido la “jornada” del Ateneo de la calle del Prado, en la que se
adentraron en el viejo casón modernista, para ver la Sala de la Cacharrería, y
el Salón de Actos, y también la Galería de Retratos de Hombres Ilustres, el
Salón Inglés, la Biblioteca, y su favorito, el despacho de Azaña, el paisano de
Cervantes. Como estos rincones de Madrid para esta pareja de amigos madrileños,
las galerías de lo real han dejado de estar cerradas en el Quijote para los seres humanos,
convirtiéndose a la vez en una casa aireada y una generosa planicie.
Mi nuera Christine, que
es de Baviera -y a la que he leído algunas de estas notas-, me ha hablado de un
curioso “Día de puertas abiertas” que se hace en Berlín, cada verano, por parte
de todas las Embajadas -puestas de acuerdo-, desde las que hay junto al verde
Tiergarten -o dentro de este bosque, como la española-, hasta las demás
esparcidas por la capital. (Es el “Tag der offenen Tür der Botschaften”, como escribe
Christine en un papel, a petición mía, por mi mala ortografía alemana). Esa
mañana, cada una de las distintas cancillerías intenta ser la más deslumbrante
y acogedora de la ciudad.
Pues bien. También la
realidad, como embajada de sí misma y del ser que vive en su hondura más
oculta, se aviene a mostrarse, en todo su escondido deslumbramiento, por las
arboledas y llanuras del Quijote, porque así se lo pide, en
las palabras escritas en ese libro -el más hospitalario que existe- Miguel de
Cervantes.
En última instancia, la
realidad vive siempre en ese estado, y habría que hablar -más que de “jornada”-
de “eternidad de puertas abiertas”. Basta con saber mirar, con dejar que eso se
haga patente, como procuró nuestro autor. Y ese tiempo de advenimiento, de
aparición milagrosa, de reconciliación, no acaba al atardecer, como en la
apertura de los edificios ilustres de los que hemos hablado. Más bien se parece
a esas pequeñas iglesias o capillas que están siempre abiertas, incluso por la
noche, para la Adoración Perpetua.
Todo esto pensé en un
instante. Y, entonces, también para mí el viejo pueblo manchego, sus tejados
poblados de gorriones, la plaza y sus gentes, y la mañana clara de primavera,
se iluminaron, pasaron a ser ellos mismos, en su existir más puro. Y me dijeron:
“Hoy, por vosotros, hacemos esta jornada de puertas abiertas que ahora
contemplas”. Yo asentí, ante ese tranquilo y definitivo esplendor, y me llené
de gratitud.
Pasaron unos segundos.
Se
había hecho ya la hora de ir a la Casa-Cueva de Medrano, y nos levantamos del
banco para ponernos en camino. Nos despedimos de los dos ancianos, y Encarna,
pacientemente, sabiendo que estas cosas me pasan, aún tuvo que darme un
tironcillo de la manga de la chaqueta, para sacarme del todo de mi revelación
cervantina.
Totana (Murcia) |
Me imagino que a la llegada a la Cueva de Medrano bien pudo encontrarse el profesor García Moltalvo con aquel hidalgo empobrecido y que los dos, en este caso los tres, habrían tenido una interesante conversación acompañada, quizás, con pan, vino y queso de la tierra. Si el espíritu del Quijote estaba en la conversación de esos ancianos en la plaza de Argamasilla, también estaría en la supuesta charla en la cueva de Medrano.
RépondreSupprimerBuenas tardes. Me gustaría comentarle, aunque supongo que estará al corriente, de que no funciona bien algún apartado en su web; el muestrario de sus trabajos de tipografía. Quizá sea por mejoras, etcétera. Lo desconozco, y le doy el aviso.
RépondreSupprimerSiento molestarle con ello, tampoco es mucha cosa, pero viendo el esmero que ha puesto en cada edición de las que se pueden ver (y de otras que conozco, de Trieste, por biblioteca), supuse que el mismo esmero procura poner en la edición de su página. No lo dudo, vaya; me parecen, tanto unas como otra, lo mejor.
Un saludo.
Qué maravilloso texto, el mismo una eternidad de puertas abiertas.
RépondreSupprimerDespués de visitar cinco más o periódicos digitales para ¿saber - ignorar? lo que pasa en el mundo, después de toda la barahúnda que acompaña a esa información, suelo cerrar mis desayunos con una lectura atenta a su almanaque y es como un bautismo del nuevo día, darle un nombre, y salir al mundo con la cabeza limpia.
RépondreSupprimerLe deseo una larga vida mucho más que la mía para que nunca me falte.