LA principal virtud de José Ortega y Gasset, de Jordi Gracia
(Taurus, 2014), ha sido hacer que la sobriedad de su título se haya desplegado
a todo el libro. Y el acierto de Gracia no haberse contagiado de
la prosa de Ortega, quien a menudo, como es bien sabido, más que escribir le
gustaba hacer bordado de Lagartera, cuando no encaje de bolillos, como en la guerra, y darnos este ensayo biográfico, tan
sobrio como exhaustivo y fascinante, tal vez el mejor con el que cuenta el filófoso
español.
Ni siquiera ha sucumbido Gracia a la tentación de discutirle o enmendarle la plana a Ortega
las ideas filosóficas, estéticas o políticas, lo que ha sido desde hace cien años un deporte
nacional de biógrafos, filósofos, políticos, críticos,
creadores y periodistas, y se limita a exponerlas, tal y como las concibió el laberíntico Ortega, y a contextualizarlas. Y si cada uno es un "yo y mi
circunstancia", rastrea Gracia en el yo ligeramente hipertrofiado de Ortega y en su
circunstancia, que fue, como sabemos, la de un nuevo siglo de oro de la
literatura española, y la de una temporada que acabó en el infierno de la
guerra civil, el exilio y la dictadura.
Es también una biografía hecha por muchas voces y citas, taracea de oportunísimos entrecomillados de cartas, juicios ajenos, extractos
de artículos, obras, discursos... que Gracia ha tenido el acierto de dejar en
su orden cronológico, sin desatender los episodios sentimentales y familiares
del filósofo y sus opiniones personales, que tanto celó. Cabe decir, además, que Gracia, que ha escrito aquí su mejor
libro, no ha caído, como es moda, en escribir una biografía contra Ortega, sino
de Ortega. Y de él salimos un poco más reconciliados con el filófoso. Acaso
sea este de Gracia el último hito en una reconciliación tantas veces pospuesta,
porque se diría que nunca acabamos de estar reconciliados del todo con él.
¿De dónde proviene esta especie de indiferencia, animadversión u hostilidad hacia
Ortega? Procede, en parte al menos, de lo sucedido durante la república, en la guerra y en la posguerra. Fue una de sus víctimas intelectuales, como lo fue
Azaña, caído entre dos fuegos, sobre todo el fuego amigo. Y diríamos que si es
injusto que se haga responsables a los hijos de los pecados de los
padres, tal y como se menciona en el evangelio, aún lo es más que se haga
responsables a los padres de los pecados de los hijos, y la guerra que ganaron
los hijos de Ortega, Pérez de Ayala o Marañón, les hizo perder durante muchos
años a los padres el lugar que merecían en la historia de España y, desde luego, el lugar
que merecían sus obras. Pero este hecho no explica toda la desafección o
distancia con las que se le castigó, principalmente a partir de 1932.
Tomemos como ejemplo antagónico de Ortega a Unamuno. A diferencia de Unamuno,
que necesitaba tanto de la gente, aunque sólo fuese como frontón de unas ideas
expresadas siempre en un castellano cortante y empedernido, Ortega se diría que
se complacía en escribir para no sentirse gente, sino subrayando, desde su
mismo estilo literario, abundante en fililíes y ortegajos, como los llamaron
Ferlosio y Martín Gaite, todo lo mucho que le distinguía y separaba de ella.
Acaso este prurito aristocrático haya sido lo que ha suscitado en algunos
cierta antipatía hacia una obra por lo demás inmensa, extraordinaria. Expresado
en términos paradójicos: el ríspido Unamuno o el reticente Juan Ramón, tan
misantrópico este y tan laberíntico también el otro, acabarían siendo mejor aceptados en el salón de la historia
literaria que el sociable y en cierto modo salonnard Ortega.
Y aunque no es el momento de abordarlo, habría que distinguir entre la aristocracia
de intemperie de JRJ y la aristocracia de Ortega, de raíz institucionista
ambas, la primera una aristocracia popular y la orteguiana... tal y como
advirtió su discípula María Zambrano, algo señoritil. Y de aquí, tal vez, las
afinidades que sintieron hacia la obra de Ortega quienes se reclamaron
discípulos suyos, desde Ledesma Ramos a José Antonio Primo de Rivera, sin el
acuerdo, hay que recordar, de quien no aceptó jamás el ejercicio de ese
magisterio. Y esta es una de
las lecciones que sacamos del libro de Gracia: ¡Qué poco crédito han tenido aquí la
mesura, la tolerancia, el sosiego! La razón, ¡de qué poco ha servido! ¡Cuánto
fascina el ruido y la pólvora, inseparables! ¡Qué pocos liberales ha
tenido este país o qué silenciosos han sido, o qué silenciados! Pero vamos a dejarlo
aquí, para no sumarnos al deporte nacional ni a quienes, tras la guerra, trataron de sepultar en la misma fosa común a JRJ, Azaña, Unamuno, Madariaga, Castillejo, Jiménez Fraud, por no citar a los hoy ya hipercitados Morla, Chaves o Campoamor.
Quedémonos con un libro que nos recuerda, y de la
manera más respetuosa pero sin hurtarnos ni una de las debilidades o
contradicciones personales y políticas del filósofo, que Ortega fue, es y será mucho Ortega. Cuando le preguntaron a Gide por el mejor poeta frances dijo: "Victor Hugo,
hélas!". Puede que alguien esté tentado de responder de la misma manera si nos preguntaran quién ha sido el gran filósofo español. Pero en este caso habrá que responder sin titubeo: "Ortega, malgré tout!".
[Palabras leías ayer en la FMarch en la presentación del libro, en la que intervinieron, con el autor, Javier Gomá, Santos Juliá y AT]
José Ortega y Gasset ante el micrófono de Radio San Sebastián, 1949. Foto: Marín, San Sebastían. |
Qué hermosa semblanza del libro de Gracia. Invita a comprarlo, y lo haré sin duda.
RépondreSupprimerOrtega no estuvo a la altura de las circunstancias cuando las circunstancias más lo exigían, esa fue su tragedia.
Saludos.
Decía Moreno Villa que Ortega dialogó siempre, "no fue un monologuista como Unamuno", y eso que -añadía- desde muy temprano "se sintió capitán y llamado a ocupar la primera fila". Y sobre la amistad de Juan Ramón Jiménez decía que "es algo tan propenso a nublados como el cielo de Bretaña". A los tres los apreciaba.
RépondreSupprimer«(Ortegajos: “el proyecto vital”) Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la pregunta capital del verdadero corruptor de menores: “Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?”». (RSF)
RépondreSupprimerCoquetería del “proyecto vital” –dónde la pajarita, dónde la calva–. Pero como hay que vivir, hay que hacer, en lugar de horterarse demasiado, que los niños se orteguen un poco. De “Unas lecciones de Metafísica”, ¡Alianza Editorial (El Libro de Bolsillo, nº 1), Madrid, 1966!:
“(...) VERDAD ES, por lo pronto, aquello que aquieta una inquietud de nuestra inteligencia. (...) Una verdad no existe propiamente sino para quien la ha menester, una ciencia no es tal ciencia sino para quien la busca afanoso; en fin, la Metafísica no es Metafísica sino para quien la necesita. (...) Lo que hace falta es necesitarla.
(…) POR AHORA, demos una justificación más clara de haber comenzado así, anticipando una primera definición de Metafísica, la más modesta en apariencia, la que nadie se atreverá a invalidar: digamos que Metafísica es algo que el hombre hace, por lo menos, algunos hombres; ya veremos si todos aunque no se den cuenta. Pero esta definición no nos basta, porque el hombre hace muchas cosas y no sólo Metafísica; más aún, el hombre es un incesante, ineludible y puro hacer. (...) Tendré que anticipar una segunda definición más determinada: el hombre hace metafísica cuando busca una orientación radical en su situación. (...) Pero esto supone que la situación del hombre –esto es, su vida– consiste en una radical desorientación. (...) Nuestra definición presupone una desorientación total, radical; es decir, no que al hombre le acontezca desorientarse, perderse en su vida sino que por lo visto, la situación del hombre, la vida, es desorientación, es estar perdido –y por eso existe la Metafísica.”
Y guardó su manzana y se fue.