Si es cierto que todo empieza a
suceder un poco antes de su comienzo y no se extingue del todo con su fin, la
poesía moderna no comenzó, como suele repetirse, con Charles Baudelaire, sino
treinta años antes, con Giacomo Leopardi (1798-1837).
De Leopardi acaba de publicarse
este libro que tiene tanto de biografía como de ensayo. Es la obra de un autor
octogenario sumamente apreciado en su país, Italia, Pietro Citati, de quien
conviene recordar algunos de sus trabajos anteriores con el fin de saber por
qué necesitaba escribir también de Leopardi: Goethe, Tolstoi, Proust. Pues
sucede con los escritores en verdad grandes, parece recordarnos Citati, que
están los hombres abocados a leerlos en todas las épocas y cada uno de nosotros
en todas nuestras edades, juventud, madurez, vejez, sin que les agotemos y sin
que nos agoten.
La modernidad de Leopardi (el
objeto del libro de Citati es en parte recordarnos que Leopardi es un autor
moderno) es muy rara porque escribía no como se supone que escriben los poetas modernos, sino
como lo hicieron los clásicos, con cierto aplomo y una delicadeza contagiada de
Homero o de Virgilio y de todos aquellos autores que Leopardi conocía al dedillo
y tradujo a un italiano que trataba también de parecerse mucho al latín. Eso es
lo que hace al menos en sus versos, en esos apenas veinte poemas que le han
consagrado como uno de los grandes poetas de todos los tiempos, pero resulta
que Leopardi es también el autor de una obra monumental, sus Zibaldone (algo así como “Miscelánea”),
una especie de diarios, personales e intelectuales, de cuatro mil doscientas
páginas.
Aunque sea una manera retórica de
abordar las cosas, acaso no esté del todo fuera de lugar. El Leopardi de los
poemas es y no es el mismo que el Leopardi de su increíble Zibaldone y de sus
cartas. ¿Qué suerte le hubiera deparado la posteridad al poeta Leopardi sin sus
diarios, y al revés, cómo se leerían estos sin esos poemas?
Es una pregunta retórica porque
es imposible responderla, pero nos ayuda a dilucidar su extraño caso. “Leopardi
da miedo”, dirá Citati, citando a Pietro Giordani.
Si Leopardi es en prosa un ser a
menudo cáustico y desesperado en la medida que es también de una lucidez
intratable (no olvidemos que, amando como pocos la belleza, fue un hombre
contrahecho, con dos jorobas y un metro cuarenta de estatura, y tuberculoso
desde muy joven, sumida su existencia en continuos y prolongados estados de
postración, cegueras transitorias, cefalalgias y una caravana tan larga de
“secuelas” que lo raro es que llegara a vivir en esas condiciones treinta y
ocho años (“la idea de suicidio me proporcionaba una suma y feroz alegría”,
llegará a decir), a todo lo cual ha de añadirse la relación torturada que
mantuvo con una madre estúpida y cruel y un padre que amó a su hijo de la peor
de las maneras hasta hacérsele insoportable tanto como imprescindible), si
Leopardi en prosa, decíamos, es ese escritor que ve a través de su propia ruina
física la ruina moral de su época, y nos la cuenta en un estilo sublevado
(“Tiempo vendrá en que ese universo y la misma naturaleza acabarán (…) No
quedará ni un vestigio; tan solo un silencio desnudo y una quietud altísima
llenarán el espacio inmenso”), el Leopardi poeta es… ¿todo lo contrario? No, desde
luego, pero sí alguien que alberga la esperanza de ser feliz (“la felicidad es
la perfección y el fin de la existencia”) o de explicarse las razones de su
desdicha. Alguien que ha asumido que el poeta es, al fin y al cabo, un ser
solitario frente al misterio de la vida común (los instantes después de la
tormenta, el sábado en la aldea, el canto de un pájaro solitario) y la vida
cósmica (la visión de los astros errantes, el infinito visto desde un otero, el
coloquio perpetuo con la luna). ¿Y cómo hablar de todo esto? Desde luego en
tono bajo, casi en silencio. Por dentro. Y su afuera y su dentro lo completan.
“¿Haré algo grande alguna vez?”, se preguntaba a menudo.
Citati tiene la habilidad de ir
trenzando su vida, sus zibaldone, sus poemas y sus cartas. Es verdad que va y viene y a veces uno
se pierde un poco, porque querría que el cultivadísimo Citati nos contara más
de la vida de nuestro poeta (para eso habrá que esperar aún la espléndida
biografía de Rolando Damiani, All’apparir del vero), pero su libro está tan cuajado
de ideas sagaces, citas deslumbrantes, datos desconocidos, que no
querríamos terminarlo nunca. Si
Leopardi conocía bien a Heráclito (“A la naturaleza le gusta esconderse”),
Citati conoce muy bien a Leopardi, creador, nos dice, “de aquella poesía
moderna, melancólica y sentimental que había imaginado”. Es decir, aquella
poesía de siempre que, sobre todas las cosas, le gustar decir el mundo
escondiéndose de él y de ella misma.
[Publicado en El País, Babelia, el 31 de mayo de 2014]
* * *
"Cada
vez que me convencía a mí mismo de la condición necesaria y perpetua de mi
desdichado estado y que, volviéndome desesperada y frenéticamente adonde fuera,
no hallaba remedio posible ni esperanza alguna, en lugar de ceder o de
consolarme considerando lo imposible y que lo necesario era independiente de
mí, concebía un odio furioso contra mí mismo, en la medida en que la
infelicidad que odiaba estaba sólo en mí; yo era, pues, el único objeto posible
del odio, y no tenía ni podía reconocer a ninguna persona fuera de mí con la
que pudiera irritarme a causa de mis males y, con ello, a ningún otro objeto de
odio por ese motivo. Concebía un deseo ardiente de vengarme en mí mismo y en mi
vida de mi infelicidad necesaria e inseparable de mi existencia, y la idea de
suicidio me proporcionaba una suma y feroz alegría". (Giacomo Leopardi,
Zibaldone, 1821)
Muchos creadores adoptan una pose de malditismo y sufrimiento (que seguramente ellos mismos se creen), pero en realidad desconocen que tienen un placer secreto que los vincula a la vida, y es la dicha de crear. Es un placer del que mucha gente carece, y esa carencia sí que puede ser causa de sufrimiento. Chéjov decía que quien ha conocido el placer de la creación artística, no necesita ya ningún otro placer.
RépondreSupprimerJUSTICIA FEMENINA PARA LEOPARDI
RépondreSupprimerLa bella eslava dejó lentamente el libro en la mesita.
―Con tus dos jorobas, Giacomo, siempre me gustarás más que el pesado de Ronaldo ―dijo para sí.
El gran atleta roncaba ligeramente a su lado.
Pero la compañera del gran atleta, antes de cerrar el libro, había subrayado lo siguiente:
Supprimer"¿Qué es la vida? El viaje de un hombre cojo y enfermo que camina sin descansar jamás, de día y de noche, durante muchas jornadas, con una carga pesadísima sobre las espaldas, por montañas escarpadas y sitios escabrosos, arduos y difíciles, bajo la nieve, el hielo, la lluvia, el viento, el sol ardiente, para llegar a cierto precipicio o foso, y caer inevitablemente en él. (Bolonia, 17 de enero de 1826)".
Y la bella muchacha iba guardando todo ello en su corazón.
Debo de ser antiquísimo, o modernísimo, no sé, pues nada o bien poco tengo que ver con Leopardi. Yo soy mucho más alto y dichoso, la salud en persona. Y mi padre no es que se diga especialmente culto ni pesado, ni mi madre estúpida ni cruel. Me hacen gracia estos retratos. Siempre me suenan a peliculeros. Leopardi también hacía caca, seguro.
RépondreSupprimerUna cosa nos queda clara: en efecto, no tiene usted nada que ver con Leopardo.
SupprimerLeopardi, desde allí donde se encuentre:
Supprimer"Estaba aterrado al verme rodeado por la nada, yo mismo una nada. Sentía como me ahogaba, al pensar y sentir que todo es nada, sólida nada".
Leopardos y Leopardis todos, juguemos limpiamente antes del descanso.
SupprimerALMT
"... juguemos limpiamente antes del descanso", que no hay segunda parte.
SupprimerPura maldición es la imperiosa necesidad humana de andar midiendo esta porción de eternidad que llamamos vida; y mientras, la verdadera vida tratando siempre de borrar todos los segmentos.
RépondreSupprimer«Es también un triste resultado de la sociedad y la civilización humana el hecho de conocer con precisión nuestra edad y la de nuestros seres queridos, y saber exactamente que al cabo de determinados años concluirá de modo necesario mi juventud o la suya, etc., etc., que necesariamente envejeceré o envejecerán, moriré o morirán, porque, puesto que la vida humana no puede durar más que determinado tiempo, y conozco efectivamente la edad que tienen o que tengo, veo con claridad que dentro de un tiempo preciso ellos o yo no podremos seguir viviendo, o gozando de nuestra juventud, etc., etc. Tratemos de pensar en lo que significa no tener una idea precisa de la propia edad, que es lo natural, y que se observa aún con frecuencia entre las gentes del campo, y veremos cuánto disminuyen los males habituales e infaltables que el tiempo aporta a nuestra vida, porque desaparece esa previsión segura que determina el mal y lo anticipa en grandísima medida, al hacernos conscientes del momento en que necesariamente tendrán que acabarse tales o cuales ventajas de ésta o aquella edad, de las que ahora gozo, etc. Cuando eso no existe, la idea confusa de nuestra inevitable decadencia y muerte ya no es capaz de entristecernos tanto, ni de disipar las ilusiones que en nuestras sucesivas edades nos consuelan. Y observemos cuán terrible es para un viejo de ochenta años, por ejemplo, el saber con seguridad que al cabo de diez años a lo sumo se habrá muerto, por lo que su situación es comparable con la de un condenado, y se reduce infinitamente ese gran don que nos ha hecho la naturaleza al ocultarnos la hora precisa de nuestra muerte, cuyo conocimiento exacto bastaría para paralizarnos de terror, y desalentarnos para toda nuestra vida».
(G. Leopardi, ZIBALDONE DE PENSAMIENTOS)
Esta critica, cuando la leí ayer en Babelia, me pareció otra forma de hacer buena literatura. Y además invita a leer el libro.
RépondreSupprimer