23 novembre 2014

El peatón de París


SI alguien os pregunta si es posible compendiar en un pequeño tomo La comedia humana y En busca del tiempo perdido, como pretendía aquel niño queriendo meter el mar de Cartago en un hoyo de la playa, respondedle sin titubeos:
–Sí, si ese libro es El peatón de París.
Es uno de los más hermosos que se hayan escrito sobre una ciudad, obra maestra y dechado de sucesivos y asombrosos hallazgos de todo tipo: verbales, poéticos, literarios, históricos, narrativos, humorísticos… A un tiempo acorde y arpegio. Je ne me fie pas trop à l’inspiration, dirá su autor en una de sus primeras páginas. Lo dice por cortesía: encuentra más discreto y elegante hablar de trabajo que de musas. Y sí, no se fía demasiado de la inspiración, pero acaso sea uno de los libros más inspirados que hayamos leído.
Dicho esto además de una ciudad como París, categórica en sí misma, que contó aquellos años con tantos escritores, y tan extraordinarios algunos, como pintores y artistas hubo en la Italia del Renacimiento. Muchos de ellos aparecen aquí, a veces meros comparsas, pero otras con retratos sagaces y sumarios: Proust, por encima de todos en su estima, Paul Valéry y Larbaud, con los que fundó la revista Commerce, y Morand, Cendrars, Philippe, Radiguet, Mac Orlan, Satie o Ravel, de quien fue amigo íntimo, entre una multitud de gentes de toda laya, hoteleros, músicos, aristócratas, rufianes, artistas, poetas, sastres, entretenidas, bohemios, millonarios, todos y cada uno con su nombre y apellidos propios y señalados en una calle, esquina, plaza, barrio precisos, La Capilla, el Cuartel Latino, Nación, el Monte de los Mártires, los Muelles, la Marisma, San Germán de los Prados, San Miguel, cuando no bares, bistrós, restaurantes, hoteles, salones, cabarés, teatros, cines, antros…
Este es un libro que habría entusiasmado a Stendhal, perpetuo homenaje a los detalles exactos. Épico y moderno. En tal sentido es una obra que sólo pudo haber escrito alguien que había dejado atrás hacía mucho su medio siglo, destilación de toda una vida, al igual que À la recherche es destilación de la de Proust. Como en el caso de Proust podría afirmarse incluso que Léon-Paul Fargue no hizo otra cosa en su vida que prepararse para escribir El peatón de París; toda su existencia, todas sus experiencias humanas y literarias, todos sus libros desembocan en estas trescientas páginas (podrá observarlo el lector de esta edición leyendo D’après Paris, que los editores han tenido el buen acuerdo de dejar para el final, pese a ser anterior; las prosas de ese libro, poéticas y a menudo atemporales, no hacían en absoluto presagiar el todo armónico en su diversidad de El peatón de París, pero leyéndolas después de El peatón no podemos dejar de verlas ya como sus precursoras).
Fargue, que había nacido en 1876 en París (de una modesta costurera y un ingeniero e industrial de la vidriera que tardó años en reconocerle, lo que para alguno de sus escoliastas explicaría la melancolía de sus obras; bah), escribe la mayor parte de El peatón de París en 1938 para publicarlo un año después. Tenía entonces sesentaitrés y apenas llevaba diez casado. Hasta ese momento había sido un hombre libre. Un hombre libre en aquel París a caballo de esos dos siglos, XIX y XX, no quiere decir lo mismo que en otras partes y en otros tiempos. Para que se comprenda de qué hablamos: Fargue asiste de muchacho en el instituto a las clases de Bergson por la mañana y a la tarde se pasa por la tertulia que se celebra en casa de Mallarmé. Si en esta página pudiera linkearse la palabra Mallarmé veríais abrirse la fronda de quienes asistían a aquellos célebres martes y que hoy se nos antojan olímpicos. En fin, la evocación du temps passé no es uno de los menores encantos de este libro.
Como los franceses, y especialmente los parisinos, tienen una predisposición genética para encajar en salones literarios, tertulias y redacciones de periódicos y revistas, ya encontramos a Fargue, antes de cumplir los treinta, en el núcleo de fundadores del que sería bastión de los simbolistas, y con el tiempo, una de las grandes aportaciones francesas a la literatura universal: la Nouvelle Revue Française. Y de ahí, del simbolismo de Mercure de France y de la poesía, no se moverá Fargue en su vida, siempre al lado de Valéry, de Gide, de Claudel… Y siempre fino y sutil, ligero pero nunca superficial.
Esta fidelidad le trajo algunos problemas con los surrealistas, a los que no tomó nunca demasiado en serio y que acaso por eso lo hubieran querido asesinar, que es, como se sabe, la secreta vocación de todo buen surrealista. A Fargue no sólo no le importó, sino que hizo gala de tales desdenes, pues con toda esa melancolía que atraviesa sus escritos no dejó nunca de ser alguien jovial. La prueba la tenemos en esto: la coña y distancia con la que observaba las sucesivas voladuras de la vanguardia no le impidieron aprovecharse de alguno de sus procedimientos más acreditados: síncopas, vértigo, ligereza, humor, destellos… Este libro está lleno de ellos: hablando de la irrupción del cine en la vida cotidiana nos dirá: “la explosión del grisú cinematográfico”. La palabra grisú nos lleva de la mano a un mundo subterráneo, negro, mineral que estalla a cada momento. Tenía fama de dejar esperando a los taxis en sus recados y visitas (Brassaï le vio junto a uno de ellos en memorable retrato), olvidándose a menudo que los había dejado allí desangrando sus economías: “el contador del taxi cocía a fuego lento”, dirá; recordando… Basta, podríamos encontrar tres ejemplos más por página.
Y fue entonces cuando todo sucedió. 1938. Su carrera literaria había sido muy parecida a la de otros muchos de aquellos hombres de letras que tenían París verdaderamente congestionada de literatura. Pues no contento París con tener una media de tres artistas por metro cuadrado, empezó a recibirlos de todas las partes del mundo en oleadas abrumadoras, en muchos casos en estado lamentable de desnutrición y en otros, con mecenas, inversionistas y publicistas millonarios incluidos, principalmente norteamericanos.
La batahola iba en aumento. El estrépito de las bombas de la Gran Guerra hizo guardar a todos silencio durante un rato, claro, pero pasada la primera impresión, volvieron a la carga y se redoblaron los gritos y el paroxismo de todo lo que llevara una x, incluido paroxismo, se apoderó de París, de los parisinos y en especial de los artistas: el sexo libre, los saxos de las jazz band y los cláxones. París declaraba inaugurados los felices años veinte, los de la plenitud de Léon-Paul Fargue.
La fama de Fargue se debía, desde luego, a sus poemas, en verso y en prosa. Incluso cuando escribía ensayos o relatos, Fargue lo hacía como suelen hacerlo los poetas, con extrema pulcritud y precisión, pero acaso sin olvidarse de sí mismo, de los versos, de la prosa. A fin de cuentas los hombres de letras están para hacer literatura. Y sí, entonces sucedió: Fargue tomó su pluma, contuvo el aliento y no respiró hasta terminar El peatón de París. Un libro que es mucho más que literatura. Acababa de meter en él, a su manera, la Comedia humana y En busca del tiempo perdido. Un soplo de vida y la vida en un soplo. Se diría incluso que lo escribió en un rapto, acaso porque todo el libro parece un único y modulado plano secuencia. O si se prefiere, una melodía. Pour la musique es el título de uno de sus libros de poemas, él, que contó con la amistad de Ravel o Satie, que musicaron algunos de ellos. Secuencia y melodía, sí. Unas veces más rápido, otras más lento, pero sin corte, sin desmayo, sin tropiezo, como a menudo vemos en La ronda de Max Ophüls. Todo fluye en él. También como un calidoscopio que no dejara de girar. Sí, Fargue fue el inventor de un calidoscopio que sintetizó por primera vez simbolismo y cubismo. El mundo lo mira un simbolista y lo cuenta un cubista. La cuadratura del círculo. Claro que no se trata de un simbolismo tétrico, sino también vital. Saint-John Perse, que prologó sus poesías completas, lo advirtió muy bien: “ningún anatema contra la existencia ni tentativa de despreciar la vida, a la manera de los simbolistas”. Es decir, como decía Nietzsche: ningún falso testimonio contra la vida, por mal que vengan dadas.
Y con esa disposición vital el plano secuencia dura, el calidoscopio gira y gira en este libro: la eterna novedad del mundo ( “me siento nacido a cada instante a la eterna novedad del mundo”, decía Alberto Caeiro; y porque viene al caso, recordar que el Libro del desasosiego, el otro gran libro del XX sobre una ciudad, es a Lisboa y a la melancolía, lo que El peatón es a París y a la alegría de vivir; y que los dos son parte de una misma moneda), la eterna novedad el mundo, decíamos, no es en Fargue otra cosa que la novedosa eternidad de la vida.
Podrá decirse que el París del que nos habla Fargue ya no existe, que han muerto todos sus actores, que aquel tiempo pasó, que no queda con vida ninguna de aquellas novedades. Pero esa es precisamente la novedad del mundo, que nada hay nuevo bajo el sol y que nada sea igual nunca. “Heme aquí al término de mi viaje sentimental y pintoresco por un París que ya no existe”, confesará Fargue con humildad, “un París cuyos ecos ya sólo nos llegan adoptando la forma de recuerdos cada día más desvaídos o de noticias desgarradoras: la muerte de un amigo muy querido, el fin de una familia hasta hace no mucho prometedora, la demolición de una casa antaño elegida para celebrar reuniones de buen gusto”.
En esta frase se compendia a su vez lo que Fargue escribió en esa larga tirada, conteniendo el aliento: memoria sentimental de la ciudad y de sí mismo, de lo que vio, de lo que ya no existe, amigos, familias enteras con su novela, casa, barrios, plazas. Todo ello saliendo del punto del plumín de su estilográfica con la menor cantidad posible de estilo literario. Digámoslo ya: si Fargue nos gusta tanto es porque no quiere tener mucho que ver con sus colegas los escritores, y prefiere conceder “el noble título de poeta” a los carreteros, vendedores de bicicletas, tenderos y hortelanos, pero no se lo niega al aristócrata o gran burgués, si lo merece. Atget o Proust son la misma moneda, la única que le permite circular libremente por París.  Aunque no es un ingenuo y sabe que “escribir es saber desnudar los secretos que hace falta aún transformar en diamantes”, este flâneur incomparable no pierde de vista lo esencial: el poeta es aquel que está en “perpetuo estado de ósmosis”. ¿Qué quiere decir eso? En su caso “llegar a no tener necesidad de mirar para ver”. Para escribir de París, como Fargue lo hará, era necesario llevar antes París en el corazón. “Llevo toda una sociedad en mi cabeza”, dijo Balzac. Sabido esto, ni siquiera hubiese sido necesario salir a la calle, hubiera podido escribir su Peatón en un cuarto en penumbra, como Proust À la Recherche.
Todo esto es este libro. Desde su publicación gozó de la mayor de las consideraciones. Todos comprendieron y admiraron el fulgor y brío de un libro que se presentaba, como el buen simbolismo, atenuado y  discreto. Hasta los escépticos tuvieron que admitir que Fargue tal vez no había inventado la pólvora (inventada acaso por Baudelaire en su Spleen de París, que inauguró un género, el de los libros sobre París; la lista sería interminable: Apollinaire y Le flâneur des deux rives,  Benjamin y su Libro de los pasajes, la Nadja de Breton, el París de Green, los libros de Mallet, Modiano, y, claro, el trabajo de fotógrafos como Izis, Brassaï. Doisneau, Cartier Bresson, Luc Dietrich, Plossu, Moï Ver o Kertesz que tanto han contribuido a fijar la “idea” de París) pero sí algo mejor, aplicada a París: la epilírica, género enteramente moderno, mitad romántico, mitad clásico, simbolismo y vanguardia. Fargue podía despedirse de esta vida tranquilo y satisfecho, con el deber cumplido.
Lo que le restaba de ella, nada menos que la ocupación, la pasó como pudo, sobreviviendo: encontramos su nombre en el segundo plano de revistas y periódicos poco recomendables, Combats, La Légion, Patrie (al fin y al cabo la mayor parte de sus amigos eran simpatizantes de Vichy, como lo habían sido del bando franquista en la guerra de España, en Occident se publicó la lista de adhesiones; y porque viene a cuento, recordar el pasaje de El peatón donde Fargue, hablando del hotel en el que vive, el Palace, habla de quienes lo comparten con él unos días, son los del Congreso en Defensa de la Cultura, Pasternak, Malraux, Bloch, Aragon y… Carranque de Ríos).
Aquí tienes, lector, una ciudad y un libro ideales. Si lees con atención en una y otro advertirás que el París de Fargue y el París de hoy no han cambiado tanto.
“Los cafés han cambiado de aspecto, pero los amores fugaces permanecen”, nos había dicho Fargue. Y no digamos los amores eternos, como Paris o Fargue.
          (Prólogo a El peatón de París de Léon-Paul Fargue. Ed. Errata Naturae, Madrid, 2014)

Editorial Errata Naturae. En librerías a partir del 17 de noviembre.


8 commentaires:

  1. Qué maravilla, mil gracias, lo buscaré para disfrutarlo en francés. Las conferencias de Bergson en la Sorbona fueron citas de escritores y artistas sus ideas sobre la memoria como materia literaria. Magnífico prólogo. Dentro de un rato me voy a ver la exposición sobre Sade, espero poder verla con tranquilidad parisina, gracias, bon dimanche.

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  2. “Los cafés han cambiado de aspecto, pero los amores fugaces permanecen”.
    Ahí late Quevedo:

    ¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,
    huyó lo que era firme y solamente
    lo fugitivo permanece y dura!

    Me ha convencido: compraré el libro.

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  3. Sobre lo escrito por AT en esta entrda y en el prógo al libro de Farge el artículo de Juan Bonilla en "Biblioteca en llamas":
    http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/bibliotecaenllamas/2014/11/13/paris-in-two-days.html

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  4. Dado que una servidora es de piñón fijo, continúo mi compendio de frases subrayadas de "El final de Sancho Panza...". La de hoy tiene cierto cachondeíto, pero ojo, no habla de nacionalismos, sino de la Sevilla del XVII y su tráfago de gentes que iban a, y venían de, las Indias. (Advertencia: Hay serial para rato.):

    "Y fue entonces cuando vieron que Sevilla no era una ciudad, sino una nación de naciones".

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  5. Me apunto a la idea de Sandra Suárez de citar algunos pasajes que me gustan de El final de Sancho Panza y otras suertes:

    "La visión de aquel suave y ameno hontanar, cuajado de huertos, almiares y hazas, que allí llaman chácaras, donde crecía el maíz, la yuca y el ají, y la de algunas aldeas que se cosían a lo lejos al azul del cielo con el humo dormido de sus casas les llenó de alegría".

    Sólo alguien que ha tenido trato con la poesía puede escribir eso.
    Otro fragmento, cuando están camino de Arequipa atravesando la altiplanicie andina:

    "Y a vista del río las caballerías descendieron, y bebieron, y dieron luego Sancho y Sansón agua a las señoras en un vaso, y bebieron ellos en el hueco de la mano".

    Esto parece más prosaico, pero algún bachiller (del Plan del 57 o anterior, el resto ya no sé), algún bachiller, digo, identificará ahí el final de aquel cántico de San Juan de la Cruz:

    Que nadie lo miraba,
    Aminadab tampoco aparecía
    y el cerco sosegaba,
    y la caballería
    a vista de las aguas descendía.

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    1. En los campos y tiempos de Gabriel Miró, todavía podía sobrarle a cualquier vecino humo dormido.

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  6. Reseña de "El final de Sancho..." en:
    http://www.europasur.es/article/ocio/1906131/la/virtud/apocrifo.html

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  7. Londres seduce y París enamora ¿Será por mor de sus ciudadanos o de los visitantes que acuden a satisfacer la fantasía porque los sueños lo necesitan? Qué difícil llegar y percibir sin prejuicios.

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