SI alguien os pregunta si es posible compendiar en un pequeño tomo La comedia
humana y
En busca del tiempo perdido, como pretendía aquel niño queriendo meter el mar
de Cartago en un hoyo de la playa, respondedle sin titubeos:
–Sí,
si ese libro es El peatón de París.
Es
uno de los más hermosos que se hayan escrito sobre una ciudad, obra maestra y
dechado de sucesivos y asombrosos hallazgos de todo tipo: verbales, poéticos,
literarios, históricos, narrativos, humorísticos… A un tiempo acorde y arpegio.
Je ne me fie pas trop à l’inspiration, dirá su autor en una de sus primeras
páginas. Lo dice por cortesía: encuentra más discreto y elegante hablar de
trabajo que de musas. Y sí, no se fía demasiado de la inspiración, pero acaso
sea uno de los libros más inspirados que hayamos leído.
Dicho
esto además de una ciudad como París, categórica en sí misma, que contó
aquellos años con tantos escritores, y tan extraordinarios algunos, como
pintores y artistas hubo en la Italia del Renacimiento. Muchos de ellos
aparecen aquí, a veces meros comparsas, pero otras con retratos sagaces y
sumarios: Proust, por encima de todos en su estima, Paul Valéry y Larbaud, con
los que fundó la revista Commerce, y Morand, Cendrars, Philippe, Radiguet, Mac Orlan,
Satie o Ravel, de quien fue amigo íntimo, entre una multitud de gentes de toda
laya, hoteleros, músicos, aristócratas, rufianes, artistas, poetas, sastres,
entretenidas, bohemios, millonarios, todos y cada uno con su nombre y apellidos
propios y señalados en una calle, esquina, plaza, barrio precisos, La Capilla,
el Cuartel Latino, Nación, el Monte de los Mártires, los Muelles, la Marisma,
San Germán de los Prados, San Miguel, cuando no bares, bistrós, restaurantes,
hoteles, salones, cabarés, teatros, cines, antros…
Este
es un libro que habría entusiasmado a Stendhal, perpetuo homenaje a los
detalles exactos. Épico y moderno. En tal sentido es una obra que sólo pudo
haber escrito alguien que había dejado atrás hacía mucho su medio siglo,
destilación de toda una vida, al igual que À la recherche es destilación de la de
Proust. Como en el caso de Proust podría afirmarse incluso que Léon-Paul Fargue
no hizo otra cosa en su vida que prepararse para escribir El peatón de París; toda su existencia,
todas sus experiencias humanas y literarias, todos sus libros desembocan en
estas trescientas páginas (podrá observarlo el lector de esta edición leyendo D’après
Paris,
que los editores han tenido el buen acuerdo de dejar para el final, pese a ser
anterior; las prosas de ese libro, poéticas y a menudo atemporales, no hacían
en absoluto presagiar el todo armónico en su diversidad de El peatón de
París,
pero leyéndolas después de El peatón no podemos dejar de verlas ya como sus
precursoras).
Fargue,
que había nacido en 1876 en París (de una modesta costurera y un ingeniero e
industrial de la vidriera que tardó años en reconocerle, lo que para alguno de
sus escoliastas explicaría la melancolía de sus obras; bah), escribe la mayor
parte de El peatón de París en 1938 para publicarlo un año después. Tenía
entonces sesentaitrés y apenas llevaba diez casado. Hasta ese momento había
sido un hombre libre. Un hombre libre en aquel París a caballo de esos dos
siglos, XIX y XX, no quiere decir lo mismo que en otras partes y en otros
tiempos. Para que se comprenda de qué hablamos: Fargue asiste de muchacho en el
instituto a las clases de Bergson por la mañana y a la tarde se pasa por la
tertulia que se celebra en casa de Mallarmé. Si en esta página pudiera
linkearse la palabra Mallarmé veríais abrirse la fronda de quienes asistían a
aquellos célebres martes y que hoy se nos antojan olímpicos. En fin, la
evocación du temps passé no es uno de los menores encantos de este libro.
Como
los franceses, y especialmente los parisinos, tienen una predisposición
genética para encajar en salones literarios, tertulias y redacciones de
periódicos y revistas, ya encontramos a Fargue, antes de cumplir los treinta,
en el núcleo de fundadores del que sería bastión de los simbolistas, y con el
tiempo, una de las grandes aportaciones francesas a la literatura universal: la
Nouvelle Revue Française. Y de ahí, del simbolismo de Mercure de France y de la poesía, no se
moverá Fargue en su vida, siempre al lado de Valéry, de Gide, de Claudel… Y
siempre fino y sutil, ligero pero nunca superficial.
Esta
fidelidad le trajo algunos problemas con los surrealistas, a los que no tomó
nunca demasiado en serio y que acaso por eso lo hubieran querido asesinar, que
es, como se sabe, la secreta vocación de todo buen surrealista. A Fargue no
sólo no le importó, sino que hizo gala de tales desdenes, pues con toda esa
melancolía que atraviesa sus escritos no dejó nunca de ser alguien jovial. La
prueba la tenemos en esto: la coña y distancia con la que observaba las sucesivas
voladuras de la vanguardia no le impidieron aprovecharse de alguno de sus
procedimientos más acreditados: síncopas, vértigo, ligereza, humor, destellos…
Este libro está lleno de ellos: hablando de la irrupción del cine en la vida
cotidiana nos dirá: “la explosión del grisú cinematográfico”. La palabra grisú
nos lleva de la mano a un mundo subterráneo, negro, mineral que estalla a cada
momento. Tenía fama de dejar esperando a los taxis en sus recados y visitas
(Brassaï le vio junto a uno de ellos en memorable retrato), olvidándose a
menudo que los había dejado allí desangrando sus economías: “el contador del
taxi cocía a fuego lento”, dirá; recordando… Basta, podríamos encontrar tres
ejemplos más por página.
Y
fue entonces cuando todo sucedió. 1938. Su carrera literaria había sido muy
parecida a la de otros muchos de aquellos hombres de letras que tenían París
verdaderamente congestionada de literatura. Pues no contento París con tener
una media de tres artistas por metro cuadrado, empezó a recibirlos de todas las
partes del mundo en oleadas abrumadoras, en muchos casos en estado lamentable
de desnutrición y en otros, con mecenas, inversionistas y publicistas
millonarios incluidos, principalmente norteamericanos.
La
batahola iba en aumento. El estrépito de las bombas de la Gran Guerra hizo
guardar a todos silencio durante un rato, claro, pero pasada la primera
impresión, volvieron a la carga y se redoblaron los gritos y el paroxismo de
todo lo que llevara una x, incluido paroxismo, se apoderó de París, de los
parisinos y en especial de los artistas: el sexo libre, los saxos de las jazz
band y los cláxones. París declaraba inaugurados los felices años veinte, los
de la plenitud de Léon-Paul Fargue.
La
fama de Fargue se debía, desde luego, a sus poemas, en verso y en prosa.
Incluso cuando escribía ensayos o relatos, Fargue lo hacía como suelen hacerlo
los poetas, con extrema pulcritud y precisión, pero acaso sin olvidarse de sí
mismo, de los versos, de la prosa. A fin de cuentas los hombres de letras están
para hacer literatura. Y sí, entonces sucedió: Fargue tomó su pluma, contuvo el
aliento y no respiró hasta terminar El peatón de París. Un libro que es mucho
más que literatura. Acababa de meter en él, a su manera, la Comedia humana y En busca del tiempo
perdido.
Un soplo de vida y la vida en un soplo. Se diría incluso que lo escribió en un
rapto, acaso porque todo el libro parece un único y modulado plano secuencia. O
si se prefiere, una melodía. Pour la musique es el título de uno de
sus libros de poemas, él, que contó con la amistad de Ravel o Satie, que
musicaron algunos de ellos. Secuencia y melodía, sí. Unas veces más rápido,
otras más lento, pero sin corte, sin desmayo, sin tropiezo, como a menudo vemos
en La ronda de Max Ophüls. Todo fluye en él. También como un calidoscopio que no
dejara de girar. Sí, Fargue fue el inventor de un calidoscopio que sintetizó
por primera vez simbolismo y cubismo. El mundo lo mira un simbolista y lo
cuenta un cubista. La cuadratura del círculo. Claro que no se trata de un simbolismo
tétrico, sino también vital. Saint-John Perse, que prologó sus poesías
completas, lo advirtió muy bien: “ningún anatema contra la existencia ni
tentativa de despreciar la vida, a la manera de los simbolistas”. Es decir,
como decía Nietzsche: ningún falso testimonio contra la vida, por mal que
vengan dadas.
Y
con esa disposición vital el plano secuencia dura, el calidoscopio gira y gira
en este libro: la eterna novedad del mundo ( “me siento nacido a cada instante
a la eterna novedad del mundo”, decía Alberto Caeiro; y porque viene al caso,
recordar que el Libro del desasosiego, el otro gran libro del XX sobre una
ciudad, es a Lisboa y a la melancolía, lo que El peatón es a París y a la
alegría de vivir; y que los dos son parte de una misma moneda), la eterna
novedad el mundo, decíamos, no es en Fargue otra cosa que la novedosa eternidad
de la vida.
Podrá
decirse que el París del que nos habla Fargue ya no existe, que han muerto
todos sus actores, que aquel tiempo pasó, que no queda con vida ninguna de
aquellas novedades. Pero esa es precisamente la novedad del mundo, que nada hay
nuevo bajo el sol y que nada sea igual nunca. “Heme aquí al término de mi viaje
sentimental y pintoresco por un París que ya no existe”, confesará Fargue con
humildad, “un París cuyos ecos ya sólo nos llegan adoptando la forma de
recuerdos cada día más desvaídos o de noticias desgarradoras: la muerte de un
amigo muy querido, el fin de una familia hasta hace no mucho prometedora, la
demolición de una casa antaño elegida para celebrar reuniones de buen gusto”.
En
esta frase se compendia a su vez lo que Fargue escribió en esa larga tirada,
conteniendo el aliento: memoria sentimental de la ciudad y de sí mismo, de lo
que vio, de lo que ya no existe, amigos, familias enteras con su novela, casa,
barrios, plazas. Todo ello saliendo del punto del plumín de su estilográfica
con la menor cantidad posible de estilo literario. Digámoslo ya: si Fargue nos
gusta tanto es porque no quiere tener mucho que ver con sus colegas los
escritores, y prefiere conceder “el noble título de poeta” a los carreteros,
vendedores de bicicletas, tenderos y hortelanos, pero no se lo niega al
aristócrata o gran burgués, si lo merece. Atget o Proust son la misma moneda,
la única que le permite circular libremente por París. Aunque no es un ingenuo y sabe que
“escribir es saber desnudar los secretos que hace falta aún transformar en
diamantes”, este flâneur incomparable no pierde de vista lo esencial: el
poeta es aquel que está en “perpetuo estado de ósmosis”. ¿Qué quiere decir eso?
En su caso “llegar a no tener necesidad de mirar para ver”. Para escribir de
París, como Fargue lo hará, era necesario llevar antes París en el corazón.
“Llevo toda una sociedad en mi cabeza”, dijo Balzac. Sabido esto, ni siquiera
hubiese sido necesario salir a la calle, hubiera podido escribir su Peatón en un cuarto en
penumbra, como Proust À la Recherche.
Todo
esto es este libro. Desde su publicación gozó de la mayor de las
consideraciones. Todos comprendieron y admiraron el fulgor y brío de un libro
que se presentaba, como el buen simbolismo, atenuado y discreto. Hasta los escépticos tuvieron
que admitir que Fargue tal vez no había inventado la pólvora (inventada acaso
por Baudelaire en su Spleen de París, que inauguró un género, el de los libros
sobre París; la lista sería interminable: Apollinaire y Le flâneur des deux
rives, Benjamin y su Libro de los pasajes, la Nadja de Breton, el París de Green, los libros de
Mallet, Modiano, y, claro, el trabajo de fotógrafos como Izis, Brassaï.
Doisneau, Cartier Bresson, Luc Dietrich, Plossu, Moï Ver o Kertesz que tanto
han contribuido a fijar la “idea” de París) pero sí algo mejor, aplicada a
París: la epilírica, género enteramente moderno, mitad romántico, mitad
clásico, simbolismo y vanguardia. Fargue podía despedirse de esta vida
tranquilo y satisfecho, con el deber cumplido.
Lo
que le restaba de ella, nada menos que la ocupación, la pasó como pudo,
sobreviviendo: encontramos su nombre en el segundo plano de revistas y
periódicos poco recomendables, Combats, La Légion, Patrie (al fin y al cabo la
mayor parte de sus amigos eran simpatizantes de Vichy, como lo habían sido del
bando franquista en la guerra de España, en Occident se publicó la lista de
adhesiones; y porque viene a cuento, recordar el pasaje de El peatón donde Fargue, hablando
del hotel en el que vive, el Palace, habla de quienes lo comparten con él unos
días, son los del Congreso en Defensa de la Cultura, Pasternak, Malraux, Bloch,
Aragon y… Carranque de Ríos).
Aquí
tienes, lector, una ciudad y un libro ideales. Si lees con atención en una y
otro advertirás que el París de Fargue y el París de hoy no han cambiado tanto.
“Los
cafés han cambiado de aspecto, pero los amores fugaces permanecen”, nos había
dicho Fargue. Y no digamos los amores eternos, como Paris o Fargue.
(Prólogo a El peatón de París de Léon-Paul Fargue. Ed. Errata Naturae, Madrid, 2014)
Editorial Errata Naturae. En librerías a partir del 17 de noviembre. |
Qué maravilla, mil gracias, lo buscaré para disfrutarlo en francés. Las conferencias de Bergson en la Sorbona fueron citas de escritores y artistas sus ideas sobre la memoria como materia literaria. Magnífico prólogo. Dentro de un rato me voy a ver la exposición sobre Sade, espero poder verla con tranquilidad parisina, gracias, bon dimanche.
RépondreSupprimer“Los cafés han cambiado de aspecto, pero los amores fugaces permanecen”.
RépondreSupprimerAhí late Quevedo:
¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura!
Me ha convencido: compraré el libro.
Sobre lo escrito por AT en esta entrda y en el prógo al libro de Farge el artículo de Juan Bonilla en "Biblioteca en llamas":
RépondreSupprimerhttp://www.elmundo.es/blogs/elmundo/bibliotecaenllamas/2014/11/13/paris-in-two-days.html
Dado que una servidora es de piñón fijo, continúo mi compendio de frases subrayadas de "El final de Sancho Panza...". La de hoy tiene cierto cachondeíto, pero ojo, no habla de nacionalismos, sino de la Sevilla del XVII y su tráfago de gentes que iban a, y venían de, las Indias. (Advertencia: Hay serial para rato.):
RépondreSupprimer"Y fue entonces cuando vieron que Sevilla no era una ciudad, sino una nación de naciones".
Me apunto a la idea de Sandra Suárez de citar algunos pasajes que me gustan de El final de Sancho Panza y otras suertes:
RépondreSupprimer"La visión de aquel suave y ameno hontanar, cuajado de huertos, almiares y hazas, que allí llaman chácaras, donde crecía el maíz, la yuca y el ají, y la de algunas aldeas que se cosían a lo lejos al azul del cielo con el humo dormido de sus casas les llenó de alegría".
Sólo alguien que ha tenido trato con la poesía puede escribir eso.
Otro fragmento, cuando están camino de Arequipa atravesando la altiplanicie andina:
"Y a vista del río las caballerías descendieron, y bebieron, y dieron luego Sancho y Sansón agua a las señoras en un vaso, y bebieron ellos en el hueco de la mano".
Esto parece más prosaico, pero algún bachiller (del Plan del 57 o anterior, el resto ya no sé), algún bachiller, digo, identificará ahí el final de aquel cántico de San Juan de la Cruz:
Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco aparecía
y el cerco sosegaba,
y la caballería
a vista de las aguas descendía.
En los campos y tiempos de Gabriel Miró, todavía podía sobrarle a cualquier vecino humo dormido.
SupprimerReseña de "El final de Sancho..." en:
RépondreSupprimerhttp://www.europasur.es/article/ocio/1906131/la/virtud/apocrifo.html
Londres seduce y París enamora ¿Será por mor de sus ciudadanos o de los visitantes que acuden a satisfacer la fantasía porque los sueños lo necesitan? Qué difícil llegar y percibir sin prejuicios.
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