Algo en verdad notable sucedió en el pueblo pacense de Barcarrota en 1992. Se hubiera dicho que hasta este nombre traía dentro desde su origen la naturaleza prodigiosa del descubrimiento que allí iba a tener lugar: en el curso de unas obras en una vieja casa particular unos albañiles descubrieron, al derribar un muro y dentro de él, una camareta en la que alguien había depositado cuidadosamente cuatrocientos años atrás y en un lecho de paja diez libros a los que se quería librar de las ansias de la Inquisición. Su estado de conservación era perfecto. Entre ellos se encontraba uno que justificaba por sí mismo el nombre de tesoro que se dio al conjunto: un ejemplar del Lazarillo de Tormes en una edición de Medina del Campo de 1554 de la que ningún otro se conservaba. Para valorar la importancia del descubrimiento recordemos que de esa obra y de ese mismo año, que de momento se considera el de su primera edición, sin que se descarte que pudo haber alguna anterior, se conservaban únicamente otro ejemplar de la edición de Burgos, otro de la de Alcalá de Henares y seis de la de Amberes.
Tanto la vida de Lázaro como la muerte del caballero don Rodrigo Manrique, libros paralelos, marcaron decisivamente el nacimiento de la novela y la poesía españolas, y no se entendería esta sin la grave metafísica de Jorge Manrique, ni comprenderíamos aquella sin el realismo sarcástico y humanísimo del autor del primero.
Pero dejemos de lado hoy el fondo del asunto y vayamos a la forma. Hemos llegado a comprender mejor la naturaleza del Lazarillo teniendo en nuestras manos uno de los portentosos ejemplares facsímiles que se hicieron de esa edición de Medina a raíz del descubrimiento de Barcarrota, verdadero capricho extremeño este que le deberemos, al menos nosotros, a Luis Sáez, director de la Editora Regional de Extremadura.
Ha sido uno poco, nada entusiasta de esas ediciones facsímiles que parecen tener que ver más con dudosísimas inversiones que con el verdadero amor a los libros, si hacemos caso de los anuncios y reclamos que se incluyen en la prensa de esa clase de beatos y códices que parecen pensados para engatusar a un tipo de horteras e incautos con posibles. Y poco, nada, recuerda este del Lazarillo a esas obras suntuosas. Bien al contrario, en octavo, editado en un pobre papel con apenas viñetas y grabados y envuelto en un trozo de pergamino arrancado a un cantoral, nos habla de la modestia de la obra y de lo que allí encontraremos, la azacaneada y mísera vida de un niño que no tuvo mucho tiempo de serlo. ¿Hubiera podido editarse de modo diferente? Hasta el tamaño parece haber sido pensado para esconderlo en cualquier parte y leído sin llamar la atención de nadie, como si fuese extensión de la intimidad que Lázaro nos quiso dar de sí o del personaje que quiso crearse de la nada.
Y el facsímil nos ha dado por un momento la rara e impagable ilusión de creer que lo leemos no ahora, en este 2011, sino entonces, en aquel 1554 de tantos enigmas, y que sus sabrosísimas palabras hayan visto la luz sólo hace un rato, y que acabado de leer lo deberíamos poner igualmente a buen recaudo de los nuevos inquisidores, esos que hoy lo avasallan todo con una falsa modernidad como aquellos de entonces lo avasallaban con una falsa tradición. Aún suena en nuestros oídos, contra unos y otros, el alegato de su prólogo, tan libre e insobornable como cuando se escribió. En él se nos revela la razón de darnos “entera noticia” de su persona, y cuánto consuelo en ella: “porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues fortuna fue con ellos parcial; y cuán más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto”.
Que el Lazarillo es algo más que un librito festivo, pese a la opinión contraria de algunos críticos literarios, parece fuera de toda duda. El propio prólogo advierte al lector de que bajo la lectura más superficial es posible encontrar otra más profunda: "... pues podría ser que alguno que las lea (las cosas que van a contarse) halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite". Es claro, además, que si el Lazarillo fuese un mero divertimento literario, un inocente librillo de burlas, la Inquisición no se hubiese tomado la molestia de prohibirlo en 1559, ni tampoco el dueño de la "Biblioteca de Barcarrota" lo hubiera considerado peligroso como para tener que emparedarlo (de acuerdo con los datos más recientes, el poseedor de los heréticos libros, el médico converso Francisco de Peñaranda, los ocultó hacia 1557, un par de años antes, significativamente, de la censura inquisitorial).
RépondreSupprimerGracias a la modestia del citado facsímil,lo tengo en mi humilde biblioteca desde el año 97.
RépondreSupprimerGracias por su entrada,es una maravilla.
La fortuna, para nuestro mal, también fue parcial con los inquisidores, de ayer y de hoy, haciéndolos tan limitados, tan insignificantes y tan... gallos.
RépondreSupprimerFuerza y maña, que es recado mucho menos impostado que el mercurial Fuerza y honor del gladiator romano, aunque coincide en anteponer siempre la necesaria fortaleza, que es acaso también necesidad de salud para afrontar el río revuelto de la vida.
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