Apenas se sabe nada de Eugène Atget, excepto que fue un hombre humilde, de aspecto parecido al de los traperos, vendedores ambulantes, artesanos, actores y artistas bohemios a los que trató y de los que era amigo. Fotografió un París que ya en los años diez y veinte del siglo pasado fascinó a los jóvenes modernos por su poesía. Aquellos jóvenes, Breton, Man Ray, Benjamin advirtieron que lo que Atget les dejaba era un legado prodigioso: una ciudad que acababa de morírsele en los brazos, y se embelesaron con ella como el niño que visita por primera vez un cementerio. Esa ciudad la tenemos hoy en Madrid en esta exposición inolvidable de Mapfre. Fotos que están siempre entre dos luces. No sabremos nunca de ellas a qué hora del día fueron hechas y a menudo ni siquiera en qué estación ni en qué año. Qué extraña luz la de su albúmina. Aura, recordamos con Benjamin, es el “entretejerse siempre extraño del espacio y el tiempo; la irrepetible aparición de una lejanía, y esto por más cerca que se halle”, tanto más cercana cuanto que acababa de irse para siempre. Sabemos dónde fueron tomadas, claro, porque nos lo dijo su autor, pero se diría que apenas hizo su foto, ya habían desaparecido: ultramarinos, talleres, obradores, escaparates, caserones, patios, bazares, por no hablar de fiacres, ómnibus, galeras o de esos seres desdibujados que recorren una ciudad siempre vacía, incluso de ellos mismos. La luz de Atget es misteriosa luz entre dos luces, la de la vida y la de la muerte, la de la ciudad viva y la de la ciudad muerta. Luz donde sucede la poesía, por donde él caminó como otra sombra más de las que a menudo, como fantasmas, se asoman a sus paralizadas estampas o en los huecos de las ventanas, fugitivas, vagabundas, desdichadas. Alucinante y alucinado París de casuchas y tejados hundidos, puertas desvencijadas y vencidas que parecen estar preludiando el cubismo. Bellísimo París de calles y callejuelas miserables, sombrías, insalubres, hermanado para nosotros con el París que sólo vio Solana. Y sobre todo poético París sembrado de letras por todas partes: en carteles, rótulos, muestras, anuncios. Recuerdan un collage de Schwitters. Nos entretenemos en leerlos, convencidos de que eso, el nombre de una tienda de vinos, de un hotel, de un tonelero, de una panadería, de un fotógrafo, de una librería, de un muro de anuncios o de un pasaje es lo que vive aún de aquel mundo que se ha borrado como la tinta al sol. Y son esas letras sembradas por sus fotos como textos de un inabarcable palimpsesto lo que nos lleva, precisamente, a pensar en nuestros propios libros, amontonados, desvencijados, rotos, descabalados también, diciendo acaso del mundo que éste sigue deshaciéndose cada día como la arena de un reloj, sin que nada podamos atajar, su irrepetible duración, su cercanía en el punto mismo en que se está alejando para siempre.
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