LOS ordenadores han hecho que todos y cada uno de nosotros seamos tipógrafos. Es decir, hoy día cualquiera, usted mismo, puede lograr que las palabras digan una cosa u otra. Basta elegir un tipo de letra. Este ejemplo servirá: la palabra España no dice lo mismo en letra gótica que en una futura. Haga la prueba. Si usted la lee en letra gótica está legitimado para sospechar que se ha deslizado en ella una idea imperialista de España, por lo mismo que el logotipo de Eta lleva una tipografía nacionalista cuyas letras (talladas con el hacha que aparece en él y naturalmente en mayúsculas, ya que carecen de minúsculas, debieron concebirla en Bilbao) parecen llevar txapela. Lo decía JRJ, y lo ha repetido uno hasta la saciedad: “En edición diferente los libros dicen cosa distinta”.
Por tanto, cuando se habla de tipografía lo hacemos de algo decisivo en el siglo XX, principalmente en su primer tercio, el de la propaganda política y el de los totalitarismos, unidos estos por el istmo de la tipografía hasta el punto de que a veces pueden llegar a parecernos intercambiables sobre el papel de sus libros y carteles.
A esa tipografía, la de vanguardia, se le ha dedicado en la Fundación March de Madrid, y con los fondos de dos coleccionistas privados, el estadounidense Cerril C. Berman y el santanderino José María Lafuente, y comisariada por Manuel Fontán, una exposición fascinante, única, ejemplar, la mejor que se haya visto en España y probablemente en Europa, y ello por varios conceptos: por la cantidad de libros, papeles y carteles expuestos y por su variedad, por la novedad de su montaje tanto como por un sensacional catálogo llamado a convertirse en el documento clásico sobre la materia.
“Las palabras en libertad” fue el título de un manifiesto futurista firmado por Marinetti, y esta exposición lo confirma: jamás se ha sido más libre y creativo con las palabras que en ese periodo que va de 1890 a 1950, paradójicamente en el que menos se podía circularlas. Y hoy, que no tenemos muchos problemas para hacerlo, hemos de reconocer que la mayor parte de lo que se ha hecho después de 1950 en el terreno tipográfico ya fue realizado entonces.
Las dos principales aportaciones de la vanguardia fueron, a mi modo de ver, el humor y la tipografía. El humor les sirvió para pintarle bigotes a la Monalisa y la tipografía para escribir debajo: ¡Ja, ja, ja! Y para que no los tomaran por frívolos decidieron politizar la estética, como los comunistas, o estetizar la política, como los nazis y los fascistas. Y en cualquiera de las dos empresas necesitaban no sólo palabras nuevas, sino formas nuevas de representarlas.
Y así fue como las palabras en libertad se convirtieron en muchos casos en el instrumento para suprimirla, mediante excomuniones surrealistas o mediante purgas de todo tipo. Y en otros casos ni siquiera era importante lo que se decía con ellas. Las obras maestras de la literatura vanguardista son escasas, porque los libros para ellos no fueron hechos para leerse, sino para que entraran por los ojos. Diríamos que también inventaron Internet. Y así fue como todo el mundo se dispuso primero a jugar con ellas y luego a jugar con su significado, y para cuando el que las leía quería comprender qué le estaban diciendo, ya se había puesto en movimiento hacia el lugar al que las letras querían llevarle. Las letras como el flautista de Hamelín. Se volvieron locos.
¿Quiénes? Primero el cogollo de los que disfrutan creando y circulando las tendencias: poetas, grafistas, pintores, tipógrafos, agitadores, cartelistas, impresores, arquitectos, y a remolque de estos los demás: perfumistas, industriales, tenderos, periodistas, modistos y toda clase de gremios. Al principio los más avezados y despiertos, y luego los otros. En el arranque, los más grandes: El Lissitzky, Schwitters, Depero, Heartfield, Rodchenko, Cassandre, Tschichold, Bayer, Klucis, Max Bill, Teige… Citaríamos y no acabaríamos nunca. Cualquiera podía hacer magia con las letras y la tipografía, y no salían de su asombro de lo fácil que resultaba. Las nuevas formas causaban furor. Aún hoy nos quedamos embobados por la belleza de la novedad y la novedad de su belleza. Parecía que no hubiese nadie que no quisiera ser moderno, incluso en España, país que acaso podría haber estado aquí mejor representado, y así lo prueban los libros y folletos raros nunca vistos antes de esta exposición.
En fin. No sabemos si mis palabras le habrán contagiado al lector el entusiasmo que le ha despertado a uno esta inaudita exposición que probablemente no volverá a repetirse en años. De haber estado en mi mano, las habría mandado componer en cualquier letra legible del cuerpo 48, quiero decir, el que se emplea en los periódicos para las noticias a cinco columnas, tan frecuentes, por desgracia, en estos tiempos.
embobados, ya lo creo. Pues la letra... con bellezza entra.
RépondreSupprimersaludos
He mirado los artistas que cita y me han gustado. Parece una muy interesante exposición, en provincias apena hay exposiciones
RépondreSupprimerSaludos
Un arte olvidado, los carteles que se hicieron de Metropolis y el cartelista Alphonse Mucha ( cuyo mayor coleccionista es el tenista Ivan Lendl )llaman la atención dentro de este arte
RépondreSupprimerChao
Enhorabuena a Manolo Fontán, a la Fundación March... y a Guillermo Nagore, diseñador del catálogo. L.G.E.
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