NO trata este artículo, como acaso acabas de pensar, de los tiempos que corren, sino de aforismos, del género de los aforismos, que conoce un auge inusitado acaso, precisamente, por los tiempos que corren. Pues se diría que, a falta de sistemas articulados de pensamiento necesitáramos sólo un puñado de recetas, como píldoras de un oráculo manual que mantengan la inteligencia y la esperanza en unos niveles aceptables. En muy poco tiempo se han publicado algunos libros de aforismos y se anuncian otros, de autores clásicos y de contemporáneos. El que ha propiciado estas líneas es de Fernando Pessoa, un tomito escogido y traducido por José Luis García Martín, él mismo notable cultivador de aforismos. Pessoa no publicó nunca aforismos, y si no conociéramos la probidad del antólogo podríamos pensar que algunos de estos pudo haberlos escrito él. Porque llegados a este punto hemos de confesar algunas de las razones por las que tanto nos gustan los aforismos. En primer lugar, porque todos los aforismos, proverbios y máximas tienen algo de anónimo y algo de apócrifo: en la noche de la literatura todos los aforismos son pardos. En segundo, porque cualquiera puede escribir un buen aforismo (como cualquiera puede hacer una buena foto, lo que no le convierte en fotógrafo) y en tercer lugar, porque los aforismos, como los refranes, sus parientes pobres de pueblo, son un atajo que no olvida tampoco que no hay atajo sin trabajo.
Nietzsche, tal vez el aforista más deslumbrante, escribió en El ocaso de los ídolos: “Lo que no me destruye, me hace más fuerte”. ¿Es muy diferente esto de nuestro castizo “lo que no mata, engorda”? Ni siquiera podríamos asegurarlo, pero esa es otra de sus virtudes: el aforismo bueno es a un tiempo panacea y placebo, y no hace mal nunca, valiendo tanto para un roto como para un descosido.
En este pequeño gran libro de Pessoa nos sale al paso uno, que nos entusiasma, apropiadísimo para la crisis: “El entusiasmo es una grosería”. Deberían recordarlo tanto los entusiastas como aquellos que tachan de antipatriotas o derrotistas a los estoicos. Pensando en estos Pessoa dice también: “Os digo: Practicad el bien. ¿Por qué? ¿Qué ganáis con eso? Nada, no ganáis nada. Ni dinero, ni amor, ni respeto, ni acaso paz de espíritu. ¿Entonces ¿por qué os digo: practicad el bien? Porque no ganáis nada con ello. Por eso mismo vale la pena practicarlo”. ¿Predicó con el ejemplo Pessoa? Desde luego que sí: murió solo, pese a haber practicado el bien como pocos, dejándonos una obra llena de enseñanzas y consoladora belleza: “Ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo”, nos dijo. ¿Y fue feliz? En la medida en que “para ser feliz es preciso no saberlo”, no. Pero no le culpó a nadie de ello. No sabemos si el mundo que hemos conocido hasta aquí se está hundiendo. Puede. Así lo indican los “sálvese quien pueda”, aforismo de moda, despiadado y estúpido, que oímos desde todas partes y a todas horas. Y sin embargo, Pessoa, el solitario y estoico, viene en nuestra ayuda a socorrernos, a salvarnos, y nos dice: “Nada le falta a quien nada es”. Y en eso estamos: aprendiendo a ser nada, aprendiendo a ser nadie, disciplina que nada tiene que ver, por cierto, con la resignación.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 10 de junio de 2012]
Le traigo uno de Gesualdo Bufalino, es hermoso también. Gracias por la reflexión.
RépondreSupprimerDicen que el hombre de Neanderthal murió porque no sabía hablar, nosotros moriremos por no saber callar.
Salud
¿Que si Pessoa fue feliz? Yo siempre pensé que no, que su vida personal fue malograda por su propio carácter. No se casó, no tuvo hijos, llevó una vida gris de traductor de cartas comerciales, murió alcoholizado... Pero en la recopilación que hacemos para zUmO dE pOeSíA me topé con este poema de Saiz de Marco que me ha hecho cambiar de opinión al respecto. Y no sólo en relación con Pessoa:
RépondreSupprimerREUNIDOS
Coincidieron en el mundo a la vez
así que podrían haberse reunido
y Machado diría
-yo soy triste desde que murió mi mujer
de tuberculosis con 18 años
y Kafka explicaría
-yo soy triste a causa de mi padre
era tan despótico y despreciativo
y Proust por su parte
-yo creo que soy triste por culpa del asma
y entonces Pessoa
-pues yo no soy triste por nada en concreto
nací triste, eso es todo
Y luego se habrían despedido
-adiós, Fernando
-Marcel, buenas noches
-hasta más ver, Franz
-fue un placer, Antonio
se habría marchado cada uno a su hotel
y en la soledad, con una hoja en blanco
se aplicarían a escribir
sin reparar en sus ojos de pronto encendidos
sin atisbar ese extraño rictus de alegría
sin entrever su propia
felicidad
En el espacio inútil de una calle desierta, anda majestuosa y triste una figura de borracho egregio, penetra en la neblina azulada de un amanecer oscuro, en una ciudad de agua y olvido. Un sutil traspiés le hace abrir los ojos, colocarse el sombrero y enderezar el paso, cogiendo el paraguas por el mango de ébano, arroja la colilla de un cigarro apagado en una papelera próxima, se para un instante y entra en un pequeño bar que el dueño, un hombretón de cara rojiza, acaba de abrir en ese instante. “Bon día Antonio”, “Bon día, senhor” responde éste al tiempo que saca un pequeño vaso y vierte en su interior un licor de tinte amarillento. El ilustre borracho lo apura de un trago, coloca el vaso, sin ruido, sobre la barra y pone sobre el mármol el importe exacto. “Bon día Antonio” dice cogiendo sus cosas; un periódico, el paraguas, un sombrero de fieltro gris y una cartera de fino cuero tintado de negro mate. Sale del establecimiento mientras el camarero levanta la mano en señal de saludo. Al final de la calle una débil y amarillenta hilacha de sol lucha con el azul de la neblina. El hombre aprieta el paso para llegar exactamente a la hora, convenida de antemano, al despacho en que tiene que recoger varios informes comerciales que tendrá que traducir al portugués para la semana entrante. Al subir al despacho las escaleras de madera emiten un ruido como si se tratara de un barco navegando. “Herzog” piensa el borracho, al cual ya no le tiemblan las manos. En la oficina aún no ha llegado nadie. El vacío arropa la soledad del náufrago. Sólo la señora de la limpieza se afana en limpiar el vaho de los cristales empañados. Deposita cuidadosamente las cosas sobre una mesa del despacho y sentándose se quita las gafas para limpiarlas empañándolas con aliento aguardentoso, las coloca al trasluz de las ventanas y susurra “vaho contra vaho imagen del mundo”. Pregunta a la señora de la limpieza si sabe donde le dejó los papeles el señor Monteiro, ella le responde que en la repisa del fondo del pasillo. Cuando se incorpora de su silla para dirigirse hacia la repisa una punzada en el entrecejo le paraliza, se quita de nuevo las gafas y masajea con los dedos la parte dolorida, los ojos se llenan de lágrimas. Recoge los papeles y sin mirarlos los introduce en su portafolios. En la calle de nuevo observa como el ruido del afán cotidiano de los transeúntes ha quebrado la fragilidad de la niebla, entra en un figón estrecho de una calleja y se toma dos vasos de aguardiente espeso y dorado, “em flagrante delitro” ronronea irónicamente para si mismo. Todavía es temprano, el sol ya ha abierto brecha entre la niebla e inunda de quebradizos matices las fachadas de los edificios. El ilustre borracho se encamina hacia una calle recta que conduce a un majestuoso arco, lo mira desde la lejanía pleno de luz blanca, poderoso y enorme. “La puerta del mar”, se dice, limpiándose la boca con un pañuelo que ha extraído, con cuidado de no doblarlo, del bolsillo de su americana. Al pasar bajo el arco un pequeño vahído le hace pararse, recobra la normalidad después de respirar varias veces y atraviesa la plaza con paso agitado, no quiere llegar tarde a una importante cita. Cuando en el reloj de la Seo suenan las ocho y media arriba a una plataforma de mármol blanco donde le espera una figura extraña, vestida con una capa negra que le cubre hasta los pies, le tiende la mano y los dos hombres se saludan. Ambos se dirigen hacia una cercana estación y el ruido de los trenes ahoga su conversación en un misterio errante, que aún hoy se puede leer en los adoquines que un día fueron pisados por la levedad de una existencia perentoria. Al final la piedra habló con el mar en un promontorio de mármol blanco incendiando de luz la oquedad de la roca.
RépondreSupprimerQue alguien juzgue si es posible la felicidad.
"No soy feliz, ni falta que me hace" dijo alguien, que como no recuerdo quien, pongamoselo a G Bernard Shaw, pues aprender a ser nada es fácil cuando, no es que ni un nombre te hayas hecho, sino q la realidad cotidiana te lo muestra, y muy difícil cuando todo a tu alrededor te replica lo maravilloso que eres.
RépondreSupprimerCuando Botín saluda al Rey disfrazado del Inserso está aprendiendo a ser nada?
saludos
El entusiasmo verdadero es una virtud, un estado de ánimo y antídoto contra la depresión . Todos estamos en el salvase quien pueda, no olvidemos que cada niño que muere de hambre es un asesinato de la sociedad. Si hubiera un cielo donde fueran los buenos , estaría prácticamente vacío , al fin y al cabo todos somos presa de nuestro carácter y condición . Nos adaptaremos a lo que sea . ¿ Heroicidades? ... Mitos y eufemismos políticos
RépondreSupprimerChao
“Nada le falta a quien nada es”: Esto enlaza con los Evangelios, "bienaventurados los pobres de espíritu", que no entendía hasta ayer; quiere decir que bienaventurados los que no quieren más de lo que tienen, y si se lo quitan, no protestan. Lo del "entusiamo", lo citas como novedad, pero ya lo habías tocado tú, no sé si en Los Caballeros del punto fijo, diciendo que era algo "plebeyo", o similar. ¿No remember?
RépondreSupprimerSalut