HACE unas semanas se hablaba en este almanaque de El Rastro y de las jornadas ramonianas que tuvieron lugar en la cripta de la sede de Revista de Occidente. Aquí va el texto que se leyó entonces, prólogo de esa reedición del libro de Ramón que editaron los libreros de viejo de Madrid, y una fotografía de Baroja en el Rastro. Y viendo esta foto, está uno tentado de dilucidar ambos Rastros, el de Baroja, a quien desagradaba tanto Ramón, y el de Ramón, que jamás se tomó en serio a Baroja. Porque, qué duda cabe, son dos Rastros diferentes, como lo son sus literaturas.
* * *
Ante
la ingente obra de Gómez de la Serna tendemos a pensar que toda ella ha sido
escrita por igual en una edad madura, de imprecisos límites temporales. No
creemos que el mismo Ramón tenga una edad precisa, sino que la tiene muy
difusa, una edad que podría extenderse de sus veinte a sus sesenta años, y que
dentro de esos cuarenta han ido gestándose, madurando y cosechándose los frutos
más logrados de su talento. Y no sólo porque él puede representar al mismo
tiempo veinte que sesenta, sino porque en la mayor parte de sus libros no hay
nada que nos delate ni la falta de experiencia de la juventud ni la sobra de
escepticismo de la vejez.
Pues
tendemos también a creer que la edad de un clásico es indefinida, una edad sin
edad, valdría decir, salvo en aquellos en los que su genio floreció en una
determinada y bien concreta sazón: Garcilaso o Leopardi sólo pueden ser
jóvenes, por lo mismo que a Homero sólo nos lo imaginamos viejo y ciego, como
si jamás hubiera gozado de años mozos. Pero en quienes tuvieron para sí y para
su obra toda una larga vida por delante, aquélla parece haber acabado
apoderándose de ésta hasta el punto de borrar en ella las aristas del tiempo.
¿Qué edad diríamos que tiene Virgilio?
o ¿cómo es más fácil representarnos a Baroja o a Azorín? ¿Jóvenes,
viejos? En el caso de estos diríamos que hay en ellos una gravitación de vejez,
como si no hubieran hecho otra cosa en su vida que prepararse para ser viejos,
apenas salieron de la juventud.
La
edad de Gómez de la Serna es, me parece a mí, más indefinida que la de otros
escritores, como en cierto modo podría ser la de Ortega o la de Juan Ramón
Jiménez, una edad en los tres de invariable madurez, sin juventud y sin
decadencia.
Sabemos
que Ramón empezó muy joven a publicar libros, apenas con dieciséis años, y que
siguió publicándolos por decenas toda la vida hasta que murió, en número
difícil de precisar incluso para los ramonistas. Pero desde muy joven logró ese
estado ideal, alcanzando, diríamos, su particular velocidad de crucero, que ya
no le abandonó sino hasta dos o tres años antes de su definitivo aterrizaje en
las pistas del cáncer y de la muerte.
Este
libro, El Rastro, fue el primero de sus libros de madurez y sin duda uno de los
más perfectos suyos, si acaso puede mentarse la palabra perfección en él; uno
de los más frescos, más felices, más inspirados y más completos libros, en él,
que todo lo dejaba a medio acabar, por agotamiento.
Tenía
veintitrés años cuando se publicó, en 1914, mucho antes de que hubiera
vanguardias en España, mucho antes de que ni siquiera Ramón supiera que era
vanguardista, diez años antes de que André Breton hiciera algo parecido por los
vericuetos del Mercado de las Pulgas de Saint Ouen. No conviene olvidar este
dato de la extrema juventud de Ramón al ponerse a escribir este libro, porque
es el que nos lo hace aún más portentoso.
El
Rastro es también el libro en el que Ramón se inventa como escritor a sí mismo
y en el que inventa el Rastro como literatura. La doble invención. Con él pasa literaria y directamente de la
Prehistoria a la Modernidad y hace que el Rastro deje atrás la picaresca y
conozca el romanticismo vanguardista o a la vanguardia romántica, que de las
dos maneras cabe llamarle a eso.
Cierto
que un año antes, en 1913, otro escritor, muy amado y estimado por Ramón, José
Gutiérrez Solana, había dedicado al Rastro un capítulo de su Madrid, escenas y
costumbres, en la misma línea de lo que sería más tarde El Rastro ramoniano,
pero esas páginas admirables e insuperables tienen que ver con Ramón todo y
nada. Digamos que el Rastro de Solana fue a Ramón lo que la España negra de
Verhaeren y Regoyos fue para el propio Solana, una precursión, el Bautista que
llega anunciando la buena nueva.
Fue
ésta la del amor por las cosas en sí mismas, y en ningún sitio podrían hallarse
tantas juntas, tan heterogéneas y diferentes, venidas de tan diversos mundos y
con tanta historia detrás, como en el Rastro madrileño.
Nadie
hasta él tampoco las había mirado como a criaturas vivas, únicas en su orfanato
a la espera de que alguien viniera a sacarlas de allí en adopción. Y él las
dotó de alma, y cuanto más averiado, estropeado o desportillado encontraba su
cuerpo, más amor se diría que ponía en su recreación, ya que lo milagroso del
Rastro no es tanto que las cosas viejas nos hagan el avío de las nuevas, sino
que nos hacen ese avío que las nuevas no saben ni pueden hacernos, y por eso
vamos a buscarlas al único lugar donde con suerte podremos encontrarlas. Ya que
tales cosas viejas tienen una superioridad muy notable sobre todas las nuevas,
que es saberse, pese a su vejez, o precisamente por ella, únicas, y su valor
viene determinado en su rareza muchas veces más que en su industria o en otras
virtudes propias.
A
diferencia de libros de naturaleza parecida, pensemos en el de los Pasajes
parisinos de Walter Benjamin, no encontraremos en El Rastro una teoría, ni un
sistema, como hiciera años después Ortega con el mundo de la caza, con el que
el del Rastro guarda tantos parecidos. “Tengo la cabeza poblada de muebles y
cosas diferentes que me sirven para entender la vida, aunque esta doctrina de
la vida sea difícil de exponer en ideas de mitin”, nos dirá. No. El pensamiento
del joven Ramón es un pensamiento afectivo, casi sin ideas, con teorías un poco
de decorado, que tienen la única misión de envolverle, como aquella manta
tendida entre dos cañas que vio Cervantes por toda decoración en las
representaciones de Lope de Rueda.
Le
mueven a Ramón en este Rastro intuiciones geniales, observaciones certerísimas,
asociaciones asombrosas y formidables, músicas inauditas, imágenes que antes de
él habían pasado inadvertidas para muchos de la misma manera que a millones de
hombres de la antigüedad se les pasó por alto durante siglos que pudieran
compararse una mujer y una rosa.
Cuando
Ramón supo esto, que en el Rastro había esperándole miles de cosas y que a
todas podía cortejarlas y amarlas como un verdadero don Juan, se puso a
escribir un libro.
Pero
entonces no sabía escribir libros, porque era muy joven. Seguramente no supo
nunca lo que era un libro, con su planteamiendo, nudo y desenlace. En los
libros de Ramón se encuentra uno con todas las combinaciones posibles: libros
con planteamiento y con nudo, pero sin desenlace; con planteamiento y
desenlace, pero sin nudo; con nudo solo o con planteamiento solo, incluso
libros sin libro dentro, puros como almas desnudas.
Así
que en vez de escribir un libro sobre el Rastro, se llevó el Rastro a casa, y
de casa lo fue poniendo en limpio, sobre las cuartillas.
Todo
él es fruto de una exaltación cercana a la poesía. Por ello y pese a su extrema facundia, es el menos
barroco de los suyos (la poesía no puede ser barroca, como es bien sabido), y
si la vanguardia se iba a embarrocarse en muy pocos años, aquí Ramón es como el
Fra Angelico de todos aquellos ismos que él historiaría años después, incluidos
los propios suyos.
Creo
que no se podría hacer una antología de este libro, como no se podría antologar
el Rastro. Yo no sabría indicarle ahora al lector que buscase tales páginas o
tales otras. Uno y otro, Rastro y libro, hay que recorrerlos de cabo a rabo, de
punta a punta, por más que en este libro haya trozos memorables (sobre los
acordeones, por ejemplo, o sobre esa maqueta de barco que asoma como un buque
real por las costrosas calles rastreriles), por más que contemos en el Rastro
con nuestros rincones predilectos, nuestras almonedas irrenunciables, nuestras
esquinas indelebles. Si la antología del Rastro da siempre como resultado eso
tan falto de gracia y de misterio que es un anticuario, una antología de este
libro no pasaría de ser el fogonazo de una alucinación más o menos sombría y
absurda. Por eso sólo cuando se lee de la primera página a la última se
advierte en él el fondo maravilloso de humanidad, de lógica, de discurso,
aunque no necesariamente tengamos que leerlo palabra por palabra, como tampoco
al fatigar el Rastro vamos registrando todos y cada uno de los objetos que van
saliéndonos al paso.
Y
para esta ingente labor de acarrear todo el Rastro consigo, y cargar con él, no
le bastaba el vigor de su juventud, sino dotarse de una voz potente.
Es
aquí cuando Ramón da con su tono característico, el que raramente le abandonará
ya nunca. Es un tono exclamativo, reiterado y rotundo, un tono oratorio,
terminante y enfático, porque sin oratoria y sin énfasis, y lo saben muy bien
los vendedores de cosas viejas del Rastro, no se vende. Y a su modo Ramón nos
va a vender todo ese “montón de cosas” y nos va a vender, sobre todo, su libro.
Ramón acaba ganándole siempre a uno, convenciéndole, pese a sus defectos.
No
vamos a enumerarlos aquí ni vamos a hacer el escrutinio de todas esas cosas. Ya
lo hace él con mucho gusto. Nos habla de cientos de objetos, de miles,
engolosinado, concupiscente, insaciable. Creo que no se le escapa ninguno, ni
la plancha de hierro ni el loro disecado, ni la lápida de cementerio ni el
clavo inservible sin cabeza. Y próximo a ese tono, su voz. Una voz propia, y
originalísima. La literatura española no la había oído antes a nadie. No es la
de un piano, pese a tenerla llena de matices a su manera. Se parecería quizá
más a la de esa pianola que acomete con idéntico brío “La Patética”, una
transcripción de la “Quinta Sinfonía” o el chotis “Las Vistillas” del maestro
Carnicero.
Y
vecino de su voz, su estilo, ese estilo suyo largo, predicado, sobrado y
envolvente, tan característico. Porque le gustan tanto las palabras, está tan
enamorado de ellas, de todas y cada una, que no puede prescindir de ninguna,
como no puede renunciar a ninguna de las cosas que ve en el Rastro, por
extrafalaria o inservible que le parezca. Y si al final acabó decorándose las
casas, de la calle de Velázquez, en Madrid, o de Hipólito Irigoyen, en Buenos
Aires, como si fuesen una almoneda, terminó escribiendo sus libros con todas
las palabras del diccionario, ni una menos, y cuando no tenía bastante con
ellas iba a buscar cualquier “obsedante” al francés, como quien gusta probar de
vez en cuando la golosina de un agua diferente. Eso, esa abundancia, esa
opulencia en la que vino a nacer para la literatura, le puso de un excelente
humor, sin duda.
Creo
que no hay entre nosotros un estilo con menos drama que el suyo. Incluso cuando
describe situaciones penosas y cuadros lastimosos, se le ve hacer un esfuerzo
para no desentonar, para no delatar la íntima alegría que se le contagia de la
vida, y hasta en el entierro tiene que sujetarse las manos para no salir
tocando palmas. Las palabras, que utiliza con frecuencia de la manera más
arbitraria, para él son como unos dados: las tire como las tire, siempre le
sale una jugada. No hay dados con una cara blanca.
En
este festín, pues, se lo quiere llevar todo, el pingo exangüe o el tesoro, la
nadería o la rareza, lo mismo la elegía fúnebre que el epitalamio, el sostenido y el bemol, la luna en
cuarto creciente y la luna en cuarto menguante. Así que se conduce en El Rastro
como Noé con el arca: dispuesto a inventariarlo y salvarlo todo de la muerte a
la que estaba abocado, de no haber aparecido por allí como su mesías salvador.
Cuando
el diluvio ha cesado y procede Ramón a devolvernos las cosas, nos las reintegra
todas con su verdad y el poco de mentira que ha criado en ella, ese poco de
óxido que les sale incluso a las verdades más verdaderas. Si se sabe esto, lo
del óxido no tiene importancia, se le quita a las cosas esa impureza con la
mano, y están otra vez como nuevas, es decir, como viejas, como estaban en las
mismas costanillas y repechos del Rastro, como vinieron al mundo para la
muerte, antes de su resurrección.
Extraordinario
libro éste. Se publica ahora como lo publicó el propio Ramón en su segunda
edición, después de sacar los capítulos sobre Azorín y Baroja que había
incluido en la primera y que, en efecto, no pintaban mucho allí.
Métete
lector en sus páginas y no te preocupe si aquí o allá pareces aburrirte o
estancarte o marearte un poco con la brillante exhibición ramoniana. Este es un
árbol copioso, verde y pleno de savia. Pocas sombras más hospitalarias y
deleitosas en toda nuestra literatura de vanguardia. Quizá porque esto no es
vanguardia, quizá porque este libro lo escribió Ramón antes de la vanguardia,
cuando ni siquiera sabía que era vanguardista. También el Rastro puede aturdir
y marear un poco. Pero no te desanimes nunca ni fatigues, pues sólo encuentra
el que busca, y el que busca es porque ya ha encontrado. Y no lo olvides
tampoco: en el Rastro no se busca,
sino que se reconoce. Como hizo Ramón en él y en este libro: reconocer y
reconocerse.
Pío Baroja en el Rastro (h. 1940), foto dedicada a Sebastián Miranda |
Espléndido, en todos los sentidos (copio del DRAE: "1. adj. Magnífico, dotado de singular excelencia. // 2. adj. Liberal, desprendido. // 3. adj. resplandeciente. U. m. en leng. poét."). Mil gracias.
RépondreSupprimer"...brota el Rastro en larga vertiente, en desfiladero,
RépondreSupprimercon un frontis acerado y violento de luz y cielo, un
cielo bajo, acostado, concentrado, desgarrado, que
se abisma en el fondo, allá abajo, como detrás de
una empalizada sobre el abismo." (Ramón "El Rastro". Pag. 21).
Baste esta cita para confirmar todo lo que escribe AT sobre el libro. Hermoso Ramón, certero Trapiello.
http://es.scribd.com/doc/41585759/El-rastro-Ramon-Gomez-de-la-Serna
RépondreSupprimer[Otro Rastro la Red. La mayor parte de las “pages are not shown” en la “free preview”.]
« MONTÓN DE COSAS
GREGUERÍA
Nada pasa del suelo, nada caerá en el cielo, ni en el del cénit ni en el del nadir. Este es el diagnóstico que debe tranquilizar á la familia.
Ramón. »
(…)
[ En el montón, la Red nos deja ver por ejemplo la humanísima invención de los dineros: del más allá o del más acá, igual de asesinos.]
Un cuadro con la bendición del Papa; de esos cuadros de cabecera que perdonan los empedernimientos de que ni siquiera se arrepienten los beatos... Con el retrato del inútil pontífice, viejo como un muerto, y debajo textos ineficaces y firmas vanas... El pontífice está arrodillado en un reclinatorio palaciego como en la inolvidable escena del padrastro de Hamlet, del pobre Hamlet á cuyo padre asesinó el malvado personaje... ¿Por qué será que todos los hombres á los que veo arrodillados ante los crucifijos me parecen padrastros de Hamlet, de un pueblo de Hamlets despojados y trágicos, asesinos que se refrigeran en esas atriciones ante Ios cristos, pero sin que esa atrición trascienda en devoluciones, en reposiciones, en liberaciones?...
(…)
Monedas antiguas en cajas de pañuelos y en cajas de puros... Nada más inútil ni más convencional que estas monedas, nada más pobre ni más desmentido... Césares, águilas, castillos, mujeres, animales, tan faltos de parecido humano y animado, tan narigudos, tan borrosos, que no se siente ninguna curiosidad ni ninguna afección por ellas; sólo los numismáticos, esas almas sórdidas, misógenas, obscuras, insignificantes, sin nobles y amplias curiosidades, las miran y remiran... Algún sacerdote se pone de cuclillas como una mujer cuando orina y repasa las efigies...; ¡Bah! ¡puah! [¡] Deben estar caídas, revueltas y perdidas, revelando su falsedad después de haber pasado por legítimas!... ¡Valiente legitimidad la del dinero! »
Una maravilla de texto. Ojalá no se demore mucho tiempo más el amigo Andrés en publicar su Rastro.
RépondreSupprimerJ.Blas