LO que no está roto, no lo arregles, dice el refrán inglés. Los estadounidenses tienen no sólo una moneda fuerte sino unos billetes de banco únicos. Desde un punto de vista gráfico son perfectos, y quizás por eso apenas los han retocado desde que existen, hace más de cien años: pequeños, manejables, con una tipografía clara e invariables color, timbres e iconos: su tono verde y la efigie de los presidentes y fundadores de los Estados Unidos los hacen inconfundibles, no antiguos, sino clásicos. Quiere decirse que aunque esos billetes se utilicen para el bien o para el mal, los hombres cuyos rostros figuran en ellos, esos Lincoln, Franklin o Whasington están ya por encima del bien y del mal, y a nadie se le ocurriría sustituirlos por los de otros presidentes, incluso más populares. No se habla aquí ahora del ídolo-dinero como bien supremo (consagrado en ese extemporáneo “En Dios confiamos” que figura en todos ellos), sino sólo del templo-billete en el que se ha sustanciado ese valor, y esos billetes, como artefacto, resultan, qué duda cabe, insuperables; por eso siguen siendo los mismos desde hace un siglo, al margen de cualquier “mejora”.
Exactamente lo contrario de lo que ha sucedido y sucede entre nosotros con el nombre de las calles. En un primer momento fueron los reyes, duques, generales y papas (o sus secuaces) quienes retitularon las calles y bulevares de nueva planta, pero al poco tiempo eso fue insuficiente para colmar la vanidad de miles de próceres y caciques de segunda fila, agiotistas, políticos y clero en general (rastacueros de amplio espectro los llamaba Baroja) los que las despojaron de sus nombres, algunos de los cuales los llevaban desde la Edad Media, para ponerles en su lugar uno que a los diez minutos ya no le dice nada a nadie. ¿Quién demonios será, nos preguntamos, ese conde de Xiquena que ve uno en su Dni y en todas las cartas que llegan a esta casa?
Parecido trajín lo vemos en las leyes. Llegan unos, y cambian las anteriores, y nos atizan las suyas propias, a menudo contra el interés y sentir generales. Ha vuelto a suceder con la ley Wert o la delirante ley Gallardón (ya no se conforman con calles, y rotulan leyes), “arreglando” las que en absoluto estaban rotas. Como uno es optimista antropológico, espera que antes pronto que tarde podamos devolver a su estado primitivo lo que funcionaba bien, y logremos que lo que nos afecta a todos, salud, educación o fisco, se ponga de una vez por todas por encima del bien y del mal, y acordemos entre todos aquello que debiera durar más de lo que dura un baile.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 19 de enero de 2014]
Recuerdo, a este propósito, lo que decía hace años un humorista. Para evitar el follón de los cambios de nombre de las calles cuando cambiase el régimen político, proponía cambiar sólo los adjetivos. Y que, por ejemplo, la calle del Glorioso General X pasase a llamarse del Lamentable General X.
RépondreSupprimerEl diseño del dolor de tantos seres humanos, inmejorable también, oh Dólar.
RépondreSupprimerSegún informe de Oxfam, los 85 más ricos suman tanto dinero como 3.570 millones de pobres.
SupprimerSí, el genocidio posmoderno, camuflado con los engañosos atuendos de la corrección política, no podría estar mejor diseñado.
"Los 20 más ricos en España igualan los ingresos del 20% de la población pobre".
Supprimer(ABC. Día 20/01/2014)
"...próceres y caciques de segunda fila, agiotistas, políticos y clero en general (rastacueros de amplio espectro los llamaba Baroja)".
RépondreSupprimerCurioso destino el de la palabra "rastacuero", que viene del francés "rastaquouère", vocablo aparecido a finales del siglo XIX y utilizado por A. Daudet, los Goncourt, Bloy, Maupassant, Barrès, Feydeau o Proust. Según el TLF (Trésor de la langue française) procede del español "arrastracueros", utilizado en Sudamérica para designar a los mayoristas en pieles y cueros, negocio en el que habían prosperado muchos de los millonarios sudamericanos incultos y jactanciosos (siguiendo la definición del DRAE) que se instalaban en París para exhibir paletamente su riqueza.
"...« ié coupe », dit, en contrefaisant l’accent rastaquouère, Cottard, dont les enfants s’esclaffèrent comme faisaient ses élèves...
(Proust. Sodome et Gomorrhe).
En cuanto a los nombres de las calles, hay pocas cosas más cómicas que la injusticia de sus denominaciones. En París sólo hay una rue Jean-Sébastien-Bach desde 1954, y es una calle fea y pequeña (140 metros) en un barrio anodino (del distrito XIII). Yo vivo cerca de la rue Olivier Métra, una calle del XXe creada en 1912 y cuyo nombre es el de un compositor muy célebre de principios del siglo pasado y hoy totalmente desconocido. Es una calle bastante mejor que la rue Bach y más de 3 veces mayor (480 metros).
El único gran músico que tiene una calle decente en París es Mozart, con l'Avenue Mozart (1.180 metros), en el XVI, llamada así desde 1867 y que está en uno de los barrios más caros de la ciudad. La rue Beethoven, que existe desde 1864, es un impasse de 117 metros situado en el mismo barrio (la Muette). La rue Brahms, en el barrio de Picpus del distrito XII, es más pequeña aún (64 metros) y más reciente (fue creada en 1991). Y la rue Haendel, que existe desde 1987 solamente, es una calle del distrito X que no tiene calzada y sólo mide 3,6 m de ancha.
Y no existen las rues Monteverdi, Haydn o Bruckner, por ejemplo. Ni tampoco la rue Robert Schumann, aunque sí l'avenue Robert Schuman (el político francés, 1886-1963).
Es un clásico Rajoy reprochándole a Zapatero que, en vez de resolver problemas, creaba artificialmente problemas nuevos donde no los había. Pues bien, esto es justamente lo que ha hecho el inefable Gallardón con el asunto del aborto, que estaba amortizado en el debate social y no era, pues, un problema. Otro conflicto artificial generado por Gallardón es el abuso de los indultos, en particular el del caso Kamikaze. La pregunta es: ¿Por qué Rajoy no cesa, ya de una vez, a Gallardón?
RépondreSupprimerEl callejón del Gato en Madrid, ya sin los espejos deformates en los que Valle-Inclán vio la tragedia de España transformada en esperpento a través de los ojos ciegos de Máximo Estrella.
RépondreSupprimer¿Baile de leyes? Verbena para uno que, como yo, vive en una aldea, y megaconcierto si fuese un moderno; y es que en España tenemos el paraíso de la hemorragia, también llamada diarrea, legislativa: hay en vigor más de 100.000 leyes y normas de todo tipo, incluidas las 65.000 de carácter autonómico, y cada año aumentan, y aumentan, y aumentan.
RépondreSupprimerEstá bien calculado que en 2013 los boletines oficiales imprimieron más de 1.200.000 páginas, algo así como, con perdón, 3.000 ejemplares de Miseria y compañía. Y digo perdón porque el lenguaje de las leyes es otra historia, abundante en aberraciones y monstruosidades de tomo y lomo. Allá se fueron los tiempos de leyes claras y precisas, aquellos en los que Unamuno encontraba en sus caminatas paisanos leyendo tan ricamente el código civil.
En fin. Toda una voracidad reguladora, insegura y asfixiante por añadidura, que aunque afecte muy decisivamente a todos, al fisco, a la educación y a la salud, como dice AT, dura menos que un baile porque, a mi entender, lo que importa no es que la pieza suene bien, sino quién la toca, y todos quieren tocar la suya. ¿Bailamos?
Todas las cartas las tenemos marcadas: ¡Otra baraja!
RépondreSupprimerhttp://elpais.com/elpais/2014/01/20/vinetas/1390234246_722597.html