Llegaron el mismo día por postas diferentes. Quietud, de Sergio Fernández Salvador, ha sido una atención de su editor (La Isla de Sistolá); Las noches del verano de José Luis García Martín llegó dedicado de mano de su autor.
El mismo día, García Martín escribía del primero en Crisis de papel. Dice de Quietud cosas excelentes, pondera su madurez, su clasicismo y su hondura, y madurez, clasicismo y hondura advertirá con verdadera alegría quien lea los poemas de este joven poeta leonés que se da a conocer con este su primer libro. En el de García Martín, que no será el último, se relatan con amenidad, al modo renacentista, unos coloquios amistosos entre caballeros y damas contemporáneos a los que une su amor a la poesía, a la literatura, a los libros y al misterio. Son estancias en las que se conversa de todo. La realidad y la ficción están tan próximas que no siempre resulta fácil saber qué tierra o qué aire se pisa. Los hechos reales parecen ficticios, la ficción finge su realidad, como en un trampantojo. Personajes históricos viven con naturalidad episodios apócrifos y de ese modo las biografías de Pessoa o de Blasco Ibáñez quedan completadas (feliz especialmente el duelo a pistola de este último). Citando a Unamuno, Fernández Salvador nos recuerda que el verdadero sentir detiene el tiempo. García Martín se va fuera del tiempo, como fuera de la ciudad salieron los protagonistas del Decamerón, para sentir el momento presente, y cita a Auden, a Omar Kayyan, a Horacio: carpe diem.
De Sergio Fernández Salvador no habíamos oído hablar. De García Martín se habla más incluso de lo que él puede imaginar. Verederos diferentes han traído sus libros, y son libros distintos. El escritor viejo reconoce en el joven virtudes que admira, y nosotros reconocemos en ambos virtudes que comparten: el amor por la cosas pequeñas y el desdén por la solemnidad.
Doy fe, la humilde que me cabe, que los poemas de Sergio Fernández son maravillosos, y la templanza que atesora dará frutos de estimable madurez.
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