La sala de cine donde vimos El árbol de la vida, la última, poética e impactante película de Terrence Malick, estaba bastante concurrida. Cuando terminó, el público, que la había visto en completo silencio (creo que los que la empezaron comiendo palomitas, a los cinco minutos comprendieron que estas eran incompatibles con lo que estaban viendo, y dejaron de comérselas, o lo hicieron sin masticarlas), el público, decía, no se movió de sus asientos, sobrecogido por el lenguaje majestuoso y sinfónico de Malick. Muchos incluso se quedaron en el mayor recogimiento viendo pasar los rótulos. Aseguraría que todos estábamos haciendo tiempo, pensando cómo podríamos salir a la calle con el peso de las preguntas que nos habían sido formuladas en el cine: “Y tú, ¿qué estás haciendo de tu vida? ¿Por qué no vives únicamente lo importante? Recuerda que es muy corta”.
Que es corta lo sabemos todos, aunque preferimos olvidarlo para seguir viviendo. Pero, ¿qué es lo importante? Eso, en cambio, sólo suelen saberlo quienes han sobrevivido a un accidente; los que vencieron una enfermedad grave; a veces, los solitarios como Van Gogh, cuyas vidas son tristes, míseras y rutinarias; los que están expuestos a peligros constantes; los que por amor le entregan su vida a los demás... Cuando se les pregunta, responden que lo importante tiene que ver con los afectos y con el cultivo del bien, y que para esta vida estorban muchas cosas. Dicen también: con la mitad menos se vive el doble de feliz.
Por los mismos días de El árbol de la vida pasaron por televisión su opuesta y complementaria De dioses y hombres, de Xavier Beauvois, Palma de Oro en Cannes igual que la otra, una de esas películas esenciales, como Ordet, de Dreyer: una pequeña comunidad de monjes benedictinos franceses que viven en un rincón remoto del Magreb, dedicados a ayudar a sus vecinos musulmanes y entregados a la oración, han de afrontar la amenaza de los terroristas de Al Qaeda. También de esta película modestísima impresionaba, en primer término, el silencio. El silencio como condición de posibilidad de la vida espiritual.
La que llevamos la mayoría, sin embargo, es ruidosa. No puede ser de otro modo. Nos quejamos del ruido de las ciudades, pero contribuimos a incrementarlo. Conducimos, alborotamos los bares, discutimos, porfiamos en el trabajo, miramos la televisión, concertamos las vuvuzelas, nos despierta cada mañana la estridencia de un despertador... La industria más globalizada y rentable del mundo es precisamente la del ruido. Todo lo que destruye hace ruido, desde las guerras hasta la secreta corrupción de los despachos, aunque use silenciador. Que estas películas hayan hecho con su roce de hojas secas un nido en el árbol ruidoso de nuestras vidas, ha sido un gran don, y un milagro el haber logrado oír a tiempo su silencio. Lo normal es que no hubiésemos oído nada, porque entre nosotros y lo que importa se interpone una cortina de ruido. Y es triste estar sordos a las preguntas importantes, pero más aún a las respuestas, si acaso un día llegaran a nosotros.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 23 de octubre de 2011]
El árbol de la vida, poesía visual.”Carpe diem” la sala del cine fue vaciándose en silencio. Quedamos 2 espectadores
RépondreSupprimerNunca hemos sabido qué hacer con el silencio. Saludos cordiales
RépondreSupprimerNo había prestado atención a estas películas también precisamente por el ruido. Pero ahora sé que merecen la pena. Son muchos años y nunca me ha defraudado.
RépondreSupprimerPor lo demás, maravilloso artículo.
LA INFRAHISTORIA
RépondreSupprimerJUAN VICENTE YAGO
EN los años cuarenta del siglo pasado Norteamérica utilizaba humanos como cobayas al tiempo que juzgaba nazis por hacer lo mismo; y cinco décadas des-pués, ya sin alemanes malos con quienes distraer al populacho, el gobierno de Bush hijo repitió el crimen a disimulo puro y mañana será otro día. La semana pasada Francia, que de Somalia no dice nada, se comprometió públicamente con los rebeldes libios a permanecer junto a ellos todo el tiempo que dure la trans-formación democrática del país; pero se calló que, a cambio, le habían concedido la gestión del 35% del petróleo. Los chulitos del aula internacional tienen la ventaja de que a menudo la historia descubre tarde sus trapisondas; y cuando lo hace, unas disculpas y unas amenazas veladas bastan para zanjar el asunto. Más complicado lo tienen los frikis de la clase: débiles y marginados, la historia no les da opción, y han de cometer sus tropelías a pecho descubierto y ahí me las den todas. España, por ejemplo, cuyo Estado presume de constitucional y con-culca su Constitución a diario. El artículo 47 de nuestra Carta Magna —mero decorado, como ahora se verá, lo de «Magna»— establece que todo español tie-ne derecho a una vivienda digna, y sin embargo la Seguridad Social está luchan-do en los tribunales para que un joven discapacitado de Cornellá no tenga el as-censor que los vecinos de su edificio están dispuestos a pagarle. Y todo por no ceder tres metros cuadrados de una planta baja que no se utiliza desde hace años. Dice la Seguridad Social, en el recurso que ha presentado contra la denuncia de los vecinos, que su inmueble “perdería valor”. Un argumento cínico y descara-do, habida cuenta de que, precisamente, «valor» es lo que sobra en la Seguridad Social, repleta de secretarios y subsecretarios, de directores y subdirectores, de cargos, carguitos y carguetes que cobran mucho y trabajan poco.
Es cierto que todos los países practican el trile sin bolita, pero también lo es que a los poderosos les hacen la vista gorda, o les dan moratoria histórica, y así con-vierten el tiempo en aliado. Pasan por buenos mientras la cosa encarroña bajo tierra. Pueden permitirse la hipocresía. Los débiles, en cambio, están abocados al cinismo y la desfachatez, a la procacidad gubernativa en tiempo real. Es, a todas luces, un bandolerismo más honrado, pero bandolerismo, al fin y al cabo. Y uno se pregunta si será demasiado pedir cierta coherencia burocrática; cierta con-gruencia entre lo que se hace y lo que se pide; cierto respeto a la propia función pública y a la dignidad ciudadana. Es lo mínimo que debe hacer un país que va con la infrahistoria al aire.
El silencio, entre otras cosas, es estar con uno mismo; y eso a la gente, hoy, le da pánico porque no tiene esperanza.
RépondreSupprimerJuan Vicente Yago
Sr. Trapiello: le ruego que eche un vistazo a mi blog y, si es tan amable, me diga su opinión sobre mis artículos. Conozco su escritura, y creo que le gustarán.
RépondreSupprimerMuchas gracias.
juanvicenteyago.blogspot.com
Una de las grandes diferencias entre Dreyer y "El árbol de la vida" es la naturalidad en la expresión de uno y el artificio pretencioso del otro. Saludos.
RépondreSupprimerEl silencio es una parte de la musica. Son los agujeros de Chillida y en poesía ¿que?
RépondreSupprimerLo que hacía Chillida lo puede hacer cualquier herrero. No es, por tanto, arte. (Esta afirmación, en este blog, es lo que en valenciano se llama 'una patada a un formiguer') A ver qué hace el 'formiguer'.
RépondreSupprimerJ. V. Yago