Hablábamos un día de cómo se parecían algunos de nuestros políticos a los autómatas, esos muñecos que se idearon desde la antigüedad para hipnótico asombro de las gentes. No es menor el embeleso que a todos nos producen los espantapájaros, y acaso por ello los agrarios que los ponen en sus tierras para ahuyentar a los pájaros y evitar el esquilme de sus campos, los fabrican con harto esmero. Cuánta delicadeza vemos en sus harapos negros y sombreros raídos, y cuánto realismo, porque de lejos no hay un espantapájaros que no se parezca algo, y aun mucho, al alma de cada uno de nosotros. Y si los autómatas nos inquietan y admiran porque se mueven, los espantapájaros mueven nuestra piedad por lo contrario, por saberlos hincados en el suelo, eternamente inmóviles, viendo que todo en la tierra se mueve menos ellos, bestias, hombres, cosechas, estaciones, aves, astros.
Hijos de autómatas y espantajos son las revolanderas. Así llaman en Extremadura a los artilugios variopintos que fijos en un punto aspean los brazos incansablemente. La pajarita de papel, movida por el viento, es, claro, la más conocida, pero la clásica por antonomasia es la que se hace con un par de cañas de migajón. A diferencia de la cañaheja en la que guardaba las monedas de oro uno de los hombres a los que juzgó Sancho en su isla Barataria, la caña de migajón tiene como un tuétano (esto creo que significa miajón en castúo), imprescindible para fabricar los rudimentos que harán girar uno de sus brazos. Más que asustar así a los pájaros, cierto, nos admira a los demás. Cada vez hay menos cañas y, lo que es peor, menos gente que sepa industriar revolanderas, con su aspecto rudimentario y leonardesco. Pero sigue habiendo cosechas y sigue habiendo pájaros y la necesidad de alejarlos. Así que el hombre ha seguido haciendo revolanderas a veces elementales, y, diríamos, poco sostenibles: cedés colgados de las ramas, viejas cintas de caset y, el último y acaso más insólito artilugio de todos hecho a partir de los envases de plástico de fanta o de cocacola. Mediante cortes oportunos en su vientre se sacan cuatro aletas a modo de ventanas. A continuación se le rebana la base y se espeta la botella en un palo, que servirá de eje, y el viento hará el resto: la botella no dejará de girar y el movimiento redimirá en parte al plástico de su congénita e insolente fealdad en medio de la naturaleza.
Entramos en una época electoral en la que los políticos no dejarán de moverse, y pese a ello no lograrán evitar que algunos nos recuerden a los muñecos autómatas: esclavos de sí mismos y además... parados, sin ideas nuevas, sin pilas. Otras gentes seguirán concentrándose en las plazas de nuestras ciudades y pueblos. Estas nos dan a muchos la impresión de ser, por el contrario, los que verdaderamente están vivos, dándole vueltas a los viejos problemas, tratando de mover su imaginación para alejar en lo posible las bandadas de buitres, corruptos, especuladores... Un día los autómatas actuarán por su cuenta y los espantapájaros caminarán. Tal vez. Pero por suerte nos quedan, hoy por hoy, las revolanderas. Son pocas, tal vez, pero nos recuerdan que pensar es moverse.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 25 de septiembre de 2011]
Yo creo que entre los agrarios también los hay con alma de creadores e inventores y que aprovechan a veces la excusa de alejar a los pájaros para sacar eso que llevan dentro.
RépondreSupprimerProcuraré guardar la revolandera en mi memoria, se lo merece, la palabra y el artilugio.
Esos artilugios redimen al labrador de volver al terruño enfurruñado por la rapiña de las aves sobre la cosecha, después de lo que el costó surcar y esparcir el grano, aunque fuera automáticamente con el tractor; esos trastos de irisados relumbres calman y resguardan el sosiego, cuando no falsean su sensación de seguridad, porque hay aves que se adaptan a la novedad y plagas ciegas. Así todo autómata obedece a un uso tarde o temprano periclitado o insuficiente.
RépondreSupprimerTodo el verano veía desde mi ventana en primer plano esta imagen: un gran silo rectangular cubierto por un plástico negro de fealdad no redimida. A una altura de dos metros un cordón con una docena de muñecas, mayormente lisiadas; colgadas de donde cuadrase: pies, cuello o coleta. Alrededor siempre merodeando unas bandadas de pájaros casi tan feos como el plástico: supongo que se acercarían a contemplar la Instalación.
RépondreSupprimerMiajón en Extremadura es,también,la miga del pan.
RépondreSupprimerEn cuanto a la revolandera,yo la conozco con otro nombre:rejilandera.
Utilizar Castúo para referirse al habla de Extremadura es,al menos,arriesgado.Se puede dar la idea de una uniformidad que no existe.
La segunda revolandera no desentonaría, a modo de instalación, en cualquier museo de arte contemporáneo. Hasta aquí hemos llegado.
RépondreSupprimer¡Qué maravilla!
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