Del feo asunto de Gil de Biedma se han dicho esta última semana muchas cosas, pero acaso las más insólitas se deban a García Montero, con ocasión del homenaje que le tributó en el Instituto Cervantes, del que es director, calificando a GdeB. de «una persona decente».
También se han escrito muchas otras, pero ningún artículo, a mi modo de ver, más completo y serio que este de Félix Ovejero. Con él debiera clausurarse un debate que los más cínicos desvían al terreno lírico (un miserable puede ser autor de una gran obra y blablablá) y los menos dotados para el pensamiento abstracto al terreno prosaico (fue solo una vez, cinco minutos, y además no le gustó).
La impaciencia del buscador de orgasmos
por Félix Ovejero
Imaginemos que se encuentran unas grabaciones en las que Stalin se muestra como un insuperable cantante de ópera. ¿Estaría justificado un homenaje público a Stalin? Pocos estarían a favor. Previsiblemente, entre los argumentos --si es que se necesitan— que respaldarían la negativa destacarían dos: el artista Stalin era un dictador y una obra, por más excepcional que sea, no disculpa un homenaje institucional. De lo anterior se siguen dos conclusiones: está justificado criticar moralmente a un artista y la descalificación moral de la persona es suficiente para desaconsejar el homenaje. Y no se siguen otras: la calidad artística debe juzgarse moralmente y los ciudadanos no pueden homenajear a quien quieran. Como se ve, el argumento nada tiene que ver con la estrategia de acallamiento woke de la izquierda reaccionaria, sobre la que algunas cosas tengo escrito: ni falacia moralista ni limitaciones a la libertad de expresión.
Aquí podría terminar mi artículo a cuenta de la polémica suscitada por el homenaje institucional a Gil de Biedma. Pero como parece que, pace el poeta, el placer del pensamiento abstracto no está al alcance de algunos, creo que toca desgranar el singular argumentario de ciertos defensores del homenaje. Para empezar, una advertencia: en el párrafo anterior no se equipara al poeta con el dictador. Si lo traigo como ejemplo es simplemente para desmontar dos tesis: primero, que al artista se le aplica un código moral especial y, segundo, que la excelencia artística, sin más, justifica un homenaje público. Aclarar estas cosas no merecería ni dos líneas, pero en fin…
Si se está de acuerdo con lo expuesto, para defender el homenaje solo cabrían los matices: sostener que no hay nada malo en lo que el poeta nos cuenta en su diario o que lo que cuenta no es lo suficientemente grave. Dicho de otro modo, la aprobación del homenaje se desplaza hacia la valoración moral de lo sucedido. Vamos, que no es un debate entre curitas y transgresores: todos estamos en el terreno de la moral, al menos los miembros de la especie humana, aquellos capaces de manejar de manera inteligible palabras como “injusto” o “indigno”. Si acaso, como digo, los partidarios del homenaje deben argumentar: que no hay nada que condenar, que lo que se cuenta es perfectamente aceptable, o que se trata de un asunto menor que no impide un homenaje público.
No me queda claro a cuál de esas opciones se apuntan quienes apelan a que “eran otros tiempos”, a que no podemos juzgar con nuestras presentes convenciones morales, o a que “solo fueron cinco minutos”. Lo de los cinco minutos es, en el mejor de los casos, una conjetura difícil de casar con otras informaciones acerca de la vida del poeta, que no faltan, incluida su propia correspondencia, en particular una carta a Gabriel Ferrater de febrero de 1956. Supongo que eran informaciones como esas las que llevaban hace unos años a Arcadi Espada a preguntarse en estas mismas páginas: “¿Hay alguien con conocimiento en este mundo que pueda dudar de que JGB dedicó mucho más tiempo a los polvos que a los versos?”. Lo de “otros tiempos” sorprende todavía más, si esa consideración se entiende en su sentido habitual, esto es, como que “en aquellos tiempos la conducta no era reprobada”. No, no estamos ante los esclavos de Jefferson ni aun menos ante la relación de Machado con Leonor, por recordar una delirante comparación de Gimferrer hace unos años. Precisamente por eso se eliminaron ciertos pasos en la primera edición. Y, por Dios, no aduzcan que es una cuestión privada y, por tanto, no caben evaluaciones. Las cuestiones “privadas”, que no son las “íntimas” (según nos enseñó Garzón Valdés), se tramitan a diario en los tribunales.
Bueno, cabe otra posibilidad, que me despistaba: reivindicar lo que Gil de Biedma nos describe. No sé si esa es la opinión del catedrático García Montero cuando habla de la “honestidad ética”. En tal caso, se alabaría el gesto del poeta como una suerte de rebelión ante la gazmoñería de la España franquista. Frente a la hipocresía, la sinceridad. Un argumento sorprendente habida cuenta de que la vida entera de Gil de Biedma fue una vida en el armario; antes que rebelarse, se sometía a las convenciones, a todas. Y la mejor muestra de que lo de “igualar con la vida el pensamiento” quedaba para los versos es la mala gestión pública de su homosexualidad. En este aspecto, en el que indiscutiblemente el desorden moral era del mundo, de una realidad política represora, no se le conoce el menor asomo de rebeldía. Al revés, ocultamiento y acatamiento. La hipocresía en su peor versión. Por eso se entienden aún menos los elogios a la sinceridad del director del Cervantes. Si es que la sinceridad, sin más, es una virtud.
El lector habrá observado que hasta ahora no he realizado ninguna valoración moral de lo que cuenta el poeta. Me he limitado a señalar lo que juzgo malos argumentos de quienes defienden el homenaje. La valoración reflexiva de las prácticas sexuales no se puede hacer al buen tuntún. Por lo general, hay poco que decir cuando los protagonistas deciden libre y autónomamente. En el trasfondo de esa intuición se esconde un principio general importante: los agentes deben tomar sus decisiones con plena autonomía. Por eso el problema no es tanto llevar burka sino poder quitárselo, poder decir que no sin verse sometidos a penalizaciones o chantajes sociales. En nuestro caso, no parece que pueda considerarse autónoma una relación en la que uno de los protagonistas está sujeto a la jurisdicción del hambre, para decirlo con Cervantes. Sobre todo, cuando el otro lo sabe. A mi parecer, ese es el terreno –inevitablemente moral– en el que deberían instalarse quienes aprueben la conducta del poeta. Más exactamente, no deberían disculparlo, sino defenderlo, al modo como –con toda la razón del mundo– se defienden las (el derecho a mantener) relaciones homosexuales. Entonces sí quedaría justificado el homenaje público.
El recorrido anterior tiene escasa enjundia conceptual. De más envergadura es otro asunto que apenas ha asomado en los debates y que formulado toscamente se concreta en la pregunta: ¿puede una mala persona ser un buen artista? La respuesta habitual no va más allá de lo que podríamos llamar el principio Maradona: era un mal bicho pero jugaba como Dios. Un argumento, tal cual, poco discutible. Hay excelentes físicos, economistas, directores de orquesta y fontaneros con vidas miserables, carentes de la mínima autenticidad moral. Y, desde luego, a nadie se le ocurre juzgar sus quehaceres por su calidad humana.
En el caso de ciertas actividades artísticas, como la poesía, las cosas resultan más complicadas. Sobre eso se ha escrito mucho –servidor, con perdón, un libro entero– y si algo se puede concluir es que no caben las respuestas sumarias. Aunque hay algunas cosas relativamente indiscutidas: una persona incapacitada para explorar el alma humana (en el límite, los autistas) nunca podrá escribir Guerra y Paz o La Comedia Humana. Por supuesto, ese no es el caso de Biedma (vuelva quien no entienda la comparación a mi tercer párrafo). Caben pocas dudas acerca de su talento para la exploración de la primera persona (y para el análisis político, dicho sea de paso). Tampoco creo que quepan dudas acerca del cultivo de las virtudes epistémicas en su quehacer poético. Basta un elemental paseo por su taller (notas y correspondencia) para confirmar lo seriamente que se tomaba el empeño poético. Incluso su temprana decisión de abandonar la poesía cabría interpretarla en ese sentido.
Ahora bien, la pregunta anterior apuntaba en otra dirección: ¿alguien insensibilizado ante la dignidad de los otros puede tener una plena comprensión de la condición humana, sin la cual no cabe una genuina obra artística? El famoso lema de Terencio (“nada humano me es ajeno”) resume una condición necesaria para ciertos ejercicios artísticos. Una condición necesaria, no suficiente. Cierto es que también cabría pensar que es compatible comprender a los otros, entender lo que hay en juego cuando se desatiende su dignidad, pero que… total, da lo mismo. Dejo al lector explorar las implicaciones de esa posibilidad. A mí, las que se me ocurren, me estremecen.
Recorrer estos últimos caminos, llenos de recodos, está fuera del alcance de un artículo de opinión. Hasta donde se me alcanza la discusión se ha limitado a presentar una pseudocontraposición entre “liberales” y “moralistas”. Y no sé yo: aquí nadie defiende prohibir nada; moralistas, por lo expuesto, lo somos todos y lo de liberales, a cargo del presupuesto y mandando callar, como que suena raro.
Pero, en fin, tampoco me hagan mucho caso, que no soy catedrático.