31 mars 2020

Todos somos Viernes

                                                                Para Carlos García-Alix

En los confinamientos los días no pasan, se arrastran. Sucede así cuando alguien no se siente libre (en la prisión, en un hospital, en un barco o en la ciudad sitiada o invadida, por ejemplo). 
El mundo atraviesa hoy una situación que tiene algo de todo ello: nos sentimos cercados por un virus y encarcelados en nuestras casas, cuando no en un hospital, pero no por ello dejamos de saber que esta penosa travesía algún día dará fin, para algunos, por desgracia, en alta mar, antes de llegar a puerto, y para la mayoría en tierra firme, en un lugar a salvo de las enfermedades, privaciones y motines propios de esta clase de viajes.
No obstante, la mayor parte de  los presos, marineros y pasajeros, enfermos y sitiados sienten en lo más hondo de sí que su situación es transitoria, porque sin esperanza no se puede vivir. Podemos vivir sin grandes expectativas, para decirlo con palabras de Dickens, incluso sin las pequeñas, de hecho la mayor parte de nuestras expectativas se han angostado hoy lo indecible o han desaparecido, pero no sin esperanzas; algunas personas incluso, cuantas menos expectativas creen tener, más esperanzas conciben, conscientes de que sólo el que tiene esperanzas logrará sobrevivir y tener acaso expectativas. 
Cada uno de nosotros alimenta su esperanza conforme a su naturaleza, su carácter o sus afectos. Unos cuantos lo hacen empezando un diario. Gentes que nunca antes habían escrito una sola línea de nada se ven impelidos de una manera misteriosa a hacerlo, a contarse lo que está sucediendo y lo que les sucede a ellos también. Hallan la  libertad que no tienen  en contar que no son libres: el preso resume su vida en los muros de la celda mediante rayas que va uniendo de cinco en cinco con otra que las cruza; en el hospital el enfermo escruta esperanzado cada día las barritas de su termómetro; el capitán del barco lleva a su cuaderno de bitácora los resaltes de la derrota y el sitiado en una guerra se complace igualmente en hacer el arqueo de sus pequeñas cuitas con los bastimentos o el mercado negro. La mayor parte de ellos, concluida la travesía, olvidarán esa rutina y jamás volverán a escribir una línea (entre nosotros, Carlos Morla Lynch, llevando un puntilloso diario del confinamiento de cientos de asilados políticos en su embajada de Chile, durante la guerra civil); otros (Ana Frank es el caso más conmovedor y admirable) verán interrumpida abrupta y trágicamente esa costumbre salvadora.  En la mayoría de los casos esa rutina que se han impuesto y que en cierto modo les esclaviza, es la única que les permite ser enteramente libres en algún momento de su jornada. Lo empiezan sólo porque esperan terminarlo un día y a quien le cuentan las cosas es todos y es nadie, es él o ella, y es ninguno.
Lo titularán Diario de la pesteDiario de un infectado,Diario de nadieincluso... Han visto lo sencillo que es, bastan unos minutos al día y tener algo que contar. Incluso sin tener nada que contar. Azorín dice en El licenciado Vidriera: «Si nuestro Tomás hubiera consignado en un libro los sucesos que le habían acaecido durante la vida,este libro debería titularse Diario... de nada. De nada, y, sin embargo, de tanto”. Este diario de nadaes tal vez el más difícil de los diarios, pero no es hora de preceptivas literarias.
Los más decididos (o los más solitarios) los van publicando en las redes sociales o en sus blogs a medida que los escriben, les parece que su experiencia no sólo les ayudará a ellos, sino a otros muchos, porque pese a ser parecida a la de cualquiera, también la sienten especial y única. Y lo es, porque a pesar de que la muerte es, en sí misma, igual para todas las personas y todas las muertes se parecen, no hay dos vidas que no sean diferentes. De modo que cuando escriben en su diario todo lo que nos está sucediendo, están tratando de decirnos dos cosas. La primera: «Me resisto a creer que todo lo que me está sucediendo sea real y no una pesadilla. Yo soy real, y por eso escribo: para recordármelo». Y la segunda: «Mi temor, mi esperanza y mi confinamiento son diferentes de los tuyos, yo no soy tú, pero tú tal vez vas a sentirte, cuando me leas, igual a mí, en la medida que yo me siento tú». Esa complicidad, no muy diferente de la que siente el más común de los lectores leyendo una obra maestra de la literatura, es el primer paso en el camino de la esperanza: la novela de la vida la escribimos entre todos y cuanto más ordenadamente lo hacemos, más placentera e instructiva es su lectura.
Pese a que las noticias e informaciones que manejamos son más o menos las mismas (pescadas en las mismas almadrabas: telediarios, periódicos, internet y bulos), si pudieramos echar una ojeada a los cientos de diarios que se están escribiendo ahora mismo veríamos de qué diferente manera se decantan en ellos las noticias y el modo que tenemos no sólo de abordar los hechos, sino de contarlos.
Ha visto uno citados estos días muchos libros, algunos directamente relacionados con las epidemias. Sin embargo, de todas las obras a que dio origen un confinamiento tal vez sea mi preferida Robinsón Crusoe. Tuvo además este hombre la fortuna de ver aparecer en su vida un compañero, Viernes, tan providencial como lo fue Sancho Panza en la vida de don Quijote. La sorpresa de Robinson el día que descubre las improntas de unas pisadas humanas en la playa de la que consideraba una isla desierta es para contada con la emoción con que lo hace Defoe. 
Tengo un amigo pintor (saludos, amigo; ánimo) que está pasando el confinamiento solo, como muchas otras personas. Hace unos meses alquiló un estudio/vivienda en uno de esos barrios de Madrid que son viejos y nuevos al mismo tiempo. Hoy, como toda la ciudad, es la vida imagen de la desolacion. Tampoco puede creer que esto esté sucediendo. Cuando encontró una peluca de mujer entre los pecios de los anteriores inquilinos, indagó y ha llegado a saber que aquello había sido antes un prostíbulo de travestís. De la costilla de su soledad se ha fabricado ahora un maniquí rudimentario y le ha calzado la peluca: «Se pasa el día durmiendo en el sofá. Es friolero y no se quita ni para dormir mi gorro de pieles. Me ayuda mucho a soportar el aislamiento. Voy a pintar gracias a él algunos cuadros». Sin Viernes, y no digamos sin Viernesas, la vida es más difícil. 
Nadie puede saber si esta pandemia dará origen a algún libro comparable al DecamerónLa pesteLa muerte en Venecia. Ni siquiera si habrá algunos libros parecidos a Robinsón Crusoe, la prueba más fehaciente de que con nada, como sabía Azorín, se puede escribir un libro. De lo que sí está uno seguro es de que los testimonios de las gentes que hoy mismo se están escribiendo, anónimos o no, circulados en las redes o secretos, vienen a ser como unas improntas en nuestras vidas solitarias, pues si bien no muchos podrían ser Robinsón Crusoe (y mucho menos Daniel Defoe), para Viernes valemos todos, gentes tal vez poco decisivas en el mundo de las expectativas, pero imprescindibles en el de las esperanzas.

     [Publicado en La Vanguardia el 31 de marzo de 2020]



15 mars 2020

Decíamos ayer

HABRÍA deseado otras circunstancias para este artículo, escrito y enviado hace ya semanas, cuando nada hacía presagiar todo cuanto estamos viviendo. Hoy cualquier despedida parece llena de unos ecos sombríos que no tenía la mía cuando lo escribí, ni mucho menos. Amigas, amigos, ánimo, «deseando veros presto» en la misma vida.

* * *

Después de 25 años me despido. Este Magazine se reforma y hay que decir «adiós a todo eso», adiós a uno de los trabajos más gratos que ha tenido uno como escritor. Y esto es importante: trajo a mi vida estabilidad y un salario puntual y  generoso, del que hubiera prescindido gentilmente de haber sido un hombre rico. En 25 años han pasado muchas cosas: ha visto  uno crecer a sus hijos, morir a sus padres y a algunos amigos, acontecimientos felices y desdichas, hechos colosales y nimios, cambios de gobiernos, atentados, todo lo del procés...  En estos años no ha fallado uno nunca a esta cita dominical, y esa formalidad pasmosa, la verdad, no la hubiera creído de mí. Estoy agradecido a mis patronos y a veces he pensado que demasiada paciencia han tenido, escribiendo uno lo que ha escrito para un público mayormente catalán, parte del cual anda con el mismo defecto que yo, seguro: el no tener aspecto catalán como no lo tengo yo de leonés. Echando la vista atrás puedo decir que 25 años no son nada, menos que un tango.

En este tiempo ha escrito uno de todo, de actualidad, de Madrid, de política, de libros, de memoria histórica, de la guerra civil, del campo, del Rastro, de viajes, de una película, unas veces con humor honesto y vago (por decirlo con palabras de Pla, que era de los que tampoco, me parece a mí, tenía un gran aspecto) y otras sin humor, más melancólico o más exaltado... Si tuviera que recordar uno solo de los 1300 artículos publicados, me quedaría con la crónica que hice de la manifestación de Barcelona del 8 de octubre de 2017, después del discurso del Rey que devolvió la esperanza a tantos millones de españoles, muchos catalanes incluidos. Seguro también que los que piensan otra cosa de aquel día, aceptarán mi franqueza, privilegio de las despedidas. Gracias, pues, a todos, a los que me leían y a los que pasaban la página sin hacerlo, a los colegas y a los desconocidos, a los rojos,  a los azules y a los amarillos. Cada año se ha llamado esta sección de una manera. El epígrafe actual, El arte de la fuga, puede parecer premonitorio. No se crea. Entre líneas, como hay que leer en estos tiempos, lo que se dice es otra cosa. La verdad es que casi nunca “siempre” es para siempre, y a uno no le gusta tampoco decir adiós a casi nada. Uno, hombre de rutinas, es más de los que aguardan esperanzados el momento de volver a empezar con un «decíamos ayer». Eso es la literatura.

     [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 15 de marzo de 2020

El Rastro y el virus

ESTAS son unas cuantas consideraciones de urgencia, como todo lo que nos está sucediendo estos días.
Lo del Rastro es bastante raro, porque aunque aquello, en la mañana de los domingos, es una extensa necrópolis, la gente está siempre del mejor humor, los que venden y los que compran. Un ejemplo: la mayor parte de las cosas que llegan allí proceden de muertos más o menos recientes, de los que nadie sabe en qué condiciones higiénicas vivían y murieron, pero eso no les impide a los rastreros ir al bar de al lado y, sin pasar las manos por el agua, tomarse unos churros antes de proseguir con el trasiego de las piltrafas. 
Es cierto que al Rastro se va ver, pero se acaba toncando. No se sabe cómo, pero las cosas en el Rastro parece que si no se tocan, no son del todo fiables, y como la gente cree que el Rastro es el reino del engaño y del timo, todos acabamos manoseando los objetos (libros, cacharros, ropas), y mirándolos por todas partes, igual que los merchanes los dientes a las caballerías.
Se desconoce en qué momento del siglo XVII o XVIII se empezaron a vender cosas viejas en el Rastro, pero ya podemos decir que el 15 de marzo de 2020 será el primer domingo en su historia que dejará de hacerlo. Ni durante la guerra civil había sucedido una cosa así. En los tres años de guerra el barrio sufrió algunos bombardeos, y el mercadeo languideció pero no se interrumpió. La feria de entonces y la de ahora no se parecen. El Rastro de entonces era diario, y el de ahora es sólo los domingos. Hace ochenta años se vendían allí trastos viejos, chatarra y trapos, pero también pajaritos (vivos y fritos), caracoles, mascotas y un gran número de comestibles a cargo de verduleras, tenderas y mondongueras. Algunas de estas últimas preparaban al aire libre, en unos anafes, las famosas gallinejas, tripas de cordero fritas en la grasa del animal. La venta ambulante de bocadillos, bebidas y comestibles, y el tráfico de animales se prohibieron por razones de higiene hace treinta o cuarenta años ya, y todo lo que ha quedado ahora es un género seco. 
De no haberlo prohibido las autoridades, este domingo hubiera habido Rastro. No les quepa duda. No habla uno, claro, en nombre de todos los que lo frecuentamos, pero estoy convencido de que sin esta acertada suspensión, el domingo se habría llenado aquello como cualquier otro domingo, porque la mayor parte de los rastreros netos han llegado a creer, a fuerza de rozarse con los muertos, sus despojos y los virus, que están inmunizados. ¿De dónde procede esa susperstición? Yo no lo sé. Quizá de su falta de fe en casi todo y de su relativismo. A fuerza de fatalidades han acabado además filósofos: saben que la suspensión les beneficia: el género que venden va a criar un poco más de pátina, de solera, buenas para su negocio.
El domingo por la mañana el Rastro estará como cualquier otro día de la semana, vacío, espectral, espectral. Calles en pendiente solitarias, plazas desiertas, viejas almonedas cerradas. Es un barrio que sólo tiene vida esas pocas horas del domingo. En el Campillo del Mundo Nuevo campeará el humero de la antigua fábrica del Gas y en los arbolejos de la Ribera de Curtidores apuntarán los primeros botones de la primavera. Incluso cerrado, el Rastro seguirá abierto a su manera.

  [Publicado en El País el 15 de marzo de 2020]

10 mars 2020

En la muerte de José Jiménez Lozano

ERA un ángel. No lo digo sólo porque fuera un hombre religioso y creyera en el misterio, sino porque procuraba fijarse en las cosas sin mancilla, y se ponía detrás, como los ángeles de la guarda, para que el mundo (ese «ruido de moscas» como él lo llamaba tomándoselo prestado a una de las señoras de Port- Royal), para que el mundo, digo, no las corrompiera. Como uno también cree algo en el misterio, parece que lo estuviera oyendo en esta hora tristísima: «Por favor, Andrés, quita lo de ángel, no me hagas eso». Lo era. Como el que acompañó a Tobías, como los de Flannery O’Connor, como los que saca él en sus libros, que cuesta al principio distinguirlos de los mortales.
Al no tener una gran estatura estaba acostumbrado a mirar de abajo arriba. Lo hacía con tanta humildad como nobleza, con tanta malicia e inteligencia como compasión, a través de unos ojos azules maravillosos, perpetuamente asombrados y risueños, que nunca dejaban de hablar sin preguntarte. Quiero decir que como persona y escritor nunca te orillaba. Sabía que la literatura era un camino que hay que recorrer solo, y que viviera desde hace un siglo en Alcazarén, una aldea, da idea de ello. Los desaires que trae emparejados nuestro querido oxímoron («la vida literaria») le divertían por exóticos. «En Alcazarén, decía, no gastamos de eso».
Cuando la mayor parte de los poetas de su tiempo habían dejado de escribir, empezó él a publicar sus poemas, breves y sencillos, intensos como los de Emily Dickinson. Habla en ellos de tú a tú al espliego y al cuco, al amigo muerto y al joven que lo reclama para dar un paseo entre las mieses verdes aún. Un universo grande y pequeño al mismo tiempo, como esa mirada suya, única, insólita en un mundo hecho de lugares comunes. Quienes van de lamento en lamento, olvidan los milagros diarios, su negociado: la vida de san Juan de la Cruz (El mudejarillo es uno de los libros más emocionantes y luminosos que se hayan escrito en España en el último medio siglo) y los procesos inquisitoriales, los cementerios civiles y la persecución religiosa durante la guerra civil, las damas de Prot-Royal y aquellos seres humildes que él noveló con sobriedad chejoviana, o’connoriana… Se dirá que tales asuntos son propios de un escritor que va por libre. Es verdad, iba por libre, pero sólo porque era libre, o sea, sin darse la menor importancia, habiéndola tenido toda.

   [Publicado en El País el 10 de marzo de 2020]

8 mars 2020

La Puerta del Sol

ES el nombre de plaza más bonito del mundo, donde estuvo en origen una de las puertas del Madrid medieval, orientada a levante. Y así empezó a llamarse, porque los aciertos del pueblo son poéticos y anónimos.

Acaba de saberse que la van a remozar. Se han publicado algunas imágenes virtuales: mucho mejor que ahora, despejada, sin tráfico y conservando la muy oportuna estatua de Carlos III (si para entonces no hay un alcalde que decida que reyes no).  Las ciudades, como las casas, se van llenando de trastos, igual que las personas nos vamos cargando de defectos. Por lo general las casas, las ciudades y las personas con los años vamos a peor: fotos, suvenires, bibelots. Nuestra memoria sentimental va unida a todos y cada uno  de ellos, y al final nos resulta difícil desprendernos de ninguno. Por eso las limpias drásticas son necesarias de vez en cuando, oxigenan y nos rejuvenecen.

Cuando empiecen esas obras tal vez alguien repare en una placa. Se colocó en esa plaza hace dos o tres años, supongo que con nocturnidad, como quisieron hacer el memorial del cementerio de la Almudena: “El pueblo de Madrid en reconocimiento del 15M que tuvo origen en esta Puerta del Sol: Dormíamos, despertamos”. En la Puerta del Sol caben como mucho quince o veinte mil personas, y en Madrid viven casi cuatro millones. Seguro que habrá dos o tres millones de madrileños que sienten que ese “pueblo” no les representa, pero yo sé que lo han puesto así para remedar la otra placa famosa de esa plaza. Recuerda esta cómo el pueblo de Madrid se enfrentó al ejército francés el 2 de mayo de 1808, de modo que los del 15M tratan de decirnos que pasados doscientos años el pueblo de Madrid seguirá acordándose del 15M, como seguimos acordándonos de lo otro. Lo mismito: aquel 2 de mayo hubo más de cuatrocientos muertos y el 15M, cinco años después de despertar, está sentado en la bancada azul del gobierno. ¿Haciendo qué? ¿Dormitando? En absoluto. Hay quien espera que con las obras de remodelación quiten esa placa y la vendan como chatarra. A  uno, partidario de la memoria histórica, le gustaría que la conservaran, eso sí, con un retoque: «Dormíamos. Despertamos. Y ahora “el 90% de los españoles no podrá dormir sabiendo que el 15M forma parte del gobierno” (Pedro Sánchez)».

       [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 8 de marzo de 2020]

2 mars 2020

De milagro

EN 1974 fui testigo de un par de milagros. Lo excepcional fue que sucedieran en el mismo día, cosa rarísima. Ocurrió en Ladeira do Pinheiro, Portugal, donde se le aparecía  la Virgen a una mujer de mediana edad. El primero fue un milagro clásico, y el segundo moderno. El clásico estaba en pleno proceso: la multiplicación de una docena de panecillos que iban a dar de comer a cinco mil personas, entre las que me contaba (esa es otra historia). Que el panecillo que me tocó en suerte fuera uno de los originales o de los multiplicados no puedo asegurarlo, pero que me lo comí y estaba bueno, sí. Formar parte del segundo, seguramente invalida mi testimonio: la Virgen, a través de la vidente, ordenó que los españoles  presentes se juntaran en piña, iba a hacernos crecer hasta los tres metros de altura. Al padecer de vértigo preferí quedarme conde estaba, y ya lo siento, porque crecer de golpe tres metros ha de ser cosa linda. 

Así como el milagro de los panes fue mayoritariamente aceptado, en el del aumento de estatura  hubo división de opiniones, lo que me permitió comprobar  que el de los milagros es un territorio controvertido. 

Es uno optimista por naturaleza, y ve que la humanidad se ha ido librando de su destrucción final siempre de milagro: en el último momento el bien triunfa sobre el mal, aunque deje el campo de batalla lleno de cadáveres. Pero en el corto plazo y en nuestro entorno, donde se necesitan más los milagros (por otro nombre: lotería), estos se producen muy raramente, y nunca dos el mismo año: pensábamos que ni  Trump ni Sánchez serían presidentes ni vicepresidente Pablo Iglesias , que el Brexit no se produciría, que Eta no sería la que contara la historia, que los nacionalistas no sumarían nunca más del 30%, ni los comunistas, después de Lenin y Stalin, obtendrían tampoco más de veinte diputados, ni Vox, después de Franco, cincuenta. Seguramente todos ellos creen hoy por hoy en los milagros, como los devotos de Ladeira do Pinheiro,  al ver cómo sus causas han crecido tres metros, qué digo tres, cien, mil, un millón. Por eso llegados a este punto, a los que tratan de traer un poco de racionalidad a los procesos emocionales, no les queda otra que repetirse: Fíate de la Virgen y no corras, y esperar que escampe el temporal y vengan tiempos mejores, o sea un milagro, pero esta vez de los serios.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el  3 de marzo de 2020]