Prólogo a La catedral y el niño, de Eduardo
Blanco-Amor. Libros del Asteroide, Barcelona, 2018))
Hace unos años, en uno de los puestos más
cochambrosos del Rastro (atendido por un viejo expresidiario que respondía
entre nosotros al nombre de El Pederasta), aparecieron unas cuantas postales y
cartas dirigidas al escritor y editor Fernando Baeza, hijo de Ricardo Baeza.
Entre ellas una de Eduardo Blanco-Amor, que compró Juan Manuel Bonet. Es una
postal de los años sesenta y en ella el escritor gallego se queja del ambiente
que ha encontrado en España, adonde había regresado de Buenos Aires en 1966.
Todo se le hace pequeño aquí, le cuenta a su amigo, y le anuncia que, tras
arreglar unos asuntos, se sacudirá el polvo de las sandalias y saldrá de España,
harto de la vida mezquina que se tropieza a todas horas. Se refiere sin duda,
entre otros que desconozco, a los sinsabores que le trajo su novela Los miedos, presentada a un premio Nadal
que le dejó de finalista. El escritor José María Castroviejo, carlista, también
gallego, colaborador de Cunqueiro y autor él mismo de un libro precioso, El pálido visitante, la denunció ante
las autoridades por pornográfica, y eso le ocasionó a Blanco-Amor problemas con
la censura (y el azar, un tanto sarcástico, quiso que los libros de uno y otro,
antes de conocer esta historia, estuvieran juntos en mi biblioteca). Estos
problemas a los que me refiero, los había tenido antes otras veces Blanco-Amor,
pero para entonces, cerca ya de sus setenta años, se ve que estaba cansado.
Tenía razones para estarlo, si repasamos su vida.
Había nacido en Orense, en el año 1897 (se quitaba
dos; le hacía ilusión decir que él había “nacido con el siglo”). Su padre,
barbero, les abandonó por otra mujer a él, a sus dos hermanos y a su madre,
florista en el mercado, cuando Eduardo tenía siete años. Al protagonista de La catedral y el niño también le
abandona el suyo ( y lo saca como un tarambana). Esta novela, como otras de las
llamadas novelas de formaciónnco-Amor﷽﷽iguas.
Todas con su m de La Barraca, y de conocer esta historia, estal que asisten
casiisas, antiguas. Todas con su m , es la historia de un abandono y el
relato de la supervivencia. “Mi niñez fue triste, muy triste, en un pueblo
triste: Orense”.
Como tantos gallegos (y para no entrar en quintas),
muy joven aún, en 1916, emigró a Buenos Aires, donde se fue abriendo camino
poco a poco hasta desembocar en el mundo del periodismo, que ya conocía de
antes.
Regresó a España en 1929, hasta el 31, como
corresponsal de La Nación, que lo volvió
a enviar a Madrid en 1933, esta vez para dos años, hasta pocos meses antes del
estallido de la guerra civil, en 1936. Si el primer viaje le permitió conocer y
colaborar con los próceres galleguistas, empezando por su paisano Vicente
Risco, y siguiendo por Otero Pedrayo y Castelao, del que llegará a escribir un
ensayo y en cuya revista Nos empezó a
colaborar entonces, la segunda estancia le permitió trabar amistades
fundamentales en su vida, como la que mantuvo con García Lorca, a quien animó a
escribir los seis poemas gallegos, dedicados a un muchacho gallego de La
Barraca, que prologó, y de cuya edición se ocupó el propio Blanco-Amor.
La guerra le sorprendió en Buenos Aires, y se puso
de inmediato a las órdenes de las autoridades consulares republicanas, que lo
emplearon en diversos trabajos de agitación y propaganda. Pese a ello, y a
diferencia de otros gallegos que llegarían al poco tiempo, Blanco-Amor, o su
amigo el pintor Luis Seoane, emigrante y tan netamente republicano como él,
siguieron teniendo siempre más la consideración de emigrantes que la de exilados.
En cierta ocasia nativitateue los gallegos son barrocos "as te no es
autobiogrmonias, Blanco-Amor rememora escenas y pinturas de su niñez provión
se definió como un “emigrante de tercera y autodidacta”. Pero no había duda:
“Yo me siento rojo hasta las cachas”,
dirá en 1977.
En el tiempo del exilio Blanco-Amor se sumó al grupo
de exiliados gallegos de Carlos Maside y Rafael Dieste. La labor editorial que
hicieron allí fue extraordinaria, las colecciones poéticas (Dorna, A Terra) y
las revistas que trataban de mantener unida a la emigración (dirigió Céltica y Galicia, esta con cubiertas espectaculares de Seoane) son un hito
en el trabajo misionero que ejercieron entre el elemento emigrado (Buenos
Aires: 400.000 gallegos, más que ninguna ciudad gallega), al modo del que
Dieste había realizado con las Misiones Pedagógicas. Todas estas publicaciones tienen
un aire secreto, de otro mundo, tranquilo y silencioso, como suele ser habitual
en los gallegos.
Cuando Blanco-Amor regresó a España en 1966 tenía
casi setenta años. Ya había tenido lugar el episodio de Los miedos. No sé de dónde se ha sacado la gente (en internet lo repiten
muchos) que le dieron el Premio Nacional de Literatura por esa novela. No. La
postal del Rastro no es la que escribe un hombre al que agasajan y respetan,
sino la de alguien que ha llegado a la vejez y se encuentra solo, sin tener
dónde ir.
Blanco-Amor sobrevivió esos años del tardofranquismo
como pudo, modestamente, llevando una vida descolorida, viviendo de sus
colaboraciones periodísticas y una pensión mísera que se había traído de
Argentina que lo tuvo al borde de la desnutrición (lo remedió la Fundación
Barrié de la Maza en 1976 con otra vitalicia y decorosa), aunque algunas de sus
obras, como La parranda, habían
tenido un gran éxito (Gonzalo Suárez la llevaría al cine en 1977). El propio
Blanco-Amor, y muchos estudiosos, hicieron responsables de aquella vida difícil
al Régimen, lo que seguramente era cierto, pero también lo es que el Régimen no
hizo mucho más por escritores “suyos” como Cunqueiro, Torrente Ballester, Otero
Pedrayo, Eugenio Montes o el gran Vicente Risco. Las vidas de todos ellos eran
poco más o menos igual de grises y de arrastradas y el número de libros
vendidos allá se andaban los de unos y otros, los ganadores y los perdedores de
la guerra. Ha dicho uno otras veces que los escritores que ganaron la guerra
perdieron los manuales de literatura. Eso rige para el resto de España. En
Galicia en esos años en asuntos literarios no ganó nadie.
La muerte de Franco prendió en Blanco-Amor la
ilusión de la regeneración civil y aún se le pudo ver en algún mitin,
acompañado de Rafael Alberti (otro de los amigos bonaerenses), denunciando el
caciquismo. Empezó a publicar artículos en El
País. Los recuerdo. Tenían todos unas gotas de humor galaico, pero eran
también los de un hombre, como los de Cunqueiro, que va de retirada. Murieron
casi a la vez, con un año de diferencia. En el primero de aquellos artículos de
Blanco-Amor denunciaba precisamente el caciquismo gallego de siempre, encastado
con el falangismo que había sufrido España aquellos últimos cuarenta años.
Murió de un ataque cardiaco en 1979, a la edad de
ochentaidós años, y la necrológica de su propio periódico está llena de errores
biográficos y bibliográficos y confusiones de bulto, lo que nos indica que era
un hombre del que incluso en vida suya se sabía poco (y del que acaso se tenía
también poco interés en saber más). Las necrológicas de otros periódicos,
buscadas ahora en internet, no son más fiables. En ninguna de esas notas
biográficas, como tampoco en Wikipedia, aparece su condición homosexual (“sexos
intermedios”, dijo alguna vez, con su sentido del humor), pero ese dato acaso
ayude a comprender la hipersestesia y orfandad del protagonista de La catedral del niño, criado y educado
entre mujeres, cercana a Proust o, entre nosotros, a Juan Gil-Albert. Digamos,
por último, que Blanco-Amor escribió en gallego y en castellano, dependiendo no
sé de qué (él tampoco lo aclaró mucho). Algunas de sus obras las tradujo él
mismo del gallego al castellano, como A
esmorga (La parranda).
Vayamos ya a la novela. En un artículo que
rememoraba unas largas vacaciones en Montevideo, “mis días más entrañables y «logrados»”, añadía: “escribí allí casi
toda mi poesía, cinco libros, en las dos lenguas que maltrato. Y allí también
fue mi estreno en la novela: La catedral
y el niño, ahora aquí reeditada, con sus casi cuatrocientas páginas para
que la cantidad supliese a la calidad”.
Era el tono de su autor. Años antes, en el prólogo a
la tercera edición, primera española, 1977 (la primera fue, en Buenos Aires, en
1948; hoy una rareza bibliográfica), escribió: “Lo que voy a poner aquí no es
para que se me perdone el haber escrito semejante mamotreto”.
Cualquiera podrá descubrir en ese “las lenguas que
maltrato” y en eso de que “la cantidad supliese a la calidad” y en lo de “mamotreto” un par de rasgos de la
personalidad de Blanco-Amor como persona y como escritor. Desde luego el humor,
o si se quiere decir en gallego, la retranca. Pero también la orfandad de
alguien que no está seguro de nada, de alguien que se ve a sí mismo de paso
incluso en las lenguas que habla y en las novelas que escribe. Alguien que sale
a escena pidiendo la benevolencia de los lectores.
En el prólogo aludido cuenta la génesis de esta
novela. Le ofrecen a su autor en Buenos Aires un banquete a finales de los años
cuarenta. Asisten a él casi mil personas, entre ellas muchos de la emigración y
otros del exilio, entre estos los Alberti, los Casona, el doctor del Río
Hortega, Margarita Xirgu, Seoane y Dieste, y acaso “el querido gran poeta y
amigo Juan Gil-Albert”. No lo recuerda bien. Al responder en su discurso a
Alejandro Casona, maestro de ceremonias, Blanco-Amor rememora escenas y recuerdos
de su niñez provinciana en la siempre soñada y añorada Orense (“siempre tuve la
maleta debajo de la cama, para el regreso”). Encandila a los oyentes.
Al día siguiente del banquete Casona le anima a que
pase a novela todo aquello.
Blanco-Amor no había escrito nunca una novela, tenía
cincuenta años y no sabía cómo hacerla. Sabía contar historias ((Blanco-Amor,
como tantos gallegos, Cunqueiro, Torrente, Carlos Casares, tuvo el don de saber
contar de viva voz), pero jamás las había escrito. Casona le anima: “Ayer lo
dijiste: una catedral como juguete indestructible y enigmático”.
Empezó a escribirla y lo hizo durante tres años, en
Uruguay. Se fueron sucediendo las estampas, amontonándose los recuerdos. Habla
Blanco-Amor de “documento”. La novela tiene mucho de ello. Y para evitar falsas
atribuciones, asegura que no es autobiográfica exactamente, que él narrando es
el niño, el padre, la madre, las tías. Ya. Cambió, desde luego, el ambiente: la
familia de la novela, aunque venida a menos, es linajuda, al contrario que la
suya. Es una de las cosas que le deben muchos a Proust (a Gil-Albert, por
ejemplo), los ha redimido de su pasado por otro hecho a medida de sus
ensoñaciones aristocráticas.
La catedral
y el niño es una novela, decíamos, de formación, lo que los
profesores llaman con palabra alemana bildungsroman,
y además de Proust, Blanco-Amor parece tener presente a Mann (Los Buddenbrook) y a Eça de Queiroz (Los Maia).
Transcurre en su ciudad nativa, Ourense, que él en
esta novela y otras transformó en Auria
(como en Clarín Vetusta, aunque
Blanco-Amor confesó que al escribir La
catedral y el niño no había leído aún La
Regenta).
No deja de tener su punto de ironía (gallega, por
supuesto) que una de las ciudades más sombrías, provincianas y melancólicas (y bonitas
también que era un escritor mñas y
dem,santas compañas y dem,sta las fuentes romemperie se llena de murgo y de
verdicia lluve mucho, y) de toda Galicia (lo cual es apuntar muy alto)
sea una cuyo nombre hace referencia al oro. Y, dentro de lo que cabe, esta
novela de Blanco-Amor es dorada toda ella, porque es una novela barroca, y el
barroco tiende a lo litúrgico, las candilejas doradas, los bordados, la
orfebrería y todo eso. Aunque en esto del barroco de Blanco-Amor hay que soltar
mucho hilo a la cometa.
“El barroquismo es la forma congénita de la
expresión gallega”, dirá, y sostiene que los gallegos son barrocos “a nativitate” y todo cuanto hacen, desde
la torre Berenguela de Santiago a feriar una res, les sale barroco. Es verdad. Pero
el barroco gallego es especial.
Lo gallego es siempre especial, se va fuera de los
cánones. El barroco gallego, al estar tallado en granito, sigue siendo un poco
románico. El granito es una piedra humilde, que se deja tallar mal y se presta
poco al detalle y la filigrana. En el granito los parecidos son todos a ojo de
buen cubero y a cierta distancia no sabe uno si lo que lleva Nuestra Señora en
la mano, en la fachada de la iglesia, es una rana o una azucena. El barroco
romano, por el contrario, en duro mármol blanco, nos muestra detalles sutiles,
incluso comprometedores (en el rostro de Santa Teresa de Bernini, por ejemplo).
Por si fuera poco, en Galicia llueve mucho, y si a algo se le dan muchas
facilidades allí es al musgo y al verdín. Las estatuas, las fachadas, los
cruceros, todo lo que se deje a la intemperie del puerto de Manzaneda en
adelante se llena de musgo y de verdín a los cinco minutos, contribuyendo con
ello a que el barroco gallego tenga que ver definitivamente más con el románico
que con cualquier otro estilo, incluido el propio barroco.
En literatura sucede algo parecido. Blanco-Amor, en
el susodicho prólogo, teoriza sobre el barroco de su novela y sus
“apelmazamientos, ringorrangos y arrequives”. No tiene demasiado interés, son
teorizaciones de autodidacta, justificaciones una vez más. Lo cierto es que el
escultor de granito tiene más de cantero que de artista. Blanco-Amor se llama a
sí mismo artesano.
Acaso hayas oído hablar de un escritor llamado
Valle-Inclán. Me dirijo al lector de este prólogo, que no tiene por qué conocerlo.
Valle-Inclán sí era un escritor barroco, él sí era un escritor más que litúrgico
arzobispal, aunque fuera sólo de misas negras, aparecidos, santas compañas y
demás. Se ha dicho que después de Valle-Inclán todos los novelistas gallegos le
debieron un poco: Cela, Torrente Ballester, Dieste, Blanco-Amor, Fole, Cunqueiro,
Castroviejo… No estoy de acuerdo, en unos casos sí y en otros no, pero estos
distingos literarios no llevan a ninguna parte.
La catedral
del mar es barroca, desde luego, pero no se parece en nada
a Valle. En la novela de Blanco-Amor los personajes hablan como los orensanos
de principios del siglo XX (ese de transcribir el habla de entonces fue una
preocupación suya). En las novelas de Valle-Inclán los personajes hablan todos
como Valle-Inclán, lo mismo el gañán que el señor del pazo. Y en todo caso
Blanco-Amor, al que se le ve siempre con una preocupación estilística, si algo
quiere es que se le note cuanto menos el estilo. No renuncia a él, pero no se
recrea en ese atavismo galaico.
Orense, la Auria
de Blanco-Amor, en los tiempos en que transcurre la novela, era una ciudad de
quince mil habitantes: una catedral, una Audiencia, mucho clero, militares, el
agro metido por todos los rincones, fuerzas vivas, gentes de orden y un puñado
de liberales para dar colorido. Está todo visto y contado por un niño. El niño,
más o menos enmadrado, como el Marcel de la Recherche,
es sensible a las puestas en escena, vestuarios y decorados. Es también un niño,
como el de Proust, puntilloso, y la presencia de la catedral, a dos pasos de su
casa, le resulta imponente, amenazante, misteriosa, como insoslayable era para
Marcel la vida social. En Orense y en los burgos levíticos españoles el faubourg era la catedral. La catedral es
también aquí algo simbólico (su autor, monaguillo y del coro de la catedral, es
anticlerical como se puede ser anticlerical en Galicia, donde el que más o el
que menos tiene un tío cura).
Aparecen al principio historias como tantas, costumbrismo.
Tíos, tías, historias de criadas, pazos y claro, ruinas y calaveras (reales y
en sentido figurado). Unos doscientos personajes. Todo tiene un ritmo. Parece
que no sucede nada. Al principio creemos que son sólo palabras, palabras raras,
precisas, antiguas. Frases castizas, populares, vivísimas. Todas con su música
especial. No nos damos cuenta y ya estamos prendidos del anzuelo. Como el
bordón de una gaita, y viene luego la melodía: los hechos precisos, todo lo que
el niño no se ha atrevido a contar de su vida, lo contará por Blanco-Amor en
esta novela.
Se ha dicho que la patria de un niño es la infancia
(Rilke). Gaya sostenía que lo mejor del hombre es su madurez. Acaso se pudiera
hacer un a síntesis diciendo que lo mejor de cualquier vida es su niñez,
revivida por el hombre maduro. Y es lo que hizo Blanco-Amor aquí, un niño
injertado en hombre maduro, o al revés, recuerda una ciudad que no tenía
argumento, y él se lo dio. Cuando nos vamos de Ourense, de Auria, la ciudad vuelve a ser, como reconoce uno de los personajes
de esta novela, una ciudad sin argumento. El argumento es siempre la novela, el
contar. Como Serezade. Y la ciudad también, si está en un libro como este.
Madrid, 10 de enero de 2018