EL domingo pasado se publicó este reportaje que hicimos Rafael y yo en el Magazine de La Vanguardia, el primer trabajo que hacemos juntos (para ver algunas de sus bellísimas fotografías pinchar aquí). Lo pasamos mejor que bien. Y no digo más.
* * *
En 1905 José Ortega Munilla, padre de
Ortega y Gasset y director de El
Imparcial, el periódico más importante del momento, llama a su despacho a
José Martínez Ruiz.
Martínez Ruiz tiene a la sazón treinta años.
Lleva más de diez escribiendo en todo tipo de periódicos todo tipo de artículos,
y apenas uno firmando con el seudónimo de Azorín, que le hará famoso. Ya casi
lo es. Bueno, esto es una manera de hablar, porque ser famoso y ser Azorín es
casi un oxímoron, como aquel al que se refería su amigo Baroja a propósito de El pensamiento navarro, gran diario
pamplonés.
Ortega Munilla quiere en esta ocasión que
Azorín viaje a los escenarios del Quijote,
cuyo tercer centenario se celebra entonces. Azorín acepta y Ortega Munilla saca
un revólver del cajón de su mesa y se lo entrega a su joven reportero, “por lo
que pueda tronar”, ya que, asegura, “todo camino tiene una mala legua”.
¿Llevó Azorín consigo el arma? Es posible,
pero no parece verosímil. Azorín es un hombre pacífico; su aspecto,
insignificante y oficioso, no causa inquietud en nadie. Azorín no ha dado miedo
nunca, ni siquiera cuando presumía de ser anarquista. Se diría, al contrario,
que será de los que colabore de buena gana con los bandidos, porque Azorín, se
nos olvidaba decir, es a esas alturas un pequeño filósofo y sabe que lo primero
es vivir, y luego filosofar.
Un siglo después el director de este Magazine, Àlex Rodríguez, quiere también
que viaje uno hasta las tierras de la Mancha por las que transcurrieron las
aventuras del “ingenioso hidalgo”. Me ha dicho: “Vete allí a ver qué averiguas”.
Quiere saber, y me parece razonable, qué tiene que ver todo esto de don Quijote
con nosotros, gentes preparadas del siglo XXI.
Azorín viajó al hilo de aquel tercer centenario,
como he dicho, y uno lo hace en el cuarto y en vísperas de la publicación de la
traducción del Quijote a nuestro
castellano actual, del siglo XXI.
El amigo Àlex Rodríguez y yo hemos hablado.
Hemos sopesado el asunto. Nos hemos trazado un plan. Cuando creemos haber concluido,
guardamos silencio. Se nos olvida algo. Pero uno, que también es, como Azorín,
un hombre pacífico pero poco práctico, no sabe cómo abordarlo. Querría decirle
a mi director que este es el momento en el que él ha de ofrecerme un revólver,
“por lo que pueda tronar”. ¿Qué haré, si me lo ofrece? Un siglo después sigue
habiendo bandidos, claro. Algunos, de hecho, están ahora en campaña electoral. Hemos
visto sus caras en los carteles. Si hubiésemos leído debajo de algunas de ellas
un “Se busca” no nos hubiera extrañado. Nosotros, “los modestos periodistas”,
habría dicho Azorín, ya estamos curados de espanto. Y sí, tiene que ser bonito
sentirse por unos días un personaje de ficción, como don Quijote, y “desfacer”
unas cuantas pifias a punta de pistola. Pero al director se le pasa por alto el
detalle del revólver y uno no se atreve a pedírselo, por si decide dejarme en
casa. Eso sería una gran calamidad, así que decide uno dejar lo del revólver para
mejor ocasión.
Partimos, al fin, hacia la Mancha. Lo hago
con un fotógrafo especial, en la mejor compañía. Azorín, sin embargo, viajó
solo. Hay quien prefiere viajar solo y quien prefiere la compañía. Azorín era
incluso capaz de viajar menos aún que solo, tan transparente, tan invisible era.
Se subió a un tren en Madrid y aportó en Cinco Casas. De allí a Argamasilla de
Alba, su primera parada, fue en diligencia.
Para muchos Argamasilla es el famoso “lugar
de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”.
Ha dejado uno sin traducir las doce
primeras palabras del Quijote, porque
esas palabras, que en España se sabe de memoria todo el mundo, incluso quienes
no lo han leído, son ya un monumento, como el Partenón. ¿Pero es que habría que
traducirlas, acaso no las entendemos? La mayoría sabe que “lugar” no es
propiamente lugar, sino “pueblo” o “aldea”, pero hay todavía algunos que creen
que cuando Cervantes dijo aquel “de cuyo nombre no quiero acordarme” nos estaba
diciendo eso, que no quería acordarse, que no le venía en gana o que no estaba
dispuesto a declarar el nombre de ese pueblo o aldea. Y no. Cervantes era
persona discreta, afable, sutil. Lo suyo es el humor y decir sin haber dicho.
Ese “no quiero” es sólo, pues, un “de cuyo nombre no llego a acordarme” o “de
cuyo nombre no puedo acordarme ahora”.
Con todo y con eso, y como al final de la
primera parte del Quijote incluyó
Cervantes una serie de sonetos burlescos a la memoria de don Quijote, Sancho y
Dulcinea escritos supuestamente por unos académicos de Argamasilla, se dio en
creer que esta era la cuna del famoso hidalgo. Por si fuese poco, Fernández de
Avellaneda, autor de una segunda parte apócrifa, también lo creyó. Y al final,
acabó creyéndolo todo el mundo, porque la gente necesita creer en cualquier
cosa, incluso en los bandidos.
Y a Argamasilla de Alba hemos ido nosotros
dos también a ver si este candente asunto sigue como hace cien años, incluso
como hace cuatrocientos; y a Puerto Lápice, donde se supone que veló sus armas
don Quijote; y a las lagunas de Ruidera, donde pasaron él y Sancho grandes
apuros; y a El Toboso… Por todos estos lugares anduvo Azorín también inquiriendo
a unos y a otros. ¿Qué encontró Azorín en ellos? Y nosotros ¿qué hemos
encontrado?
Azorín no estuvo en Villanueva de los
Infantes, en los campos de Montiel, no muy lejos de Argamasilla. Nosotros sí.
Si hubiera ido a Villanueva, habría comprobado que allí nadie duda de que
Villanueva es la cuna genuina de don Quijote.
Un equipo científico de la Universidad
Complutense, integrado por diez expertos en Geografía, Historia, Filología,
Sociología, Matemáticas y Ciencias de la Información, a las órdenes de don
Francisco Parra Luna, llegó hace poco a la conclusión de que la cuna de Alonso
Quijano tenía que ser Villanueva y no otro lugar, después de aplicar diversas
metodologías, entre ellas la velocidad que despliega el rucio de Sancho en su
recorrido y la de este y don Quijote a lomos de sus caballerías, estimada en
treintaiún kilómetros.
Y querer averiguar eso es bien extraño,
pues ¿no era don Quijote un personaje de ficción, loco por más señas? Sin
embargo muchos cuerdos lo creen real, buscándole con la mayor seriedad casas,
linajes, velocidades, parentescos… De hecho hay una asociación de Quijanos de
todo el mundo conectados por internet que afirman descender por vía directa de aquel
Alonso Quijano el Bueno, que como sabemos, fue célibe.
¿Y qué decir de lo que sucede en El Toboso?
Es un pueblecito metafísico, soñoliento. A
diferencia de otros, conserva cierto carácter. Don Jaime Martínez de Pantonja,
alcalde visionario, promulgó hace cien años una ordenanza que impede construir
casas en El Toboso de más de dos alturas, y aprovechó de paso para adjudicarle
una a Dulcinea. Cuando don Quijote y Sancho entran en El Toboso, sin embargo,
la buscaron con ahínco y no dieron con ella. Pero lo que no encuentren los
alcaldes, no lo encuentra nadie, y El Toboso tiene ya su casa de Dulcinea, y la
labradora Dulcinea una casa que ya la quisiera para sí el marqués de Mantua. La
historia ha vuelto a suceder con los huesos de Cervantes. Cuatrocientos años
perdidos y han bastado sólo dos para que los haya encontrado una alcaldesa con
inquietudes, y al fin tendremos en Madrid un sepulcro de don Quijote, digo, de
Cervantes, como Dios manda, si Dios no lo remedia.
Azorín anduvo por esos pueblos manchegos quince
días. En ese tiempo escribió quince crónicas. Cuando Azorín estuvo en la Mancha
muchos de los molinos de viento funcionaban aún, y lo cuenta; los batanes de
Ruidera bataneaban los paños, y también lo cuenta; los trajinantes y cosarios iban
de pueblo en pueblo en sus carros y carretas, y él los vio trajinar y llevar
sus mercancías y restaurarse en las mismas posadas donde posaba él. Cuando
Azorín anduvo por la Mancha no había luz eléctrica en todos los pueblos, y aun
en muchos de estos “no la echaban” todos los días ni a su hora. Cuando Azorín estuvo
por aquí, en 1905, los pueblos seguían como en 1605, y sus habitantes, poco más
o menos. Fue así hasta 1959. En ese año España dejó de ser cervantina,
azoriniana; el Plan de Estabilización acabó definitivamente con ella. Claro que
no deja de ser una paradoja, y si la Mancha y la España cervantinas y aun
azorinianas, que existieron, apenas existen ya, don Quijote, que no existió
sino como un ente de ficción, es tan real y existente, como tú y como yo. A
Azorín tampoco le parecía cervantino su tiempo, pero a nosotros nos parece
cervantino todo lo azoriniano.
Creía Azorín que España vivía una penosa
decadencia, una profunda crisis. La palabra crisis viene de atrás, es eterna. Crisis en la instrucción pública, en la
industria, en el agro, en los pueblos y ciudades, en el ánimo de la gente. Era
precisa, pues, una tarea quijotesca: volver a contar el mundo, si no como lo
había hecho Cervantes, con su gracia y desparpajo, sí, al menos, de una manera humilde,
como el que zurce, más que como el que borda. Y así escribió Azorín aquellos
artículos, perfumados de suaves galicismos.
Aparecieron en El Imparcial, y meses después Leonardo Williams, un efímero editor,
los publicó en libro, con el título de La
ruta de don Quijote. Libro bellísimo, único. Debieran leerlo todos los
escritores, periodistas y amantes de la magia, porque Azorín se saca de su
chistera romántica una España nueva, aquilatada y noble, a pesar de su
postración. “Si Cervantes”, parece estar diciéndose, “fue capaz de escribir una
novela con personajes a los que apenas les sucede nada que no le pueda suceder
a cualquiera y en medio de ninguna parte, yo haré lo mismo”. Azorín viaja,
Azorín habla con gañanes, boticarios, recueros, pelantrines. Azorín escucha y
luego, en su posada, escribe lo que ha visto, lo que le han dicho. Azorín
medita, sueña, guarda silencio ante la siempre misteriosa realidad. Sólo eso. Y
lo cuenta a su paso, como camina un río de aguas tranquilas, con su trantrán. Hay
algo de milagroso en la naturalidad de esa prosa que unos años después van a
tomar por modelo Chaves Nogales, Camba, Gaziel, Pla.
El libro se agotó pronto, y siete años
después, en 1912, se reimprimió. Ambas ediciones son hoy extremadamente
raras, pero la segunda tiene algo que nos fascina: treintaidós fotografías.
Están mal reproducidas y su tamaño es deficiente, pero son un documento
excepcional, la prueba de un hecho de grandísima importancia: el Quijote no es una novela, como creyó
incluso Cervantes, sino una crónica. Crónica de personajes y paisajes reales.
Ahí están estos documentos gráficos que lo acreditan. “Ninguna prueba más
tangible, palmaria, irrecusable”, dirá Azorín en la nota que añade. Son los
verdaderos retratos de todos ellos. Así consta en los pies de foto:
“Argamasilla. D. Quijote”, “Argamasilla. Teresa Panza y Sanchica”. “El Toboso.
Dulcinea aechando trigo”. “Puerto Lápice: las maritornes de la venta”. En ellos
está el espíritu del libro, ellos son de carne y hueso, como de carne y hueso
siguen siendo don Quijote y Sancho. Sí, el Quijote
no es una novela, no es un libro; es más que todo eso, tiene vida propia. Ni
don Quijote ni Cervantes, a los que la vida no trató precisamente bien,
levantaron nunca contra ella un falso testimonio. La melancolía de don Quijote
se compensa con la jovialidad con que Cervantes da cuenta de ella. Los dos
comparten, además, nobleza y desinterés. Y ningún resentimiento. “Convencer, no
vencer: de eso se trata”, parecen decirnos con hamletianas letras esos dos
hombres que tuvieron en mucho el oficio de las armas.
Hemos vuelto al escenario del Quijote. Hemos hablado con gentes de
Argamasilla, de Ruidera, de El Toboso, de Criptana. Nos hemos asomado a la
cueva de Montesinos, en la que aún resuenan las palabras de Beltenebros como
resuena el mar en una caracola. Hemos recorrido los campos de Montiel. Hemos
posado en modestos, concurridos, simpáticos hostales de carretera. Hemos
preguntado también a unos y otros. Y este, amigo Àlex Rodríguez, es nuestro
informe: la Mancha tal como la conoció Cervantes, parda y grave, de secano, ha
dado paso a otra verde y feraz, de regadío, más rica, sí pero no más próspera.
Los pueblos son también otra cosa. No es fácil encontrar en ninguno aquel
“maravilloso silencio” que maravilló a don Quijote en la casa de don Diego de
Miranda, el del Verde Gabán. De Azorín a acá han cambiado las cosas mil veces
más que de Cervantes a Azorín. Pero hay que concluir que don Quijote, Sancho,
Dulcinea, Maritornes existen. Los hemos visto. Ninguno de ellos ha leído el Quijote, pero sus afanes, creedme, no son
diferentes a los de Cervantes, a los de
sus personajes, a los nuestros.
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Manuel Serrano, don Quijote. Ruidera. Foto: Rafael Trapiello |