29 juillet 2019

Refugiados del Borba

LA cosa que más gusta a un alcalde (y a una alcaldesa) es poner y quitar. Poner y quitar es la cristalización del mando, la zona erógena, como si dijéramos, de la ordenanza. No hay alcalde o alcaldesa que no haya ordenado un buen día a su cuadrilla de municipales como quien dispone de su propia casa: «Me van ustedes a quitar esta estatua de aquí, la calle que se llamaba desde el siglo XVI Costanilla del Duende pasará a llamarse de Hermógenes Becerra porque lo digo yo, y en esta plaza vamos a levantar, con cargo al erario público, por supuesto, un gran monumento a la peineta, copete de las esencias nacionales».

La póstuma contribución de la alcaldesa Carmena a la ciudad de Madrid ha sido un monumento a los refugiados, en el Paseo de Recoletos. El monumento en cuestión es un gran turrón de noble piedra, cortado a escuadra. En la parte superior están sentadas con las piernas colgando unas cuantas figuritas, como enanitos, eso sí, de bronce. De no leer la placa costaría adivinar a quién o qué le está dedicado, quiénes son esos liliputienses, y decir que son tremendos, es no decir nada. 

Ajeno a la vida municipal ignoraba uno que este monumento estuvo precedido de una gran polémica (parece de saldo, pero ha costado casi trescientos mil euros, de los cuales doscientos mil han ido al artista). En una placa bien visible se lee para sacarnos de duda: «MADRID A LOS REFUGIADOS», y en otra línea «DEL BORBA». Las letras son versales de palo seco estrechas, todas del mismo cuerpo. Sólo tras consultar en el móvil en qué región o país se encontraría Borba, advertí que la d y la b se confunden, y  no es «del»  sino «Bel», y Borba, el apellido del artista. Ha acabado resultando, pues, un monumento  tanto a los refugiados como a su autor, autopublicitado sin recato. Naturalmente ese trasto debiera irse por razones urbanísticas a un depósito municipal con la mayor parte de las estatuas y monumentos que los alcaldes han puesto en Madrid estos últimos cuarenta años, pero ¿quién se expondrá a que lo acusen de no estar a favor de los refugiados? La picardía de los artistas aliada a la demagogia y oportunismo de los políticos produce monstruos. ¿Y los pobres refugiados? A la desgracia de serlo han de sumar ahora la desdicha de tener que ser recordados de esta manera tan, tan... Ni un mísero adjetivo se me ocurre.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 28 de julio de 2019]

22 juillet 2019

Julián Rodríguez. Atravesado de estrellas

NO recuerdo hace ya cuántos años Julián Rodríguez abrió un pequeño restaurante estacional, sólo para ese verano, ocho o diez mesas. En un solar con vestigios de haber sido escombrera, entre yerbajos secos y cerca de una casa cuartel de la Guardia Civil. Aquel día hacía un calor volcánico, opresivo, pero el «Todo por la patria» ayudaba bastante. Estaba, claro, al aire libre, por eso lo llamó «Atravesado de estrellas». Incluso diría que eligió aquel pueblo sólo por el nombre, pulsando el humor: Malpartida de Cáceres. No hemos conocido a nadie de humanidad tan envolvente y contagiosa. Cualquier asunto que emprendiera, y emprendió muchos, venía con su sonrisa y una jovialidad que jamás renunció al escepticismo. Nunca una queja, un destiempo, un temor excesivo, y ni siquiera cuando le diagnosticaron su rara y grave enfermedad hace un par de años dejó de tomárselo con calma.

Decimos «emprendió», y en realidad habría que corregir: «logró». Logró muchas cosas, y algunas de estas muy importantes en un universo, el de la cultura, tan lleno de prejuicios. La primera: el talento no tiene origen conocido, no tiene identidad, y aunque hayamos de dotarle de sentido, no tiene tampoco finalidad. Ahí está su biografía para probarlo: dos muchachos (en ese momento les conocimos), él y su hermano Javier, también poeta, ajenos al mundillo cultural (qué exacto este diminutivo), en una provincia del confín español, leyendo, escribiendo, editando como en pocas metrópolis del mundo. Con qué tino, con cuánto gusto y acierto. Y su proyecto, el de ambos, cada uno con su personalidad: traer del pasado familiar, del hurdano Ceclavín, de la provincia y las relaciones personales y mínimas la poesía escondida, y de cualquier historia, la modernidad. Porque Julián Rodríguez se propuso ser moderno… sin parecerlo. Esto último, por delicadeza y, claro, por discreción. En la periferia, no sólo en la ciudad levítica sino, sobre todo, en los márgenes de la literatura, del arte, de cualquier cosa, si alguien no es discreto, lo devoran las consabidas fieras. Julián entendió como pocos la manera de llevarse bien con todos sin renunciar a nada de lo que era. No sólo: haciéndose respetar, querer, admirar. De ahí que una vez más atinara poniendo a su editorial el nombre de Periférica. Sabía que en la modernidad el centro se desplaza allá donde va quien lleva consigo su novela, y que en la ciudad moderna las cosas importantes suelen llegar de los arrabales o barrios bajos tanto como del centro histórico. De ahí que se moviera como pez en el agua entre escritores, pintores, fotógrafos casi desconocidos de países a trasmano. Buscaba en ellos su incontaminación, el aire libre. Decía Julián: «De la novela me interesa la verosimilitud». Y sin embargo la suya, quiero decir, su vida, se nos presenta casi irreal y prodigiosa: cualquier cosa que hiciera, la hizo bien, aparentemente sin esfuerzo, pero con una determinación y voluntad de hierro: sus relatos (en ese estilo tan personal, percutido y seco), la elección de títulos para su catálogo (con Paca Flores, con Irene Antón) o de unos muebles (con su cuñada Anatxu Zabalbeascoa), de fotógrafos para su galería, sus trabajos tipográficos (memorable la carta de vinos de Atrio) y en su juventud aquel pequeño restaurante. Cocinaba en él personalmente en unos hornillos de campaña. Nos eligió los vinos y el menú: una de las cenas más maravillosas que recuerdo. De gran chef, pero no se dio importancia. Al contrario, le gustaba quitársela en todo. Le recuerdo en esta hora tristísima, allí, jovial como Rossini, con el que tenía cierto parecido físico y, desde luego, interior, tan luminoso. Así lo recuerdo ahora, sí, benéfico y tratando de hacer más habitable el cada día nuestro, y así querría recordarle siempre, atravesado todo él de estrellas, como la bóveda celeste de nuestra querida y maravillosa Extremadura, el arrabal de Europa.

     [Publicado en El País el 8 de julio de 2018]

Tarjeta de visita del restaurante Atravesado de estrellas.

15 juillet 2019

Una apropiación necesaria

EN el mundo sutil del arte sartorio Carolina Herrera es a nuestro tiempo lo que Mariano Fortuny fue al suyo.  No hay patronaje, telas, perifollos, por elegantes que nos resulten en el momento, que no parezcan a los venideros, pasados algunos años, extravagantes y exageradas modas, sosas o cursis. Pocos virtuosos de la aguja consiguen, no obstante, ser recordados con respeto. Fortuny fue de estos, desde luego. Y Coco Chanel. Y Balenciaga. E Yves Saint Laurent. Carolina Herrera forma parte de ese restringido grupo, los elegidos, aquellos que interpretaron los aires de su época y los elevaron a una categoría difícil de establecer: la distinción. Como en todos los órdenes de la vida hay dos clases de distinción, para mal y para bien. Esta última es acaso la que alcanza la rara síntesis entre buen gusto y naturalidad, conceptos igualmente movedizos e indefinibles. Independientemente de la mujer que llevara sus trajes, joven o anciana, hermosa o fea, alta o de corta estatura, gruesa o delgada, sus creaciones proporcionaban y proporcionan a quienes las lucen un porte en verdad distinguido. ¿Y qué es un porte distinguido? 

Contaba José Luis de Vilallonga en uno de los tomos de sus memorias la respuesta que dio su padre, marqués de no sé cuántos y persona que pasaba en la corte por un gran dandy, a Alfonso XIII el día en que este le alabó especialmente su tenue. «¡Qué elegante vienes hoy!». «¿Sí? No vendré tan elegante si el señor se ha dado cuenta». Esa es la principal distinción: que la distinción no se note... ni tampoco, claro, la falta de distinción.

Quienes se dedican a idear trajes y vestimentas viven en el mundo de las variaciones. La eterna novedad del mundo, decía Pessoa. La más célebre creación de Fortuny, que elogió Proust, se conoce con el nombre de Delfos, porque su creador se inspiró en ciertas túnicas de las estatuas jónicas. La venezolana Carolina Herrera se ha inspirado ahora en algunos tejidos populares mejicanos para su nueva colección. Y el gobierno de Méjico, un ente populista demagogo (gran redundancia), la ha acusado de robo y exige su devolución... ¡al pueblo! Tal vez alguien debiera explicarle que en cualquier asunto cultural las apropiaciones no sólo no son ilícitas, sino muy necesarias y obligadas.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 14 de julio de 201

8 juillet 2019

Ir tirando

LA irrupción de Vox, el partido de ultraderecha, lo ha trastocado todo, más aún que, en su día, la irrupción de Podemos. Podemos es un partido republicano, y por consiguiente un partido que quiere cambiar la Constitución que consagra la monarquía parlamentaria como el régimen por el que se rige el Estado; considera igualmente que la transición democrática se hizo ignorando a las víctimas del franquismo y se muestra favorable a los referendos de autodeterminación en España, lo que es recibido por las fuerzas independentistas, como es natural, con complicidad y agrado. Su discurso ha llevado a su líder a recordar que la sociedad sigue dividida en clases sociales, los pobres y los ricos, quienes para no tener que pagar al fisco se valen de sus miserables filantropías y obras de caridad.
  
Vox, aparte de ser, como Podemos, un partido populista, no ha logrado salir aún de sus balbuceos prepolíticos, de la misma manera que el lenguaje de sus líderes tampoco parece haber abandonado lo presintáctico. Las fuerzas de la izquierda constitucional se escandalizan de ver cómo el centro y la derecha constitucionales tienen estómago para pactar con Vox, pero encuentran muy natural pactar con Podemos, y aun con anticonstitucionales. Es decir, la izquierda parece más intolerante con los ultras de los otros que con los ultras propios. Unos llaman a los suyos pactos de progreso, y reaccionarios a los demás, y los de derecha llaman a los suyos pactos responsables o patrióticos, y aberrantes cualesquiera otros que no sean los suyos. 

Ha oído uno a personas moderadas disquisiciones según las cuales los pactos con Podemos no son deseables, pero sí admisibles; en cambio pactar con Vox lo encuentran indeseable e inadmisible. Uno, por el contrario, ve que la política real es pactar precisamente con aquel que apenas se parece a nosotros, siempre que respete las reglas del juego y no se aproveche del pacto para destruirnos. O sea, con un mínimo de lealtad. “El mal menor es en realidad el bien”, decía García Calvo, y el bien en este caso sería no tener que pactar, en mi humilde opinión, ni con unos ni con otros. Pero parece que en política, como también en la vida, la única ley es “ni blanco ni negro”, o sea, ir tirando y llevar una china en el zapato. Y eso sí, procurar que nadie nos siegue la hierba debajo de los pies.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 7 de julio de 2019]

1 juillet 2019

Parad el mundo

La foto ha dado la vuelta al mundo: en el último y escarpado tramo del Everest, una fila de alpinistas. La ha hecho  uno de ellos, Nirmal Purja, a quien acaso sólo se le recordará por eso y no por haber escalado el Everest. Están sobre un filo de vértigo, como hormiguitas, detenidos,  esperando “hacer cumbre”. A diferencia de las hormigas, de color tan discreto, los atuendos son multicolores... El infinito azul del cielo y  un mar sereno de picachos nevados es la imagen de lo sublime, pero produce angustia. Angustia viene de angosto. La senda es estrecha. Un paso en falso significa el vacío y el fin. Para “coronar” es preciso ceder el paso a los que bajan. La aglomeración ha colapsado el tránsito y provocado la muerte de nueve o diez montañeros por congelación y falta de oxígeno. La instantánea de Purja, tan elocuente como aterradora, nos ha dejado estupefactos, mudos, cavilosos.

Lo sucedido en el Everest está sucediendo a diario en otros mil lugares de la tierra, ante la indiferencia general. Las hordas del turismo, de cuyas levas formamos periódicamente parte todos, están colapsando las ciudades, los museos, los rincones pintorescos o significativos por alguna razón, no siempre razonable. En muy poco tiempo los bienes más preciados serán la soledad y el silencio, sólo accesibles a los más ricos. Sólo ellos alcanzarán ese lugar privilegiado que retrató como nadie el pintor romántico Caspar David Friederich, un viajero, solo, de espaldas, en la cima del mundo contemplando a sus pies la quietud de las nubes, veladas de un azul  tan misterioso como el de los ojos de un lactante. Parece estar divisando el futuro, pero lo cierto es que ya ciego sólo ve el pasado.

Alcanzar la cumbre del Everest era hasta hace un siglo prerrogativa únicamente de los más grandes, místicos y visionarios. Lo cuenta Wade Davis en su maravilloso libro En el silencio, la historia de George Mallory, el mejor alpinista británico de su tiempo. El Everest está a punto de desaparecer. Era el silencio más alto del planeta. Venecia, Sevilla o París  van camino de ello. ¿Estamos aún a tiempo de impedirlo? Se logró con las cuevas de Altamira, cerrándolas al público. Si no lo impiden los gobiernos, acaso lo único responsable ya, en la medida que pueda cada cual, sea quedarnos en casa y parar el mundo.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 30 de junio de 2019]