FÉLIX Ovejero ha escrito un libro importante y necesario, El compromiso del creador. Ética de la estética (Galaxia Gutenberg). Tras una presentación del profesor Jesús Carrillo, su autor habló ayer de la obra en la librería Central del Museo Reina Sofía. Mi presencia en aquel acto, como sparring, obedecía a mi amistad con el autor y a mi condición de aficionado a esos asuntos, oyente siempre en sus clases de ética y estética.
Harto, como tantos, de ver el jardín en el que nos han metido, Ovejero se ha tomado la molestia de estudiarlo para saber, más que nada, si se puede salir de él o si estaremos condenados de por vida a sufrirlo. Y, como decía Pla, preguntando a cada paso quién lo paga. Pues jardín, o más bien berenjenal, es el arte contemporáneo y tantos que pululan en él, artistas, galeristas, crtíticos y estetólogos aplaudiendo rabiosos a quien entre todos ellos han hecho el traje más a medida que nadie podría hacerle a un emperador: el de su estupidez. Ovejero, profesor de filosofía política, se ha colado en ese jardín y ve las cosas con la inocencia del niño del Retablo de las maravillas, que Andersen universalizó en su cuento.
Y como Ovejero es inocente, pero no cándido, y está harto también de tantos charlatanes, va acopiando de manera implacable los excesos de un mundo del arte que empezó a desquiciarse en dos momentos fundacionales: el día en que Duchamp llevó su urinario a la sala de arte y aquel otro en que le pintó bigotes a la Monalisa con la consiguiente advertencia de que él, Duchamp, podía reírse de la Monalisa, pero no toleraría que nadie se riera de Duchamp. Las consecuencias fueron en cierto modo trágicas, si no cómicas: en arte quedaban inauguradas las micciones secas (en palabras de Gaya "entienden de lo que no comprenden") y, muerto el Dios de Nietzsche, se había dado paso a una nueva secta sin Dios trascendente, con sus museos-catedrales, galerías-iglesias y el nutrido e integrista beaterio propio de cualquier secta, con sus papas, sínodos, encíclicas-manifiestos y demás. Sólo por el sistemático e implacable acopio de los excesos, ridiculeces, contradicciones, arbitrariedades, palabrería del arte contemporáneo de los que se ocupa en la primera parte, este libro es ya una joya. Pero aún queda la segunda, que como suele decirse, es la más interesante.
Ovejero es consciente de que el positivismo no está habilitado para comprender la naturaleza misteriosa de acto creador, de la creación artística. La ciencia, que tiende a huir de la mixtificación y del misterio, no podría desentrañar, sin destruirlo, lo que es propio del arte, su centro misterioso. Ni siquiera entra en el propósito de su estudio definir qué es o no es arte, en la medida que no forma parte de la ciencia el sentimiento, el único instrumento que se nos ha dado a los hombres para crear, y sirve esto tanto para el creador propiamente dicho como para quien ha de reconocer y apreciar lo creado por otros. Pero si no estamos capacitados para decidir qué es o no arte (en este apartado recordar el arco que va de Kant, para quien ejemplo de lo bello artificial era el papel pintado, a Heidegger, que escribió sobre Chillida), acaso sí lo estemos para sospechar qué no lo es o negar que lo sea aquello que nos presentan como tal. En ese momento tenemos la obligación de estudiar las consecuencias éticas que se derivan de esa decisión (por ejemplo: si prescribimos que "lo bello" son los papeles pintados, estaremos haciendo un grandísimo favor a los fabricantes de papeles pintados, o al revés, nosotros, fabricantes de papeles pintados, contaremos con un prescriptor de cámara que diga que los papeles pintados, etc). Esa es la ética de la que se ocupa Ovejero. La otra, la inherente al arte, la ética estética de la estética, de la que se ocupan, entre otros JRJ, no forma parte de este estudio, y sigue dejándola en manos de los creadores que han decidido que el arte nunca será cosa mental, sino algo relacionado con la vida, naturaleza más que cultura.
Curioso, inteligente, humilde, Ovejero no dejará rincón sin escudriñar en las relaciones del artista, sedicente o auténtico, con sus contemporáneos, y del arte con la sociedad, el mercado o el Estado, para llegar a una conclusión: los instrumentos de que disponemos para acercarnos a la belleza y a la verdad siguen siendo rudimentarios y los mismos de que dispuso Keats, curiosidad, inteligencia, humildad, no muy diferentes de los que también dispone la ciencia. Y sentimiento, algo que, como hemos dicho, distingue a la belleza y al arte de la ciencia. A sabiendas, se me olvidaba decir, de que por la belleza y la verdad hace lo menos cien años que nadie da un céntimo en el mundo del arte contemporáneo, porque, nos aseguran, también han dejado de existir. Aunque también sepamos con un saber precientífico que haberlas, haylas.
Curioso, inteligente, humilde, Ovejero no dejará rincón sin escudriñar en las relaciones del artista, sedicente o auténtico, con sus contemporáneos, y del arte con la sociedad, el mercado o el Estado, para llegar a una conclusión: los instrumentos de que disponemos para acercarnos a la belleza y a la verdad siguen siendo rudimentarios y los mismos de que dispuso Keats, curiosidad, inteligencia, humildad, no muy diferentes de los que también dispone la ciencia. Y sentimiento, algo que, como hemos dicho, distingue a la belleza y al arte de la ciencia. A sabiendas, se me olvidaba decir, de que por la belleza y la verdad hace lo menos cien años que nadie da un céntimo en el mundo del arte contemporáneo, porque, nos aseguran, también han dejado de existir. Aunque también sepamos con un saber precientífico que haberlas, haylas.