YA he contado en alguna ocasión cómo trabajé durante dos años de ñáñigo
(cruce de chino y negro) en una revista de arte. De esto hace más de cuarenta
años. La dirigía un tipo increíble, que pese a ser feróstico en grado sumo
(cruce de feo y sobrecogedor), se hizo rico cogiendo, sin el menor escrúpulo,
los sobres de los artistas que compraban de ese modo las críticas que aparecían
en ella y que me tocaba escribir a mí, ora de negro, ora de chino. Nunca le
agradeceré lo bastante que me despidiera, pero por lo mismo que digo una cosa,
confieso también otra: sería un desagradecido si no reconociera las muchas
enseñanzas que saqué de aquel trabajo. La primera de todas: los artistas suelen
ser criaturas muy frágiles, incluso cuando, como Van Gogh, parecen tener una
voluntad de hierro. Traté a muchos. Vagan desconcertados y a merced de sus
neuras. Si son trabajadores, se pasan las horas muertas solos en sus estudios o
sueltos por el campo, como Van Gogh, cargando con el caballete y la caja de
colores, y aunque no se quiebren como el pintor holandés, bordean el abismo
muchas veces a lo largo de su carrera. Cuando dejan el estudio y se relacionan
con otros colegas y tratan de vender sus cuadros, no siempre saben hacerlo en
las mejores condiciones, porque tantas horas de soledad han mermado mucho sus
habilidades sociales. Produce cierta congoja verles mirar en las inauguraciones
a los posibles clientes, sin acabar de encontrar su lugar, porque o resultan
demasiado solícitos y serviles o, por el contrario, se muestran altaneros y
displicentes. Tal y como sucede con los huérfanos de una inclusa el día en que
vienen a inspeccionarles los futuros e hipotéticos padres adoptivos. Por eso
digo que nunca agradeceré lo bastante que El Feróstico, al que un tiempo llamé
también El Fenicio con patente resentimiento, me despidiera, incluso de la
manera artera con que lo hizo. De haber seguido en aquel trabajo habría acabado
con el corazón roto, no habría podido soportar ver a los hermanos pintores remando
bajo el corbacho de esos piratas y a merced de los ñáñigos cínicos como lo era
yo en aquel tiempo. Solo conservé la amistad de unos pocos artistas, contados
con los dedos de la mano. Javier Pagola es uno de ellos.
Y aquí viene la segunda dificultad. No me resultará en absoluto difícil
escribir de su trabajo, aunque sea la primera vez que lo haga, después de
tantos años, pero no voy a saber hacerlo sin referirme a su persona. De aquella
oscura edad media de mi vida a la que acabo de referirme, extraje también esta
otra enseñanza: los artistas (y los escritores, desde luego) necesitan que se
valore y elogie su trabajo. Tienen derecho a ello. Lo piden de muy diversas
maneras, como los de la inclusa también: unos con dignidad, otros sin mesura,
algunos de una manera impertinente, quién en silencio, quién a voces. Y no lo
hacen, desde luego los mejores, por vanidad, ni mucho menos. Lo hacen para
saber que no están perdidos, que el impulso de verdad y belleza que les llevó a
hacer tal o cual obra es real, no una ilusión, y que ellos son reales y su
trabajo digno de ser tenido en cuenta. Pagola, sin embargo, jamás le ha pedido
a uno nada, ni ahora. Al contrario, fui yo quien le pedí a él uno de los
grandes favores que me haya hecho nadie. El trabajo que Pagola realizó a lo
largo de unos meses para El arca de las
palabras es uno de los más hermosos que ningún pintor haya llevado a cabo
en un libro. De hecho creo que ningún pintor contemporáneo, hasta donde yo
conozco, habría sabido resolverlo como él lo hizo, porque era un trabajo que
exigía a la vez versatilidad, recursos técnicos y, principalmente, un
temperamento poético. Y siempre, claro, a la debida distancia. Ni echándose
encima del texto ni quedándose lejos de él. Acompañándolo. Y aquí es donde
hemos de referirnos a la persona, antes de proseguir ocupándonos de su trabajo.
Javier Pagola es una bellísima persona. No piense nadie que esto es una manera
de salirse por la tangente, como tampoco lo es cuando lo referimos a Antonio
Machado. Lo dijo él de sí mismo, y no lo pudo decir mejor: bueno, en el buen
sentido de la palabra bueno. Y Pagola lo es también. Y no lo dice uno tampoco
porque Pagola aceptara un trabajo que le iba a distraer de sus tareas durante
unos meses (trescientos sesentaicuatro dibujos) y con un horizonte por delante
de exiguas retribuciones económicas. Lo digo porque solo una buena persona se
puede relacionar con el trabajo de una manera luminosa. La bondad es una luz,
como una lámpara. Y transforma aquellas cosas que ve en algo diferente y valioso,
en luz. Las viñetas de este libro tienen todas luz. Pagola es un pintor
luminoso.
Sus figuras, herederas de las picassianas, se deforman lo preciso para
quedarse más cerca de la caricatura lírica que de la sátira. Se las ha
relacionado también con cierto expresionismo (por eso le gustaban tanto a
Saura), y algo tienen de expresionistas, pero sin meter miedo. No hay una
figura suya que no veamos con una sonrisa, como nos sucede con las películas de
Charlot, por cruel que sea la realidad que nos muestra. En todos los personajes
de Charlot adivinamos a Chaplin. En todas todos las obras de Pagola está el
autorretrato del artista. Fíjense bien: su cara redonda, sus pelos un poco
rebultados y sin peinar, su sonrisa, esa sonrisa que parece encogerse siempre un
poco de hombros, estoica pero no ausente, las cejas permanentemente levantadas
ante el asombro que le causa el mundo, y bajo esas cejas que parecen arcos de
medio punto, sus ojos, pequeños, muy pequeños, claros, vivos y llenos de vida,
ojos que parecen estar diciéndote «qué te voy a contar», y con cuánta
delicadeza. En cada dibujo suyo hay algo de sí, que nos pone delante con
firmeza, porque nada hay tan fuerte como la intimidad. La intimidad es
inexpugnable. Se refirió Paul Klee a esos «mundos intermedios», el de «los
niños, los locos, los primitivos (…) y lo que estos ven o forman es para mí la
confirmación más valiosa». Las criaturas de Pagola son un poco como él, tienen
algo de los «duendes» a los que se refiere Klee, y se encuentran a medio camino
también: no son niños, no son viejos, tienen algo de los dos, el aspecto de clowns tristes y la ligereza de joviales
fantasmas. Por eso cuando nos hallamos delante de una obra suya, de estilo
inconfundible, yo no digo nunca, «mira: un pagola,
sino mira: Pagola».
De cuantos libros ha escrito uno, El
arca de las palabras es uno de mis preferidos. Aunque yo no he venido aquí
ni mucho menos a hablar de mi libro, son precisas algunas aclaraciones. Durante un año, entre 2001 y 2002, día a día,
fue uno abriendo al azar el diccionario ilustrado de Calleja (1911) y
escogiendo de cinco de sus páginas las palabras que más me gustaban, para
glosarlas. En 2003 lo corregí y se lo pasé a Pagola. La idea era publicarlo
también día a día, entre el 23 de abril de 2004 y el 23 de abril de 2005 en el
periódico La Vanguardia, como
homenaje a la lengua castellana en general, y en particular al Quijote, que celebraba entonces su
cuarto centenario. Pagola tuvo también un año para escoger, una por día, la
entrada que mejor le pareciera o la que más le inspirara para ilustrar nuestras
entregas, a imitación de los grabaditos que figuraban en el diccionario de
Calleja y en tantos otros diccionarios ilustrados.
Nuestro trabajo apareció como estaba previsto en el periódico catalán a lo
largo de ese año, y poco después, también en 2005, en un libro, a mi modo de
ver (tipográficamente, me refiero) precioso, que editó la Fundación Lara. En él
van todas las palabras y, claro, todas las ilustraciones. Voy pasando las hojas
y miro los dibujos de mi amigo, y me asombra, vuelve a asombrarme, su capacidad
para dejar en unos pocos trazos el espíritu de la letra. Hay viñetas
humorísticas, serias, melancólicas, medio abstractas, figurativas, misteriosas,
transparentes, pero siempre líricas. Tienen siempre que ver con el texto.
Después de dedicarle nueve o diez meses al diccionario de Calleja, le dediqué
tres al de Covarrubias, de 1611. Es este un libro maravilloso, como sabe todo
el mundo, mucho más que un diccionario. Las palabras en él parecen recién sacadas
del horno. La primera palabra que glosé del Covarrubias fue atahona. La viñeta de Pagola sirvió
luego también para la cubierta del libro. Atahona
o tahona significaba antiguamente,
además de horno de pan, el molino de harina, movido por bestia: «Llamamos
‘atahona’ el oficio y ocupación de pesadumbre que se repite hoy y mañana y
siempre, como hace la bestia del atahona, que siempre anda unos mismos pasos y
los vuelve a repetir infinitamente». Se
diría que Covarrubias estaba hablando de Pagola y de mí. La viñeta que hizo
este es portentosa, porque se ve en ella a un hombre uncido a un molino… pero
de viento, como si el hombre tuviera que moler lo suyo y lo que hacen los otros
por él, su propia vida y los sueños, como una mise en abîme.
Yo creo que podrían glosarse todos sus dibujos, sin tener en cuenta los
textos a los que sirvieron en origen, y el libro resultante sería de lo más
curioso. Porque también nuestro trabajo está metido en una de esas infinitas
abismaciones especulares. Pondré un ejemplo. La primera viñeta que hizo fue
para el título de nuestro libro. En todo momento pensé, claro, en el arca,
arqueta o cajón donde había ido poniendo las palabras, pero Pagola lo
interpretó de otro modo y se presentó con un arca como la de Noé. Ni que decir
tiene que me pareció mucho más apropiada y hermosa su acepción que la mía, y
desde entonces mi libro es para mí ese aparatoso y primitivo navío donde las
palabras se ponen a salvo y evitan los famosos «acantilados de la vida
cotidiana!».
Desde ese ya lejano 2001, ha ido uno viendo cómo Pagola multiplicaba sus
criaturas. Las hemos visto crecer, han ido con él siempre. Porque se me
olvidaba decir que toda su obra, por lo menos la que a mí más me gusta, tiene
unas pequeñas dimensiones, como duendes. Se podrían guardar y sacar del
bolsillo de la chaqueta, como las llaves de casa, como un pañuelo, como
cualquier cosa que nos sea imprescindible para vivir. Es prodigioso ver cómo
nacen de sus pinceles, lápices, bolígrafos y plumines, y cobran vida. Con qué
naturalidad. Cuando hojeo alguno de esos fabulosos cuadernos suyos, siempre
espero que las criaturas que están allí encerradas salten afuera, como los
animalejos que trepan por la fachada de la catedral de Estrasburgo o se
agazapan en las misericordias de las sillerías góticas. Tienen todas un aire
risueño, la modernidad les ha quitado esa cosa triste que les daba el gótico,
sustituyendo en ellas las zampoñas por unas maracas. Cuánta jovialidad, y qué
elegantes son siempre los trajes que Pagola les pone, esos colores tan apagados
y corteses, tan líquidos y complementarios, a lo Klee también. Participan de la
jovialidad de su autor, de su manera de estar en este mundo, a un lado,
sonriendo, sin pedir nunca nada. Al contrario, dándonos a los ñáñigos que un
día estuvimos a punto de perder la fe en el arte, la esperanza de que el arte,
en artistas como él, empieza cada día. Y por supuesto, con su sonrisa, con su
bondad y con su misma luz.
[Publicado en el texto del catálogo de la exposición Tú y yo que se puede ver en el Museo de Abc de la calle Amaniel, de Madrid]