QUIEN no tenga una idea más o menos
precisa de “la cuestión catalana” acaso no la tenga tampoco de “la cuestión
española”. Recordar este entrecomillado de Azaña es como mentar la soga en casa
del ahorcado, que es lo que parece vienen haciendo los políticos secesionistas,
ponerse una soga en el cuello de Cataluña. Claro que Cataluña no deja de ser el
cuello de España.
Podríamos formular lo que sigue de tres
maneras: 1. De qué estamos hablando: 2. De qué vamos a hablar; y 3. Ya está
todo hablado. En realidad hemos llegado a un punto en que muchos, tanto si
desean hablar de la “cuestión catalana” en un sentido o en otro, a favor de la
famosa consulta o en contra, prefieren mezclar las tres cuestiones, con excitante
confusión.
1. De qué estamos hablando. Hablamos de
que una parte de España ha decidido por su cuenta separarse del todo. Si no lo
ha entendido uno mal, los secesionistas lo han presentado de la manera más
ventajosa para ellos: como un divorcio. ¿Qué ventajas tiene presentarlo de ese
modo? La principal es la de hacer creer que se trata de dos partes, más o menos
simétricas y soberanas. Cataluña podría, así, al fin, mirar de tú a tú a
España, incluso, ¿por qué no?, por encima del hombro. Hace uno o dos meses un
jerarca catalán que exportaba el congreso España contra Cataluña a Holanda, afirmó en una de sus
universidades que la cultura catalana actual era ya, a día de hoy, muy superior
a la española. Lo hizo después de afirmarse allí que Cataluña había sufrido
desde 1714 media docena de atropellos violentos. Se trae esto a la colada,
porque una vez que se ha admitido que estamos ante un divorcio, la vía más
rápida para justificarlo es la de los malos tratos sufridos, presentando al
consorte, la España plural, como Una (Grande y Libre), hidra franquista a la
que podrá cortársele la cabeza de un solo tajo.
Pero más que de un divorcio parecería que
se trata de un pro indiviso, España, de la que forman parte otros muchos
propietarios e inquilinos, andaluces, vascos, castellanos, navarros, gallegos,
etc, cada cual con sus problemas propios y su idiosincrasia. Para ser exactos,
17+2. En vez de pensar en un matrimonio, pensemos en un inmueble. Un inmueble
que hemos levantado entre todos. Los políticos secesionistas han pensado que
Cataluña, que por razones históricas y económicas no siempre equitativas y
otras justificadísimas ocupa de ese inmueble zonas privilegiadas (algunos de
los locales comerciales más codiciados, acceso exclusivo a zonas verdes, la
sede del club náutico y, por supuesto, una buena porción de la planta noble),
puede quedarse con ellas, dejando al resto de los propietarios por su mala
cabeza y su haraganería la escalera de servicio, pisos superiores, buhardillas
y, naturalmente, el tejado, con el tácito mandato de que cuiden de las goteras.
Es comprensible, dentro de la ficción que es todo
nacionalismo, que alguien crea que, por el hecho de haber usado en exclusividad
esas partes de la casa durante muchos años, estas le pertenecen. Pero habrá de convencer
al resto de los propietarios de ello. No estando aquí ante un problema de
pareja, pues, sino en una comunidad de vecinos, lo importarte no es quererse
(aunque desde luego es bonito ir repartiendo besos en el ascensor cada vez que
se entra en él), sino llevarse lo mejor posible. Ahora, arrebatar parte del
inmueble, el uso de algunas zonas comunes y el derecho a decidir sobre el
conjunto sólo porque “Cataluña no se siente querida” y afirmar que, puesto que
“no me quieren, me maltratan”, no deja de ser una forma romántica de entender
la propiedad privada y sobre todo la ajena.
2. De qué vamos a hablar. En un primer
momento se hizo de asuntos fiscales, o sea de gastos comunitarios, derramas y
esas cosas de las que se habla en las juntas de comunidad. Como había una gran
disparidad de criterios entre los propietarios, dieron en creer los
nacionalistas catalanes, o en hacer creer, que se les atropellaba no en tanto
que vecinos, sino en tanto que catalanes, y sólo entonces empezaron a circular
su identidad y a tirar de manual de agravios, pero al hacerlo, se tropezaron
con un gran escollo, los Estatutos de la Comunidad, conocidos también con el
nombre de Constitución, un río que había sido hasta ese momento navegable para
todos, incluidos ellos.
Los secesionistas urgieron, pues, cambiar
la Constitución, y poner este cambio en el orden del día, antes que otros
asuntos acaso más acuciantes e importantes para todos, incluidos ellos: paro,
corrupción política, recortes… y en tanto llegara ese día, poner en dique seco
el barco, o sea Cataluña. Convencidos de que un barco como ese, de tan
grandísimo calado, merece aguas más profundas y océanos que lo lleven lejos,
empezaron a echar cientos de mensajes en botellas al Mare nostrum, (nostrum,
nostrum, parece que
oigamos), tal vez sin
pensar en la ponzoñosa melancolía que podría sobrevenirles si esos mensajes no
obtenían respuesta.
Pero no sólo hablan de la Constitución
los secesionistas, sino otros que no lo son en absoluto y que se encuentran,
como suele decirse, entre dos aguas. Viendo estos últimos todo ese lío del
barco y tratando de persuadirles de que no larguen velas, empezaron a hablar de
mejoras por lo demás deseables: drenar el fondo del río de los lodos
acumulados, etc. (ahorremos al lector los pormenores de la metáfora). Inútil.
Así se lo han hecho saber los secesionistas: “Llegáis tarde. Agradecemos
vuestra buena voluntad federal, pero tenemos ya el aparejo presto; sólo
esperamos que suba la última gran marea popular para poder zarpar. ¿Adónde? Ya
se irá viendo”.
3. Ya está todo hablado. Se supone que en
este apartado se encuentran únicamente aquellos que, frente a los pilotos de
altura y los marineros de agua dulce, no quieren cambiarla en absoluto, por
encontrarse cómodamente en una tierra tan firme como la Constitución. Aunque es
cierto que estos papistas de la Constitución tienen un buen argumento (¿Cómo
vamos a hablar de la Constitución con quienes han decidido prescindir de
ella?), esa tierra es engañosamente firme: basta reconocer la creciente
desafección popular hacia la monarquía. Sin embargo hay algo en todo esto que
no parece cuadrar: ¿por qué los secesionistas, que también parecen tenerlo ya
todo hablado entre sí, reclaman con tanta insistencia una reunión de vecinos, o
ni siquiera, una reunión sólo con el presidente de la comunidad, al margen de
los vecinos? No es posible que crean o esperen que España firme de mil amores
los famosos papeles de su divorcio, o lo que presentan como tal, dando por
bueno el originalísimo reparto de gananciales que presumiblemente podrían
presentar. ¿Entonces? “En privado, Mas admite que la consulta no se hará”,
acaba de afirmar una de las contramaestres constiturreformistas. ¿Será todo
acaso un vodevil?
Y aquí estamos los pobres desgraciados
que creemos que la gran cultura catalana no puede ser superior a la española,
ni al revés, porque nada puede ser superior o inferior a sí mismo. Claro que
asistimos atónitos al espectáculo, encogidos por no saber si será de los que
acaban en vísperas sicilianas o en la función del bombero torero. ¿Qué ocurrirá
cuando Cataluña, subida a una banqueta, despierte de ese sueño real o fingido?
¿Qué, cuando los 17+2 adviertan que pueden dejar de respirar si finalmente
Cataluña pierde pie? No lo sabe nadie, pero si no fuese porque no habla uno en
nombre propio, sino en el de aquellos que tienen derecho a heredar lo que se
construyó entre todos, le entrarían a uno ganas de dejar su parte infinitesimal
y usufructuaria de buhardilla y lanzarse a vivir a la intemperie, libre de
estos enconos eviternos, agotadores y bastante mezquinos.
[Publicado en El País el 29 de enero de 2014]
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Ilustración de Raquel Marín. El País. Hecha en una escala que podría prestarse a confusión, pues si el tamaño de la casita-cataluña es equiparable a otras casitas del conjunto, no lo son en absoluto su aderezo ni alhajamiento, por decirlo con palabras del siglo XVI. Y eso ha podido ser así, aunque no sea esa la única razón, porque algunas de las otras casitas no pasan de ser simpáticas chabolillas de arrabal. |