LE preguntaron a André Gide quién era el mejor poeta francés del siglo XIX, y Gide respondió: “Hélas, Victor Hugo!”. Quien mejor ha traducido la palabra hélas en ese contexto fue Carlos Pujol: “Victor Hugo, ¡qué le vamos a hacer!”. Si nos preguntaran quién fue el mejor novelista español del siglo XX, diríamos sin dudarlo: Baroja, qué le vamos a hacer, aun gustándonos otros tanto como él. De Baroja acaba de publicarse una gran biografía de José-Carlos Mainer. Escribir una biografía no es difícil, basta seguir la vida del biografiado, ser perseverante y tener un poco de suerte en los hallazgos. Escribir una biografía de Baroja, sin embargo, es entrar en un campo de minas. Por un lado porque Baroja no tuvo mucha vida (no suele tenerla quien escribe cien libros) y porque la poca que tuvo la contó ya él cincuenta veces, y su hermano y su hermana y sus sobrinos, y dos docenas de biógrafos incondicionales en versiones más o menos inducidas por el propio Baroja. Cierto que este cuenta también con algunas biografías extraoficiales, fallidas en parte porque se han fijado maliciosamente en su vida y no en su obra. Se dirá que tratándose de una biografía, ¿de qué se va a hablar, si no de vida? En el caso de Baroja eso es así a medias. En Baroja vida y obra son siamesas inoperables: tienen en común un solo cerebro y un solo corazón. Y eso es lo que ha visto Mainer muy bien, de modo que al hilo de acontecimientos personales (magníficos los capítulos últimos, los de sus postrimerías, desde la guerra), nos ha ido contando los libros de nuestro novelista y muchos de los de sus contemporáneos. Creo que nadie en España estaba más capacitado ni tenía más lecturas que él para acometer esa empresa ni nadie hubiera salido tan airoso.
Baroja, ha dicho uno alguna vez, es, como escritor de partida, el mejor. Escritores de llegada son Unamuno y Azorín, y de partida y de llegada al mismo tiempo sólo unos pocos: Cervantes o Galdós, por ejemplo. Pero Baroja tiene virtudes propias, irrepetibles en nuestra literatura como compañero insobornable: solitario, errante, partidario de Stendhal y de Epicuro, individualista tanto como sociable, un poco egoísta, desde luego, y un poco cerril y extravagante, pero también alguien a quien no embaucarán las tonterías circuladas, sentimental sin dejar de ser, eso jamás, pudoroso, y desde luego, lo que gusta tanto en la juventud: alguien con un gran repertorio de ideas originales, aunque algunas de estas las encontremos un tanto caprichosas. En otras, en cambio, qué agudeza, qué largura. ¡Y qué alma de poeta puro la suya mirando un arrabal de Madrid o siguiendo las huellas de un conspirador! ¡Cuánto humor, y qué fino, cuando se olvida de la pose feroce!
Mainer, sí, ha escrito un gran libro. Sabemos que lo es, porque después de leerlo le entran a uno deseos vehementes de buscar los de Baroja, el gran antirretórico en un país de retóricos. Él nos hizo y nos hará revivir, mitificándolos, episodios de nuestra propia juventud perdida. A él le debemos y le deberemos siempre la enseñanza de que el pasado no es mejor que el presente, pero sí un poco más hospitalario.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 29 de abril de 2012]