HIZO ayer tres años que nos convocó Gabriel Sánchez Espinosa a una serie de amigos a ciertas jornadas tipográficas en su universidad de Belfast. Allí se leyeron las ponencias que se publican en este libro (Pruebas de imprenta, Iberoamericana-Vervuert, 2013), entre ellas la de Nigel Dennis, a quien le está dedicado. Qué lejos estaba el amigo Nigel y estábamos todos de imaginar lo injusta que puede ser la vida con los mejores. Fueron días felices, de los que da cuenta este escrito que iba para prólogo y se quedó en el camino, como esos que yendo de romería se echan en un prado, mordisqueando el tallo de una flor.
Faltan del tomo, por inconvicción académica acaso tanto como por andar azacaneados en esto y lo de más allá, lo que deberíamos haber escrito Juan Manuel Bonet y yo mismo (JM sobre las tipografías de vanguardia y yo sobre el JRJ tipógrafo), pero lo compensan con creces los trabajos de Elvira Villena (sobre tres tipógrafos del XVIII), el del propio Nigel (sobre Bergamín y sus ediciones del Árbol), el de Julio Neila (y los altolaguirres) o el del propio Gabriel (sobre la editorial Trieste, primero que se haya escrito sobre ese asunto, y que aquí se publicará en breve, por entregas).
* * *
LOS TRASPAPELADOS DE BELFAST
O LOS DUEÑOS DEL ÁTOMO
(Prólogo desenfadado para las actas de un congreso
serio)
Hace dos años nos reunimos en Belfast unos
cuantos amigos y no amigos, y digo esto último no porque fuésemos enemigos sino
porque algunos de nosotros no nos conocimos sino en ese momento. Son, somos,
los que comparecemos en este libro.
Nos reunía el propósito de presentar nuestros
trabajos sobre diversas y a veces raras imprenterías. Las reuniones, a puertas
abiertas, resultaron a la postre a puerta cerrada, teniendo en cuenta que nadie
nos encontró ni encontró nuestros trabajos lo bastante interesantes como para
asomarse y ver el aspecto que tenían unas gentes que habían recorrido miles de
kilómetros para hablar de unos asuntos sobre los que los mortales no suelen
mostrar la menor curiosidad, si acaso saben que existen.
De modo que allí nos tenéis, mañana y tarde,
leyéndonos nuestras cuartillas y debatiéndolas como un sínodo de sabios locos
convencidos de que el mundo sería mejor si fuésemos capaces de componerlo en
una letra u otra.
Ahora mismo, mientras escribo este prólogo, puede
verse en Madrid una gran exposición sobre las tipografías de vanguardia. A
propósito de ella ha escrito uno algo que creo viene a cuento.
Los ordenadores han hecho que todos y cada uno
de nosotros seamos tipógrafos. Incluso aquellos que ni muestran curiosidad ni
conocen la existencia de estas cosas, lo son. Es decir, hoy día cualquiera,
usted mismo, puede lograr que las palabras digan una cosa u otra. Basta elegir
un tipo de letra. Este ejemplo servirá: la palabra España
no dice lo mismo en letra gótica que en una helvética. Haga la prueba. Si usted la
lee en letra gótica está legitimado para sospechar que se ha deslizado en ella
una idea rancia de España (y si la palabra elegida es Reich
no digamos, el sentido se dispara exponecialmente y no precisamente en la mejor
dirección), por lo mismo que el logotipo de Eta lleva una tipografía
nacionalista cuyas letras (talladas con el hacha que aparece en él y naturalmente
en mayúsculas, ya que carecen de minúsculas, debieron concebirla en Bilbao)
parecen llevar txapela. Lo decía JRJ, y lo ha
repetido uno hasta la saciedad: “En edición diferente los libros dicen cosa
distinta”. Por tanto, cuando se habla de tipografía lo hacemos de algo
decisivo. Lo fue en el siglo XVI, en el XVIII y, desde luego, en el siglo XX,
principalmente en su primer tercio, el de la propaganda política y el de los
totalitarismos, unidos estos por el istmo de la tipografía.
De esto, como del aforismo de JRJ, ya nadie
tiene hoy la menor duda. De ahí que a todo lo relacionado con la tipografía le
concediéramos tanta importancia los traspapelados de Belfast.
Cada uno de nosotros pusimos allí, a la vista
de nuestros colegas, nuestros descubrimientos, nuestras dudas, nuestras
hipótesis. También podría habérsenos dado el nombre con el que Gómez de la
Serna tituló una de sus novelas: los dueños del átomo.
Porque cada una de las letras en las que van
compuestas las creaciones es como un átomo, y del tipógrafo y del impresor,
tanto como del escritor, poeta, novelista o ensayista, es responsabilidad de
organizar armoniosamente esos átomos, para evitar que la colisión de unos con
otros acaben rompiendo sus núcleos, haciendo saltar el sentido por los aires.
¿Qué leeríamos entonces, en las virutas?
Conforme a la idea de verdad que todos tenemos
de nuestras obras, se organizan nuestros impresos, que buscan una manera
hermosa y limpia de darse a conocer. Claro que meternos en las profundidades de
la verdad y la belleza nos llevaría lejos y acaso nos desconcertaría, pues
tendríamos que admitir al fin y a la postre que la mayor parte de los libros
que cambiaron nuestra vida, allá en la juventud, los leímos en ediciones
baratas y feas, como baratas y feas son muchas de las primeras ediciones de los
mejores libros de nuestra literatura, del Quijote
a las Soledades de Antonio Machado, pasando por tantos otros
libros.
Pero incluso en estos casos esas ediciones
pobres, descuidadas y a menudo llenas de erratas dicen más y mejor de ese libro
y del país en el que nació, que otros que llegaron a este mundo envueltos en
grandes ropajes y randas, pero sin alma.
¿La tenemos nosotros, la tuvimos mientras
duraron aquellas justas eruditas? Oíamos hace unos días a cierto académico,
Pedro Álvarez de Miranda, en el curso de la presentación de una antología de poesía ultraísta,
hecha por uno de los traspapelados de Belfast, Juan Manuel Bonet, le oímos
hacer, decía, un gran elogio de la erudición. Nos recordaba que la erudición
había sido una actividad prestigiosa hasta fechas relativamente recientes, pero
que fue cayendo en el descrédito, hasta convertir la palabra erudito en
sinónimo de árido, inútil y en el fondo irrelevante. Le parecía al académico,
siendo como es él mismo un erudito, una cosa injusta que le apesaraba, y nos
habló de que había una erudición oportuna y otra inoportuna, una necesaria y
otra inútil. Y así lo cree uno también. De la erudición puede decirse lo que
del colesterol, que hay una buena y otra mala, y que la mala esclerotiza el
saber, pero la buena hace que este fluya de modo orgánico por el cuerpo de la
historia y de la ciencia.
Que los que nos reunimos aquel otoño en
Belfast éramos eruditos buenos lo prueba para mí un hecho irrefutable. A menudo
la aridez de alguno de los trabajos aquí publicados era patente incluso para
aquel que estaba exponiéndolo, más aún si la hora coincidía con la que seguía
al almuerzo. Otra de las generalizaciones malintencionadas que se han hecho
circular de los eruditos es la de creerlos gentes horchatazadas o aplatanadas,
de espíritu expandido y sin brío, como nalgas aculatadas por miles de hora de
estudio y de investigaciones en asientos no siempre cómodos. Nada menos exacto.
Si alguien hay verdaderamente heroico ese es un erudito, capaz de resistir en la
terrible hora de la siesta la comunicación de algún colega, incluso la suya
propia, como podemos dar fiel testimonio ahora todos los presentes en el
congreso de Belfast, recordando al excelente amigo y mejor investigador que no
pudo evitar dar una cabezada, mientras leía su propio trabajo, víctima del
imprudente vaso de vino irlandés que se había bebido en el almuerzo. Él sabe
quién es y lo sabemos nosotros, que allí mismo, como caballeros de la Tabla
Redonda, juramos por nuestro honor y el de los decanos respectivos (el que los
tuviera) no revelar jamás su nombre. Leído ese trabajo en hora distinta, hemos
de confesar que es uno de los más interesantes, divertidos y apasionantes de
los aquí publicados. Y así hemos llegado al momento de revelar el gen distintivo
que nos confirma como eruditos buenos, frente a tantos eruditos malos como
circulan por las universidades: llegados a un punto ni uno solo de nosotros
dejó de reconocer el pequeño asomo de chifladura que nos había llevado a
consagrar nuestra vida a esas pequeñas grandes minucias de la tipografía, que
actúan en la masa intelectual del mundo secretamente, en silencio, como la
levadura. Pues ninguno de nosotros puede dudar que sin esa levadura el mundo
sería mucho peor y los libros serían inexpugnables. Digámoslo ya: en cierto
modo los traspapelados de Belfast somos aquellos que estudiamos a cuantos
fueron de uno u otro modo los jardineros de las imprentas, los que organizaron
los libros viales, setos, arriates, quienes descubren en los impresos la música
callada de la imprenta.
Prometí al director del congreso, el profesor
Gabriel Sánchez Espinosa, cuando me solicitó este prólogo, referirme a mi
propia experiencia como tipógrafo y editor de algunos textos de poesía y
literatura contemporánea, así como referirme a quienes antes que nosotros
pusieron el listón de la edición tan alto como inalcanzable, especialmente
nuestro siempre admirable JRJ. Se lo prometí, pero no quiero cansar a nadie. He
confesado antes con la mayor humildad que aun sin ser erudito, no tengo el
menor reparo en considerarme un no-erudito bueno, frente a los millones de
no-eruditos malos que sufrimos cada día.
Sí diré, antes de irme con el átomo a otra
parte, que todo lo que he impreso me gustaría que pasara
desapercibido si no contribuye de manera especial a resaltar las virtudes de lo escrito. Quiero decir que la mejor tipografía es la que no se nota, como
el traje más elegante es el que no se ve, o se ve sólo después de que
advirtamos la excelencia de la persona o del escrito. De eso tratamos en
Belfast unos traspapelados que no dudaríamos en manifestar nuestro entusiasmo
por los clásicos de traje gris, admiradores a un tiempo de lo clásico y del
gris. Que las jornadas de Belfast fueran de puertas abiertas y que no fueran
estas franqueadas, no nos importó en absoluto: dejaron hacer a la levadura su
trabajo. Aquí os presento los panes recién hechos, sabrosos, crujientes,
necesarios.
Nada más. Dichas estas cosas, este átomo,
servidor de ustedes, no se desintegra, ni mucho menos, pero se va con la música
callada a otra parte.
|
Belfast, muelle de donde salió el Titanic. 11 de noviembre de 2010
|