IMPOSIBLE referirse a los hermanos Valeriano Domínguez Bécquer (1833-1870) y Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), el pintor y el poeta, sin pensar en su vida y, sobre todo, en sus muertes prematuras y trágicas, en plena juventud, uno con treinta y siete años y otro con treinta y cuatro, distantes una de otra apenas unos meses. Morir joven hace dos siglos no era, ni mucho menos, una descortesía de la vida para con los vivos, al contrario, en muchos casos, en el de los artistas románticos, por ejemplo, se diría que fue una atención que la vida tuvo con ellos, aureolándolos para siempre de genialidad y malogro.
Esta exposición nos propone que miremos al mismo tiempo dos obras de Valeriano, el pintor, una de las cuales es un retrato que hizo a su hermano Gustavo Adolfo, el poeta. No es el retrato por antonomasia del romanticismo español que acabaría figurando en los poco románticos billetes de banco, a los que el poeta se refirió amargamente en una de sus rimas, sino otro, un apunte a lápiz en la hoja de un álbum de viaje, concretamente el que ambos hicieron a Veruela, hoy mítico y célebre.
En el cuadro vemos a un carlista. El carlista fue en el siglo XIX un tipo más, como el bandolero, el majo, el chispero, el torero. Así, pues, se nos propone en esta exposición un cuadro importante de su autor, con su empaque y su ambición, y un boceto, apenas una nota íntima, familiar, en el taller de su vida cotidiana.
¿Qué vemos en estas dos obras, tan distintas? Vemos en una a un viejo. Vemos en la otra a un joven, cuya barba cerrada, no obstante, le echa años encima. El viejo se agazapa y se encoge, sepultado en su chambergo. El joven, por el contrario, mantiene en alto su cabeza. La mirada del viejo es torva, sus ojos pequeños, como granos de pimienta, no son de fiar. La mirada del joven nos la figuramos, en sombra, serena y melancólica. El viejo es, sin duda, un hombre taimado, astuto. Hay algo en su rostro, acaso en ese gesto de sujetarse la barbilla, que nos lo presenta maquinando, combinando ¿qué? La sublevación, la emboscada. Sostiene en la mano un periódico: La Esperanza. Hay algo, y aun mucho, de irónico en este detalle. Basta el nombre de este pasquín para que recordemos los reveses que ha encajado la causa legitimista, las derrotas que ha sufrido en el campo de batalla. El hecho de recordar que no han perdido la esperanza de ver algún día a su pretendiente en el trono de España es una manera de recordar a los carlistas todo lo que han perdido desde hace medio siglo, todo lo que no ganarán en el otro medio. Hay sarcasmo en el pintor, sin duda, tal vez una retranca, muy sevillana, de presentarlo con ese periódico doblado en cuatro. Ni siquiera lo lee. Los carlistas no leen. Lo diría Baroja, que tanto noveló sus guerras y guerrillas, muchos años después: el carlismo se cura viajando. No habría hecho falta irse tan lejos, podría haber dicho también que el carlismo se cura leyendo, el modo de viajar que tienen los pobres. El carlista de Valeriano no lee, sólo muestra la munición, el panfleto, la soflama escrita. Lo muestra al lado del garrote en el que se apoya. La letra, esa al menos, con sangre entra, trata de recordarnos. Porque no parece necesitar ese hombre un garrote para apoyarse en él, digámoslo claro, sino para atacar, para abrir las cabezas, para apalear a los enemigos de Dios, de la Patria, del Rey. Contrasta con él la figura de Gustavo Adolfo. Su mano nos señala algo. Algo que no vemos. El simbolismo de una mano es grande. Y también hay en esta obra unas palabras, Portrait of Bécquer. ¿Esnobismo, ironía de un dandi? La relación azarosa de dos obras como estas puede haber sido providencial: si en el carlista se nos recuerda por ese periódico la naturaleza de su cerrilismo español, en esas dos palabras inglesas se nos sugiere un vago deseo de Bécquer, de los Bécquer. Es un deseo profundo: no ser de aquí, ser de otra parte. Comparten ese sentimiento con Baudelaire, quien acogiéndose a la palabra spleen se hizo la ilusión, por estos mismos años, de haber escapado de París y acaso, de su propia lengua. Fue así como nació en Francia la poesía moderna, y así como nació en España nuestra modernidad, de un romanticismo, el romanticismo de ser otro.
A falta de un país lejano al que poder irse, los Bécquer recorrieron media España. ¿Qué buscaban en ella? ¿Viejos monumentos medievales, ruinas moriscas, iglesias abandonadas, paisajes pintorescos? No, se buscaban a ellos mismos en la naturaleza. La Corte no les gustaba, y aun siendo liberales, tampoco los gobiernos liberales (y no estará de más recordar otro álbum que hicieron en común, Los Borbones en pelota, la más ácida, procaz y pornográfica sátira que nadie haya perpetrado nunca contra una reina y su esperpéntica corte de los milagros).
Siempre me he imaginado a los hermanos Bécquer como a los becquerianos hermanos Machado, Manuel, Antonio, José. Le han parecido a uno todos ellos, aquellos y estos, autores de obras que parecen haber sido realizadas en común, libros y cuadros, como en uno de los viejos talleres familiares en los que la autoría no era ni freno ni acicate, sólo la fatalidad de un sentir y un pensar comunes, alimentados por la misma leche espiritual desde la infancia.
Ver juntas estas dos obras de Valeriano, el retrato del conspirador carlista y el de su hermano, la pintura trabajada y el esquicio, nos ha hecho pensar en el epitafio de Larra, que hemos recordado en otra parte de este catálogo: “Aquí yace media España. Murió de la otra media”. La media España, la noble, idealista, ilustrada y romántica España que murió joven de la otra media que, envejecida y taimada, agazapada y cerril, parece esperar su momento masticando torva y eternamente la palabra esperanza, con la esperanza, sí, de quitársela a todo el mundo.
[Publicado en el catálogo de la exposición Otras miradas, que puede verse ahora en Madrid]
[Publicado en el catálogo de la exposición Otras miradas, que puede verse ahora en Madrid]