14 décembre 2020

Delibes, un bosquejo

 En El Norte de Castilla, el sábado. Junto a otros cien.

Fue, el primer año que pasé en Valladolid, en 1971, la única compañía que tuve de veras: la lectura de los libros de Delibes. En la casa del hermano de mi padre donde viví entonces tres o cuatro meses había cinco o seis. No había casa burguesa vallisoletana donde no estuvieran sus libros. Delibes tenía esa rara virtud en un escritor de caerle bien a todo el mundo, a los que lo leen y a los que no. Se reconocían en sus historias, en su manera de contar, en su sencillez. Podían comprobar la exactitud de sus pinturas, porque los modelos los tenían también a dos pasos. Era una institución, a parte del director del periódico importante de la ciudad y la región, El Norte de Castilla(nombre precioso para un periódico, dicho sea de paso, por lo sonoro y significativo). 

Y no cayó uno en aquellos libros a ciegas. Al contrario. Había allí otros de la época (ya sabéis, Gironella, Cela, García Pavón), pero me había impresionado uno o dos años antes, en una edición barata de quiosco de Rtve (veinticinco pesetas), La hoja roja, la novela, de las suyas, que sigo prefiriendo. 

Entre aquellos cinco o seis libros se hallaba el Diario de un cazador. Me deslumbró y me descubrió a Delibes de la naturaleza, tan diferente de todos los escritores paisajistas, fueran Gabriel Miró o Azorín, más cerca Delibes de este, no obstante, que de aquel. 

Yo entonces me sentía un poco como el protagonista de esa novela, un obrero pucelano que se pasaba soñando toda la semana con salir al campo. También yo empezaba a soñar no sé si con salir al campo o sólo con salir de la ciudad. Esta me resultaba como a él hostil, claro que a mí aún llegaría a sérmelo aún más, pasado el tiempo. Cuando en 1992 se publicó El buque fantasma, que cuenta aquellos años descacharrados como estudiante y militante de la Joven Guardia Roja, Delibes y Jiménez Lozano (fue este quien presentó mi novela en Valladolid), la festejaron con una sonrisa maliciosa, acaso por haberme tomado unas libertades con la ciudad que ellos nunca se habían tomado. Desde entonces, si tenía que ir a Valladolid, no dejaba nunca de ir a hacerles una visita. Algunas están contadas en los tomos del Salón de los pasos perdidos. Fue así hasta sus muertes.

En los últimos tarjetones que Delibes me envió se amontan las letras como si los hubiera escrito un ciego, y apenas se entiende lo que se dice en ellos. Aunque yo presumo que serán cosas afectuosas. Era un hombre bueno en el buen sentido machadiano. No era ajeno, claro, a los dramas rurales, ni a la tristeza de la vida de los pueblos castellanos (lo que Sergio del Molino atinó a decir La Espala vacía) ni al irredento porvenir de sus pobladores, pero era incapaz de causar daño a nadie. Porque, como es sabido, nadie tan sensibilizado con el dolor como los cazadores, cuyo arte consiste precisamente en vendimiar la vida a los animales de una manera noble y respetuosa, pues aunque era consciente de que el animal no tiene deberes y no puede tener por tanto derechos, sabía también que el hombre no podía degradarse en indignos ejercicios venatorios. Véanse sus lances persiguiendo a la perdiz roja, a veces durante horas, él solo, con su perro y su escopeta en una fría mañana de invierno. Es lo más zen que ha dado la literatura española.

Las obras de los escritores, muertos estos, pasan por diferentes estados. Es una opinión extendida que muchos, tras su muerte, han de atravesar un corto o largo purgatorio, y la mayoría no saldrán ya del olvido. No hemos visto que tal cosa haya sucedido con las de Miguel Delibes, ni creo que sucederá. No, desde luego, con todas aquellas en las que trata de «las cosas del campo». La mitad de sus libros, como quien dice. No son libros estáticos, no son el pasmo de un contemplador. Tampoco desde luego ejercicios de estilo. Delibes es un hombre de acción, y lo que le gusta es dotar a sus escenas de caza, de pesca o de naturalista de un cierto drama. En todas ellas hay más que una intriga (eso es cosa de novelistas), una inquietud (cosa de los poetas). Y Delibes, que no sé si escribió alguna vez versos, se muestra en esos libros como un poeta, sobrio y castellano, un poco románico, si se quiere, pero poeta al fin y al cabo. 

Y como a poeta, creo yo, se le leerá siempre, un poeta que no va de poeta (son los mejores), ni siquiera de escritor, sino sólo de eso, uno que cuenta cosas si ve que alguien tiene interés en escucharlas. 

Fue para uno hace cincuenta años la mejor compañía, y sigue siéndolo. Ya no son cinco o seis libros los que tengo de él a mano. Creo que tengo todos los suyos (dos estantes y sí, en primera edición y algunos dedicados). Así que de vez cuando, algunas tardes en las que se siente uno vagamente solo, saco uno del estante, lo abro y me digo: «A ver que nos cuenta hoy mi amigo». Porque se me olvidaba decir que aunque los libros son los mismos, Delibes parece que siempre está contando cosas distintas y nuevas. Como únicamente saben hacer los poetas.