ALTA, delgada, joven y de piel muy blanca. En un semáforo. No llamaban la atención tanto los confusos tatuajes de sus brazos como uno, pequeño, llamativo, inquietante, en su cuello. Tenía un cuello muy bonito, largo; de garza lo llamaban los poetas renacentistas. Ella debía de saber que era bonito, porque lo realzaba despejándose la nuca con un moño alto. Quienes se tatúan, si acaso no lo hacen sólo por moda, quieren proclamar algo a los demás y recordárselo a sí mismos. ¿Qué quería decirnos aquella muchacha? Porque es obvio que, habiéndoselo mandado tatuar en el cuello, a la vista de todos, donde ella ni siquiera podía verlo como no fuera en un espejo, quería decirnos algo... Pero ¿qué?
Don Juan de Borbón, lobo de mar, solía aparecer en público con los antebrazos cubiertos, incluso a bordo de su yate. En persona tan principal los tatuajes no resultaban apropiados. Hasta fechas relativamente recientes sólo se tatuaban marinos, hampones, presidiarios, legionarios y psicópatas, como Robert Mitchum, el falso predicador de La noche del cazador; hizo célebre uno,“odio” y “amor” en sus nudillos, la Biblia en dos palabras. Algo serio. Porque quienes se tatuaban trataban a menudo de comprimir su idea de la vida, su filosofía, como si dijéramos, en símbolos o palabras no por sencillos menos elocuentes, tal y como los canteros románicos trataban de encerrar una compleja controversia teológica en el capitel de un monasterio. Durante treinta años hemos visto a una amiga llenarse el cuerpo de tatuajes y oído de sus labios su significado más o menos esotérico, y esta confesión: ya no puede parar. ¿Se quedará antes sin ideas o sin espacio para tatuarlas? Empezó a hacérselos cuando casi nadie se los hacía aquí. Al poco proliferaron en futbolistas analfabetos que llenaron sus bíceps de ideogramas chinos y coronas de espinas. La banalización absoluta triunfó cuando la técnica permitió a una actriz borrar el nombre del “amor de mi vida”, tatuado en su hombro diez años antes... ¿Cómo será la muchacha del semáforo dentro de veinte? ¿Seguirá en su cuello el tatuaje de esa horca y el ahorcado, garabato negro, que pendía de la soga? El semáforo se puso verde y aquella muchacha de piel muy blanca siguió camino con su horca a cuestas, al encuentro acaso de quien esa misma noche la estrecharía en sus brazos, llenándole el cuello de apasionados besos.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 30 de octubre de 2016]