AYER presentamos Félix de Azúa y este su humilde servidor de ustedes el número cuatro en papel de Jot Down en la librería Alberti, en compañía de dos jóvenes, Guadalupe de la Vallina y Ricardo Jonás, redactores de la revista. Se dedica el número de manera monográfica al viaje. Es un número, como los anteriores, voluminoso, con un diseño potente y sobrio de riguroso blanco y negro e infinidad de colaboraciones entre las que puede leerse una mía, sobre la carretera secundaria y aun cuaternaria que une Lugo y La Fervenza. Jot Down es la demostración de que todo cuanto habían vaticinado los gurús a propósito de la literatura y el periodismo en papel, de las revistas culturales y de la falta de interés de los más jóvenes por la lectura era una pequeña filfa.
Ayer también empezaba mi colaboración en el Jot Down digital con el escrito que va a continuación, y hace unas semanas este mismo Jot Down publicaba este responsorio al preguntorio de los también jóvenes Marcos Abal y Ernesto Baltar, que colaboran también en ese número cuatro.
En lo que concierne a mi persona, no es este desde luego un gran paso para la humanidad, pues sigo en, de, con zapatillas, pero se siente uno bien, porque a cierta edad ya no busca uno sino un rincón donde le dejen estar tal como es. Si es, como ocurre en Jot Down, una revista de jóvenes y con futuro, que nos dejen con nuestro propio pasado y la fuerza del pasado, sin tener que disimular que hace ya mucho que dejamos de ser jóvenes. Porque lo que de veras importa, jóvenes, viejos, raramente se mide con minutos, horas, años.
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LOS PAPELES ROTOS DE
LAS CALLES
Nadie ha descrito mejor
la afición a la lectura que Cervantes. Lo
hizo, como es sabido, en el capítulo noveno del Quijote. No dijo por qué le
gustaba tanto leer ni tampoco por qué escribía, a menudo en condiciones
adversas. Tan sólo nos informa de su extrema afición a leer. Debió de leer
también en condiciones poco gratas, en casas modestas, pequeñas y ajetreadas,
calurosas en verano y heladoras en invierno, cuando no en ventas o posadas,
colonizadas por gentes de paso que son, por naturaleza, las más escandalosas, o
en carro o sobre una caballería. Sólo así se alcanza a comprender el entusiasmo
y devoción con los que Cervantes nos habla en el Quijote de la casa del
Caballero del Verde Gabán y del “maravilloso silencio” y sosiego que reinaban
siempre en ella. ¿Pero si la afición a leer está bien arraigada no es cierto
que puede uno abstraerse? ¿No vemos a diario a cientos de gentes que viajan en
metro, abismadas en la lectura, ajenas al estrépito ensordecedor de hierros
viejos, a las sacudidas violentas, al trajín de viajeros que entran y salen o a
las megafonías que anuncian el nombre de las estaciones con el mismo énfasis
que ponen las azafatas aviadoras para anunciarnos que estamos llegando
felizmente a un remoto confín del orbe?
Claro que internet no
es un vagón de metro, ni siquiera uno de tren o un avión; se parece más a uno
de esos platillos volantes que llevan a la gente en teletransportaciones
súbitas sin pasos intermedios, y acaso por eso la persona que ha empezado a
leer estas líneas, ahora ya está en otro lugar, por arte de magia, urgido no
tanto por una tarea concreta, sino sólo por la magia, al igual que esos
millones de turistas a quienes nada reclama en ese remoto confín, sino sólo la
necesidad de comprobar que se puede llegar a él y que son ellos precisamente,
gentes a menudo demasiado comunes y sedentarias, quienes pueden hacerlo.
Y como habrá constatado
también quien aún siga leyendo estas líneas, uno también puede
teletransportarse en este artículo donde quiera, ir y volver. Claro que no al
buen tuntún, sino con un fin preciso, como verá quien continúe leyendo y llegue
a su término.
Y que Cervantes leyó y
escribió en condiciones penosas, decíamos, no hay que dudarlo. Él mismo confesó
que había empezado su Quijote en “una cárcel, donde toda incomodidad tiene su
asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”. A ella le había llevado
su mala suerte, mala suya y buena nuestra,
porque sin esa
circunstancia acaso no habría empezado él su libro y hubiese seguido
dedicándose a sus negocios, esos precisamente por los que le acusaron de
malversación y apropiación indebida de fondos públicos. Únicamente cuando se
vio expulsado de la Administración para la que trabajaba, Cervantes, que había
llegado a la Administración tras fracasar como novelista y autor de comedias,
volvió a agarrarse a la literatura como a un clavo ardiendo. Durante todos los
años que estuvo alejado de la péñola (digámoslo así en honor de Cide Hamete,
que colgó la suya, “matando” a don Quijote en el último capítulo, para evitar,
qué ingenuo, cualquier secuela), todo el tiempo que estuvo sin coger la pluma,
decía, Cervantes leyó, y leyó mucho, a su manera, sin demasiado orden y todo
género de obras, tal y como haría hoy cualquiera de los lectores llamados
compulsivos.
Tiempo tenía de sobra.
Se pasó media vida de aquí para allá, solo, viviendo, decíamos, en ventas y
posadas, sin contar los cinco pasados en el cautiverio de Argel y casi otros
tantos acogido a la milicia, acuartelado o en el hospital, reparándose de las
heridas que lo dejaron manco, o los meses que pasó en Esquivias, el poblachón
manchego, recién casado él y soñando en la manera de salir de allí como fuese.
En todos esos lugares le sobrarían ocasiones y momentos para dedicarlos a la
lectura y hacer más liviana su soledad y sentir que su vida estaba un poco más
viva de lo que en realidad lo estaba cuando la dedicaba a negocios que tampoco
le interesaban lo más mínimo. ¿No leemos todos a veces por esa misma razón,
porque nuestra vida, empleada en trabajos tediosos o irritantes, nos resulta
insuficiente y tratamos de meter en ella algo de las vidas ajenas, como cuando
entra una persona, una ciudad o una novela que nos iluminan de pronto?
El lector o la lectora
que está leyendo estas líneas lo hace en un soporte que se parece poco a un
papel, a un libro. Yo mismo las escribo en esta pantalla en la que puedo borrar
y escribir, como en un viejo palimpsesto, sin dejar huella de las probaturas, y
sin embargo se siente hoy uno igual que Cervantes confesó sentirse en ese
capítulo nueve al que nos referíamos. Después de haber seguido los primeros
pasos del Quijote, Cervantes, que seguramente no pensaba escribir una novela demasiado
larga, debió de considerar que la cosa daba para mucho más, que sería una
lástima dejar aquello en otra de sus novelas ejemplares, y así, sin saber muy
bien cómo continuar ni por dónde tirar, nos fue contando al mismo tiempo la
historia de don Quijote y la historia de su novela, cómo iba haciéndola. Quiero
decir que contaba la historia de don Quijote y en cierto modo la
suya propia como novelista, sin ocultarnos nada, y así el lector del Quijote asiste entre admirado
y divertido a cómo Cervantes se pregunta a cada paso: ¿y cómo voy a salir yo
ahora de esto, qué voy a hacer con este hombre, lo mando a Zaragoza o a
Barcelona, hago que muera o le dejo vivir un poco más?
En el capítulo octavo
ya había decidido que don Quijote siguiera un poco más, pero necesitaba
contarnos cómo y dónde se encontró el resto de la historia. Eso lo contará en
el noveno, cuando relata que se fue al zocodover o plaza principal de Toledo,
donde se celebraba el mercado, buscando información sobre don Quijote, y allí
quiso la casualidad que asistiera a una escena bien curiosa: vio cómo un chaval
le traía a un sedero unos cuantos “cartapacios y papeles viejos”, y, añade,
“como yo soy aficionado a leer aunque sea los papeles rotos de las calles,
llevado de esta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el
muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos”. Pero la afición
a leer de Cervantes era tanta, que el que estuvieran escritos en caracteres
arábigos, no le desanimó, y buscó por allí cerca alguno que los conociese, cosa
harto fácil, nos dice, pues en Toledo quedaban muchos que leían esa lengua, y
aun la hebraica.
Dejemos de lado que
aquellos papeles fuesen los que Cervantes iba buscando, donde se proseguía la
historia de don Quijote (si no ocurren tales hallazgos fabulosos en una novela,
¿dónde, si no, podrían ocurrir?), y centrémonos en eso de los papeles rotos (y
mucho le cuesta a uno no hablar ahora de los “papeles viejos” y de la afición
de Cervantes a comprarlos donde se los encontraba, colándose incluso en los
tratos, como aquí, para hacerse con el objeto codiciado sin el menor escrúpulo
ni respeto por las leyes tácitas que rigen los negocios del baratillo y el
regateo). Hablemos, sí, sólo de los papeles rotos de las calles.
¿Qué puede haber de
interesante en ellos como para pararse a leerlos? ¿Cervantes detiene su camino
porque acaso halló alguna vez en alguno de ellos algo que resultó primordial en
su vida? ¿Le sucedió tal vez lo que sólo sucede en las novelas, a saber, que
uno de esos papeles rotos le condujo a un tesoro, alguno que mejoró su vida tal
vez o que la amenizó, al menos? Quien como Cervantes se para a leer los papeles
rotos de las calles es alguien a quien, seguramente, le gustan mucho la vida y
sus gentes, aunque espere ya muy poco de ellas, como prueba el hecho de cifrar
en leerlos quién sabe qué momentáneas ilusiones. No nos imaginamos a un duque
ni a un comendador ni a ningún personaje principal leyendo papeles rotos en la
calle, ni siquiera los imaginamos caminando por la calle (esos, diríamos, sólo
leen ejecutorias y papeles orlados y timbrados y actas académicas o el Boletín
Oficial del Estado, y de ir por la calle, lo hacen en coche o en carroza o con
un séquito apresurado), y sí en cambio veremos en la calle detenido ante uno de
esos papeles al tipo curioso, sin oficio ni beneficio, como suele decirse, que
mira en ellos como por una ventana abierta a lo desconocido.
Y ¿qué es lo
desconocido y el deseo y el impulso de conocerlo sino la naturaleza misma del
ser humano? De hecho el estar más o menos vivo se relaciona estrechamente con
estar más o menos reclamado por lo que desconocemos, y, al contrario, nadie más
muerto que aquel que cree conocerlo todo y estar de vuelta, aquel para quien
los papeles rotos de las calles no son nada ni pueden decirnos nada que no
sepamos.
Bien, ¿pero qué tiene
que ver todo esto con nosotros, dónde están hoy los papeles rotos de las
calles?
Creo que, en el sentido
en el que habla Cervantes, están aquí, en esta pantalla en la que tú lees y en
la que yo escribo. Internet, que es la calle por excelencia, los sirve a millares,
más aún que nuestras sucias calles reales, infectados de papeles rotos y sucios
por todas partes. En internet saltamos de unos a otros con una aceleración
inimaginable, a la velocidad de la luz, como los ovnis. Leemos un papel roto
aquí y otro allá, y a menudo ni los terminamos de leer, urgidos por lo
desconocido, sí, pero acaso no tanto por el deseo de conocerlo y desvelarlo,
como de curiosearlo por encima antes de seguir nuestra carrera, que no camino,
hacia otro de esos destellos o lampazos de la pantalla de nuestro ordenador.
Porque, y aquí
queríamos llegar, Cervantes nos confiesa que le gusta mucho leer, “aunque” sean
los papeles rotos de las calles. Es decir, que lee en ellos cuando no tiene
otros mejores y completos que echarse a los ojos, que esos papeles rotos no son
sino aperitivos o entremeses o postres, si se quiere, de los verdaderos papeles
que están esperándole siempre, aquellos en los que tratará de averiguar la
razón por la que lee y por la que escribe, aquellos en los que tratará de averiguar
por qué el que está roto por dentro es siempre el lector que necesita reposo,
“maravilloso” silencio, tiempo dilatado y tranquilo para descubrir el sentido
desconocido de la vida.
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Félix de Azúa y Andrés Trapiello. Foto: Guadalupe de la Vallina, 27 de junio de 2013. Librería Alberti. |