ACABA de aparecer un librito que recuerda a Eugenio Montejo en la editorial Pre-Textos, al que pertenecen, entre otras colaboraciones de otros amigos y admiradores del poeta venezolano, estas líneas que siguen:
Voy en tren. Me acompañan sus libros de poemas. El
viaje será largo. Los he traído conmigo. Son libros delgados, de poemas. El
vagón por una vez va medio vacío y no hay ruidos molestos. Los pocos viajeros
que han subido siguen atentos, con los auriculares puestos, la película que les
ha puesto la Compañía. Todos ellos tienen la cabeza levantada y miran a lo
alto, risueños. Al no saber qué provoca en ellos esa felicidad, al no oír sino
el traqueteo de las vías, podríamos pensar que están teniendo una visión seráfica.
El tren y yo no parecemos tener ninguna prisa, él aminora a menudo su marcha, y
yo no me apresuro en la lectura. El sol de esta tarde de enero ocupa toda la
meseta, como un tapiz, y forra de paso estos libros donde leo sus versos. Uno
de estos libros lleva, veo ahora, una dedicatoria del poeta amigo. Lo había
olvidado. Pienso: ese amigo ya no está, ha muerto, pero esa es su letra, su
letra está viva, como el primer día. Y sin embargo no sé dónde fue ese día, mi
memoria ha muerto también. Llegó, seguro, en alguno de aquellos encuentros que
propiciaba su editor, Manolo Borrás, como llegó el primer libro que conocí de
él de la mano de su otro editor español, Abelardo Linares. Trato de resucitar
mi memoria, poner rostro a esta letra, a estos libros, sin conseguirlo. Sí,
recuerdo, en cambio, su manera de estar, que sonreía, que escuchaba, que
hablaba para adentro, que estaba más tiempo en silencio que conversando, que
sólo hablaba si se le preguntaba, y que luego volvía a guardar silencio, como
yéndose siempre. Recuerdo que pensaba, las veces que estuve con él: “No está
aquí, ya ha partido”. No me molestaba en absoluto, porque de ese modo, ahora lo
sé, me estaba diciendo cómo tendría que estar con él cuando ya hubiese muerto.
Él mismo parecía ir acompañado siempre de dos o tres muertes, muertes suyas,
alguna de las cuales ni siquiera le había nacido todavía. En los poemas trata a
esas muertes con una gran corrección, a ellas también les conversaba como me conversaba
a mí, para adentro, más con silencios. Los poemas nos hablan de las cosas que
ve, de los países por los que anda. Estuvo en muchos, cierto, pero uno no tenía
claro qué hacía en ellos, yendo y viniendo. No creo que fuese un gran
diplomático, como tampoco debió de serlo Rubén Darío. Qué ironía: Platón habló
de expulsar de la República a los poetas, no que los hicieran diplomáticos.
Nuestro amigo, digo, iba y venía, como si alguien allá en su país, le hubiese
dicho: vete por el mundo, a ver qué encuentras. La película del tren se ha
terminado hace un rato, y los pocos que viajan conmigo, han caído profundamente
dormidos. Sólo yo estoy despierto. Decía que en sus poemas no se asombra de
nada, pero cuando habla, habla en él el lenguaje del asombro. Eso es una
paradoja, sin embargo, porque ¿de qué puede asombrarse la muerte? Cuenta que
tuvo muchas vidas en muchas ciudades diferentes. En cada una de esas ciudades
cambiaba de muerte. Les habla a ellas como te puedo estar hablando a ti, como
él me hablaba a mí. Hace ya mucho tiempo que el sol se llevó de la meseta su
tapiz, lo dobló y se fue. Hace ya mucho tiempo que es de noche, y debemos estar
llegando a alguna parte, porque estoy solo en el vagón. Me gusta que en sus
poemas todo sea a un tiempo claro y misterioso. Hay en todos ellos una gran
imaginación, lo que quedó del Paraíso. Con cada cosa con la que habla, de la
que habla, no parece sino seguir una conversación que viene de muy lejos, de
muy atrás, del Paraíso, incluidas esas muertes que no han nacido todavía. Le
pasa lo mismo con las estrellas, “algunas no han nacido todavía, y son
visibles”, dice. Y con las mujeres a las que amó le sucede algo parecido, las
acaricia, con cuánto amor le dice “aferrarse al amor contra la muerte”. Creo
que dice eso de la muerte porque no quiere ser tampoco descortés con ellas.
Uno de los poemas que prefiero de los suyos se lo
dedicó a Antonio Machado. Lo imagina leyendo en una plaza con árboles, “sentado
a solas” y dice que “aunque ya no lo vemos en la plaza / alguno de estos
árboles es él”.
Yo sé también que alguno de los viajeros que venían
conmigo en este tren eran también él. No porque hayan muerto ya, porque se
hayan bajado en alguna de las estaciones en las que este tren no se detuvo. Ni
tampoco me extrañaría lo más mínimo que una de esas muertes que llevaba consigo
fuese yo mismo. Lo dijo también él: “Me valgo de mil voces, pero pocas son
mías”. Una de esas voces te está, me está diciendo que llegará un día en que
las letras de este escrito alguien las va a encontrar como el primer día, un
primer día que ni siquiera podría recordar de dónde vino.